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Europa, Europa

Fuentes: Rebelión

El principio del gobierno democrático es la virtud Montesquieu     La ilusión es el principio rector de las sociedades sin política. Una ilusión (nada) inocente, alegre y ergonómica que provoca en el cuerpo electoral la necesidad de reconciliarse, sin renunciar al futuro, con los valores de la tribu, con los postulados democráticos (areté: virtud […]

El principio del gobierno democrático es la virtud
Montesquieu

 

 

La ilusión es el principio rector de las sociedades sin política. Una ilusión (nada) inocente, alegre y ergonómica que provoca en el cuerpo electoral la necesidad de reconciliarse, sin renunciar al futuro, con los valores de la tribu, con los postulados democráticos (areté: virtud y excelencia) y con los sabios que sestean -en realidad, custodian nuestro porvenir- en los sillones del parlamento europeo. La ilusión -como los anuncios cotidianos- invita a ser más altos, guapos, listos y estilizados: europeos. Los anuncios, como el principio político de la ilusión, son elementales construcciones de carácter simbólico pensados para un fin concreto: generar demanda con sutil engaño, proyectar en el imaginario el espejismo de la posibilidad de ser otro. Si nuestros índices de paro y de contratación precaria están alejados de la mítica media europea, si nuestros salarios son ridículos, será culpa de los índices. Nosotros, Loquillo lo repetía junto a Butragueño y sus perfumerías, somos europeos. Faltaría más. Y tenemos derechos sociales como los demás.

 

Ser europeo, europeo y europeísta, es sinónimo -en la construcción mítica de la socialdemocracia neoliberal- de moderno y funcional. Ser europeo es bueno, saludable y no produce colesterol. El argumento sirve igual para un nuevo modelo de coche, una compresa o un tratado constitucional. Poco importa que no vote casi nadie. No sabemos la razón (o la sabemos demasiado bien), pero lo novedoso -como levantarse cada mañana y comer cereales vestido de gimnasta en una cocina luminosa como si fuéramos ovejas o cabras- es siempre mejor. Mejor y basta. Eso nos aproxima a Europa. El caso es hacer lo que nos sugieran (ordenen) -eso sí, conservando nuestra dignidad de ciudadanos- disimulando, mirando hacia otro lado. En realidad, hacemos lo que quieren que hagamos pareciendo que nuestra decisión es soberana. Siempre ha sido así, salvo en lejanos instantes revolucionarios. Somos europeos y españoles, galácticos y de las jons.

 

Ahora estamos a vueltas con Europa como si fuera una exposición universal, unos juegos olímpicos para que sus majestades ejerciten sus artes náuticas o ecuestres o una feria de muestras de las de antes con tractores y sementales. Europa como paraíso y vergel, alimento para desnutridos, solaz de pobres y reserva espiritual de Occidente necesita de nuestra inestimable aportación en el sacrificado sector servicios. En la propaganda, Europa se presenta a la vez como sueño y posibilidad, hecho incontestable y aspiración. Si repasamos con atención los enunciados y las cifras, nuestra aportación a la construcción europea es el sol. El sol y los chiringuitos. España no luchó contra el eje nazi-fascista, no participó de los treinta gloriosos, esos años que impulsaron el desarrollo industrial, ni contribuyó, con su inexistente modernización, a crear riqueza y redistribución. Eso sí, pusimos las playas en condiciones -a costa de lo que fuera- y ofrecemos a los tour-operators una de las mejores redes hoteleras del continente con temporeros que chapurrean en varios idiomas. Somos europeos y como espolón geográfico del continente, estamos encargados de guardar las esencias cerrando la puerta a la horda inmigrante. Para eso somos europeos. Una gorra de plato, silbato en ristre y a correr.

 

Europa es una quimera donde el capital fluye y se reproduce a sus anchas. Pero eso no importa. El nombre es bonito y evocador. A cualquier dirigente político se le llena la boca sólo con la maravillosa palabra. Rajoy, Europa; Rodríguez Z., Europa; Llamazares, otra Europa; Carod e Ibarretxe, Europa con pueblos. Una moneda única y un proyecto económico y social (del capital) común. Europa somos todos: bávaros y murcianos, gentes del Alentejo y corsos, normandos y napolitanos. Tenemos un proyecto de vida. Una Europa fuerte y unida se opondrá a la hegemonía de EE.UU., repiten desde sectores (ingenuos o mentirosos) de la izquierda. Como si el capital no fuera transnacional. El caso es preservar la ilusión y soñar, como en aquellos tiempos del desarrollismo, cuando los matrimonios rubios descendían de los aviones cargados de dinero para gastárselo en nuestras costas. En Andalucía saben que eso sigue existiendo. Por eso su respuesta positiva al tratado constitucional ha sido mayoritaria.