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¿Fortuna o talento?

Éxito y literatura

Fuentes: Rebelión

Cuando me propusieron este tema pensé enseguida ¿cuál éxito? y ¿qué literatura? ¿Se trata del éxito material?, la capacidad de alcanzar un desahogado bienestar con el ejercicio de la pluma. No conozco ninguna otra profesión donde la prosperidad sea más esquiva. La mayor parte de los escritores ganan su elemental sustento con la práctica de […]

Cuando me propusieron este tema pensé enseguida ¿cuál éxito? y ¿qué literatura? ¿Se trata del éxito material?, la capacidad de alcanzar un desahogado bienestar con el ejercicio de la pluma. No conozco ninguna otra profesión donde la prosperidad sea más esquiva. La mayor parte de los escritores ganan su elemental sustento con la práctica de la cátedra, el periodismo, la radio, la televisión o la publicística. ¿Éxito material?, solo unos pocos. Multimillonarios como García Márquez son escasos porque han logrado unir popularidad con calidad y ello no es frecuente.

¿Cuál literatura? La escritura verdadera, esencial en la cual se presenta al ser humano y su circunstancia en toda su descarnada identidad o la narrativa facilista destinada a entrener, vender y busca ser amena a toda costa. La primera no suele ser vendible, la segunda alcanza tirajes millonarios. ¿Ha sido siempre así? Desde luego que no: Balzac y Dickens fueron autores de mayorías y contribuyeron al conocimiento de su tiempo con un espléndido oficio. Joyce fue un autor de minorías y aún hoy sus libros se venden poco, pero logró experimentar con el lenguaje y llevarlo hacia fronteras desconocidas hasta entonces. Sin embargo Xavier de Montepin, Eugenio Sue, Carolina Invernizzo y Vargas Vila fueron autores de inmensa popularidad y hoy son ignorados y olvidados.

¿Cómo se valora el éxito de un escritor? ¿Por su publicación en editoriales de prestigio, por los tirajes masivos de su obra? Hay autores de tercera categoría como Paulo Coelho que venden sus obras por toneladas y los hay valiosos, como Raymond Radiguet, que aún hoy siguen siendo desconocidos. Hay escritores, como Sastre, que fueron muy populares en su tiempo, pero alcanzó nombradía por su teatro más que por sus difíciles obras filosóficas. Kafka no conoció la gloria durante su vida y Lampedusa tampoco.

Los hay de abrumadora masividad, como los Dumas, cuyas obras son de dudoso valor. En Estados Unidos hay literatos de inmenso valor que son ignorados como Gertrude Stein y otros como Ernest Hemingway que disfrutaron de una inmensa popularidad, pero en este caso no fue hasta que escribió una novela de acción y romance, un «best seller», accesible a las mayorías –como fue «Por quién doblan las campanas»–, que pasó a ser un autor conocido.

En cuanto al timbre de calidad que imponen las editoriales prestigiosas, sabemos que en los tiempos de la Guerra Fría la categorización que aporta un sello editorial se usó con fines políticos. Autores mediocres fueron publicados profusamente rodeados de una considerable propaganda mediática, como es el caso de Planeta con Zoe Valdés, por la ácida agresividad demostrada por la autora contra la revolución cubana.

Muchos escritores estimaron que una manera rápida de avanzar en el orbe editorial era mostrar distintos matices de disidencia. Los hubo que dieron el salto al campo enemigo esperanzados en poder obtener la ansiada legitimación más por su posición política que por la perfección de su escritura. Para algunos el cambio de posición les dio aventajadas posibilidades como es el caso de Cabrera Infante. Los hay que han hecho una carrera con su discurso agresivo y reaccionario como Vargas Llosa, aunque en este último caso se trata, también, de un excelente escritor.

¿Quién lee a Paul Auster o a Nathanael West hoy en día? Hay autores, como Voltaire, que le debieron su prestigio inicial a sus ideas, a su posición vertical a su resistencia frente al absolutismo de su tiempo. La rebeldía ha sido fuente de crédito y estimación pública. Hay otros que se adaptan y transigen y hacen concesiones y logran la apetecida celebridad, como ocurrió con el trivial Paul Morand, que fue muy popular en la Francia de la preguerra pero hoy nadie lo lee y murió virtualmente ignorado.

¿Es la popularidad un pecado? Tolstoi fue muy popular y Cervantes y Shakespeare lo fueron también en su propio tiempo. Emile Zola fue muy conocido y Lawrence Durrell sigue siendo un recóndito autor de minorías. Todos ellos fueron escritores de brillantes realizaciones.

Publicar libros nunca fue un gran negocio. El editor independiente, aquél que publicaba con esmero y devoción obras de calidad, está desapareciendo. Está siendo absorbido por las grandes cadenas y los voraces monopolios. Cinco empresas detentan el 80 por ciento del mercado estadounidense. Bertelsman controla más del 30 por ciento de las ventas de libros en Estados Unidos y los grupos Murdoch y Pearson dominan un importante sector de la industria. Durante los últimos años los grandes consocrios internacionales han ido adquiriendo las pequeñas editoriales una tras otra. Los nuevos amos son inmensos «holdings» insertados en lo que se llama la industria de la comunicación y están ligados a periódicos, revistas, cadenas de radio y televisión.

El libro se está convirtiendo en un producto industrial. En las grandes editoriales, como Planeta, un consejo asesor se reúne con el escritor que desea promover y se le hacen las recomendaciones necesarias: añadir más sexo explícito, aumentar la dosis de rivalidad profesional, incrementar los celos de la pareja, cargar un poco más la mano en el odio entre familias, otorgar una nota de cosmopolitismo con más viajes y visitas a escenarios exóticos, usar medios modernos de transporte: autos veloces, helicópteros, introducir algún adulterio, intensificar los motivos de venganza, añadir un toque de ocultismo, desde luego, un crimen, si no una rebelión, cerrar con una buena escena de arrepentimiento. Y con esas fórmulas prefabricadas se construye el libro que en algunos casos hasta se les encarga a asalariados fabricar puentes y elaborar ambientes.

La mayoría de los libreros y editores malvivían con ganancias precarias. Los libros son escandalosamente caros para los estudiantes y para aquellos de ingresos más modestos. En los países capitalistas las posibilidades para la gente joven de acceder al mercado librero son nulas, tienen que contentarse con ir a las bibliotecas públicas, fotocopiar textos o atenerse a las notas de clase para poder avanzar en sus estudios.

El hábito de lectura tiene que hacerle frente a otras preferencias menos costosas del público contemporáneo como son la televisión y el cine, los videojuegos e internet, que atraen vastas muchedumbres por ofrecer mecanismos de distracción más fácilmente asimilables. A todo esto hay que añadir que la situación de los escritores sigue siendo precaria por el debilitamiento de sus ya escasos derechos de autor. Tendremos así a una capa intelectual frágil, desamparada y en menoscabo. La industria editorial ya confronta serios problemas con el costo creciente del papel.

Un librero, un editor, son agentes de la acción cultural. Sin ellos es imposible contar con una ilustración pública floreciente. Desde los tiempos de la escritura cuneiforme en tabletas de arcilla, hasta la invención de Gutenberg, hasta la época de Bill Gates la transmisión de conocimientos ha sido una de las bases de la civilización. Sin embargo, un informe reciente del Grupo de Estudios de la Industria del Libro, en Estados Unidos, ha realizado un balance de las ventas en el año 2003, el cual revela que la comercialización del libro está en vertiginoso descenso. Ni siquiera obras de gran popularidad, como la saga de Harry Potter, han logrado una dilatación de las cifras. El impacto de esta declinación se ha sentido no solamente en los libros encuadernados en cartoné, que son los de mayor precio, sino en el área de la literatura para niños, que suele ser de gran boga, y en la de los baratos libros de bolsillo.

Una de las causas de esta reducción la atribuyen los especialistas al incremento acelerado del mercado de obras de segunda mano. El libro usado está sustituyendo a la adquisición de libros nuevos que por su alto precio no tienen el mismo favor de antes. Otra causa es el florecimiento de la televisión, el cine, las revistas y la música pop como elementos de esparcimiento.

Hasta hace poco las editoriales no se cotizaban en la Bolsa de Valores. Los editores consideraban que algunos libros estaban destinados a perder dinero, especialmente los tomos de poesía y las novelas de autores noveles, pero constituían una inversión para el porvenir y otorgaban prestigio a quienes los publicaban. Hasta 1980 la editorial Doubleday perdía dinero con el 90 por ciento de los libros que publicaba y se resarcía de sus pérdidas con los «best sellers». O sea que la literatura comercial asumía el papel de mecenas de la cultura elaborada. La idea que los editores existían únicamente para ganar dinero parecía inapropiada y poco ética. La aparición de consorcios editoriales españoles poderosos, como el surgido en torno al periódico El País, el llamado Grupo Prisa, fue posible por el dinero que la CIA canalizó hacia el PSOE español a través de la fundación alemana Friedrich Ebert. El padre de esa iniciativa fue el social demócrata Willy Brandt. Hay un renglón que está demostrando un auge inusitado, el de los libros de autoayuda. El periódico Le Figaro, de París, reveló recientemente que ese tipo de literatura ha visto aumentar sus ventas en Francia en un 62%, desde el año pasado. El diario califica el fenómeno de «verdadero desencadenamiento del psicologismo» en la industria editorial. Cada día se crean más sellos de libros de vulgarización y estímulo a la personalidad. Pese a que la mayor parte de estas obras son un derroche de charlatanería y falso cientificismo, de absurdas metodologías y tramposas exhortaciones, el público las busca, lee y obedece con mayor fervor de día en día. Los analistas estiman que el descrédito de las ideologías, el retroceso de las religiones, la disolución de las utopías son los causantes de la fuerza alcanzada por esta tendencia. Todos quieren alcanzar su bienestar personal. Sin embargo hay editores que opinan que el mercado del desarrollo personal está llegando a su saturación.

El principal problema de la industria librera en nuestros días reside en que se trata de un negocio deficitario. Es necesario establecer circuitos de legitimación de numerosos autores pertenecientes a la cultura marginal, no adscritos a los grupos de las grandes corporaciones editoriales y libreras. Los disidentes de los mecanismos de promoción de la literatura comercial deben hallar un refugio consagratorio que no aparece por parte alguna. Hablar hoy de éxito y literatura sigue siendo un tema metafísico que no suele darse aunado.