Chile, de acuerdo a las estadísticas de la Sociedad de las Naciones, fue uno de los países del mundo económicamente más afectado con la gran crisis mundial que comenzó en 1929. Y si bien el segundo gobierno de Arturo Alessandri (1932-38) tuvo éxito en sacar a nuestro país de aquella crisis, lo hizo con un […]
Chile, de acuerdo a las estadísticas de la Sociedad de las Naciones, fue uno de los países del mundo económicamente más afectado con la gran crisis mundial que comenzó en 1929. Y si bien el segundo gobierno de Arturo Alessandri (1932-38) tuvo éxito en sacar a nuestro país de aquella crisis, lo hizo con un costo social muy alto que repercutió en una extrema miseria de los sectores populares.
Así, de acuerdo a diversos analistas del periodo, la situación de aquellos era, todavía en 1938, peor de la que tenían antes de la crisis mundial. Por un lado, tenemos al joven Salvador Allende que calculaba que el nivel de remuneraciones reales de 1938 no alcanzaba los de 1928 (ver La realidad médico-social chilena , Ministerio de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, 1939; pp. 28-9). Lo mismo reconocía, desde la derecha, Salvador Valdés Morandé, quien concluía que «quizás esta sea la mejor explicación de la derrota electoral de Gustavo Ross en 1938» (Gonzalo Vial. Historia de Chile (1891-1973) , Volumen V; De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938) ; Edit. Zig-Zag, 2001; p. 362). Y el investigador estadounidense, Archibald Mac Leish, señalaba en 1938 que «la disminución de salarios ha continuado, alcanzando un nivel extremadamente agudo en los últimos años» ( Hoy ; 5-5-1938).
Más específicamente, Allende concluyó que el salario vital familiar (que alcanzase solo para los cónyuges y un hijo) debía ser de $45,83 diarios. Y que la Inspección General del Trabajo estimaba, a fines de 1938, que de una población activa total de 1.450.000 personas, 828.000 (57%) ganaban menos de $10 diarios, y 476.000 (33%) -casi todos campesinos- menos de $5 diarios (ver Ibid.; p. 30).
Por otro lado, el mismo Allende indicaba que el sistema previsional solo abarcaba al 13% de los obreros «y la imposición total de 5% (a su salario), que es la más baja del mundo, hace pensar con inquietud sobre el futuro de esta institución. Los porcentajes de imposición de Seguro Social en otros países son: Rusia, 18%; Polonia, 12%; Alemania, 10%; Hungría, 10%; Austria, 10%; Checoeslovaquia, 8,5%» (Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados; 27-7-1937).
SALARIOS MISERABLES
Los pésimos salarios repercutían obviamente en una muy mala alimentación. Así, y pese a que el trabajador chileno gastaba alrededor del 90% de sus ingresos en comida, dos técnicos de la Sociedad de las Naciones concluyeron que en Chile «cerca del 50% no alcanzaba a la ración básica (hombre con trabajo sedentario) de 2.400 calorías. Un 11% estaba entre 2.200 y 2.400 calorías; otro 11%, entre 2.000 y 2.200; un 15%, entre 1.500 y 2.000 y, no menos del 10%, con menos de 1.500 calorías. Cuando se considera que se trata de hombres que viven del esfuerzo muscular en que se requiere un mínimum de tres mil calorías, y cuya exigencia fisiológica en los trabajos sobrepasa las cuatro mil calorías, estas cifras parecen increíbles. La estadística demográfica habla implacablemente y explica por qué en Chile la gente enferma más y muere más pronto que en casi ninguna otra parte del mundo» (Allende; p. 38). Además, «considerando los países donde la Sociedad de las Naciones ha hecho encuestas, resulta desalentador comprobar que sólo en Chile, China, Marruecos, en capas excepcionalmente pobres, y en Polonia entre los desocupados, se han encontrado raciones inferiores a dos mil calorías» (Ibid).
A su vez, de acuerdo a las estadísticas oficiales chilenas de 1935, el 30% de los niños menores de diez años no consumía leche (ver La Hora ; 24-9-1935); y en 1938 el ministro de Salud, Eduardo Cruz Coke, señalaba que no menos de veinte mil niños morían en Chile al año por falta de leche (ver La Opinión ; 24-6-1938). El propio diario El Mercurio editorializaba en 1937, a propósito de los estudios de Cruz Coke, que «los resultados de estas encuestas e investigaciones sociales y científicas son sencillamente deplorables, y aún nos atreveríamos a calificar de catastróficas para el futuro de nuestra raza» (Carlos Sáez. Y así vamos… Ensayo crítico ; Edit. Ercilla, 1938; p. 241).
Los salarios miserables impedían también que los sectores populares accediesen a un vestuario digno y que los protegiese de las inclemencias del tiempo. Así, el mismo estudio de la Sociedad de las Naciones concluía que los trabajadores chilenos gastaban en promedio ¡el 1,8% de sus salarios en vestuario! Y que «un gran número de familias anotaron cero gastos en esta columna y declararon vestirse con ropas y calzados de segunda mano, regalados por personas caritativas» (Allende; p. 509). Y Cruz Coke señalaba que «los miles de casos de mortalidad por enfriamiento se debían en su mayor parte a falta de ropa» ( La Opinión ; 24-6-1938).
¿UN PAIS CATOLICO?
La experiencia del sacerdote jesuita Alberto Hurtado, a fines de los 30, nos confirma lo anterior: «La mayoría de los pobres se presentan todavía vestidos con sumo descuido y suciedad, lleno de roturas el traje que, a veces, es un harapo» ( ¿Es Chile un país católico? ; Edit. por revista Ercilla , 2005; p. 40). Y la del entonces estudiante Osvaldo Puccio: «Vivíamos en La Cisterna, entonces un pequeño pueblito en los alrededores de Santiago (…) En la escuela (pública), con sus 300 alumnos, era yo casi el único que iba con zapatos. Todos mis compañeros de curso, hijos de campesinos de los alrededores, iban descalzos» ( Un cuarto de siglo con Allende. Recuerdos de su secretario privado ; Edit. Emisión, 1987; p. 17).
La miseria se expresaba también en pésimas condiciones de vivienda. De partida, la Dirección de Sanidad estimaba en 1937 que de un total de 770.000 personas que vivían en Santiago, 325.000 lo hacían en conventillos, donde además del alquiler se les cobraba el agua -lo que antes no se hacía- y la mayoría de ellos no tenía luz eléctrica (ver La Opinión ; 19-12-1937). Y respecto de 891 conventillos de Santiago, la Inspección Sanitaria calificó en pésimas condiciones a 541 (61%); regulares a 232 (26%) y buenos solo a 118 (13%). En ellos vivía una población promedio de cinco habitantes por cuarto. El 12% de los conventillos contenía un promedio de ocho personas por pieza, «no siendo ninguna de éstas mayor de nueve metros cuadrados» (Allende; p. 58).
Es muy ilustrativa la mención que hizo de los conventillos de la época el ministro de Salud, Javier Castro Oliveira, al dejar su cargo en 1936, cuando dijo que «como una cámara cinematográfica, nuestros conventillos podrían transmitir una imagen del infierno más real que la de Dante (…) Contorsiones de hambre, gritos de dolor, este se rasca hasta herirse y mata sus insectos; ese contempla anonadado las úlceras de su piel; canta, gruñe o pelea tambaleante el borracho, trémulo, sudoroso, los ojos desorbitados; se esconde furtivo en un rincón otro que llega, escondiendo su último robo y a veces saltan los sesos al estallar el cráneo bajo el golpe de un fierro. La mujer, desgreñada y sucia, ayuda a insultar a los chiquillos, desnudos, escuálidos, sarnosos, que bañan sus almas diariamente con todas las abyecciones concebibles. Más allá, en otros cuartos, no pueden dormir: el hombre honesto y trabajador que necesita reparar sus fuerzas, ni la madre pura y amante que aumenta con sus lágrimas el pocillo de agua con que entretiene los estómagos de sus hijos» (María Angélica Illanes. «En el nombre del pueblo, del Estado y de la ciencia». Historia social de la salud pública. Chile 1880-1973. (Hacia una historia social del siglo XX) ; Edit. por el Colectivo de Atención Primaria, 1993; p. 268).
Otras manifestaciones de la miseria se expresaban en que solo el 39% de los chilenos tenía acceso a agua potable y alcantarillado; un 5% disponía exclusivamente de agua y el 56% no contaba con ninguno de ellos (ver Allende; pp. 69-70). Y también en el vicio del alcoholismo: del total de las personas detenidas en 1938 (314.560), el 44% (138.607) lo fue por ebriedad, y de estos, 15.162 fueron acusados también de ser autores de lesiones (ver Ibid.; p. 117). Y en el frágil vínculo matrimonial, producto de las migraciones por razones laborales y la consiguiente profusión de niños abandonados. Así, a fines de los 30 se calculaba en doscientos mil los niños abandonados que vagaban por las calles (ver Illanes; p. 293).
PESIMA EDUCACION
Por cierto, la educación era inexistente o muy deficiente para los niños de los sectores populares. De partida, el 25% de la población adulta era completamente analfabeta (ver Hurtado; p. 39). Y de acuerdo a un informe del propio ministro de Salud de 1937, Eduardo Cruz Coke, de un millón de niños en edad de recibir educación, 370 mil no recibía ninguna; y que «calculando que de los 370 mil niños que no concurren a las escuelas, 300 mil lo hacen por indigencia y que de los 630 mil que concurren a las escuelas, hay un 30% de indigentes, proporción que llega hasta un 90% en algunas provincias (Chiloé, Colchagua), tendremos que casi 700 mil niños chilenos necesitan de inmediato alimentación y vestuario, asistencia médica y también hogar, especialmente en las grandes ciudades y en muchas regiones campesinas». Y concluía que «la indigencia de los escolares se traduce, así mismo, en desastrosas consecuencias para el progreso de la enseñanza» ( Lircay ; 1° semana-12-1937).
Por otro lado, Alberto Hurtado señalaba que en la década del 30 ingresaban cada año a la escuela primaria unos 215.000 niños, «pero de ellos terminan sus estudios una ínfima minoría, apenas el 5%; o sea, unos diez mil en total». Además, agregaba que «no es posible hacerse gran ilusión respecto al grado de conocimiento que adquieren los que han cursado la escuela primaria» (pp. 39-40). A estos elementos, añadía Hurtado la falta de recreación y diversiones a las que podían acceder los sectores populares; y el hacinamiento en los vehículos de locomoción colectiva: «Nuestro sistema de locomoción popular en góndolas y carros cuajados como racimos humanos avergonzarían a un africano» (pp. 40-1).
Por supuesto que esta miseria se expresaba en espantosos índices de mortalidad y morbilidad. Así, en 1938 Chile registró 113.723 muertes correspondientes a 24,5 por mil habitantes. Y en 1936 (25,3); en una comparación con 24 países de diversos continentes, quedó en un poco honroso segundo lugar, solo superado por Egipto con 28,6. De los países latinoamericanos considerados, le seguía México con 22,4; Venezuela con 18,2; Argentina con 11,8 y Uruguay con 9,7. Y comparando las tasas del periodo de Ibáñez (1927-31) con las de Alessandri (1933-38), se observaba un aumento de 24,8 a 25,4 por mil (Ver Allende; pp. 20-1). También el altísimo índice de mortalidad infantil de 1938 (236 por mil habitantes) colocó a Chile en segundo lugar a nivel mundial; y con un promedio bastante mayor del gobierno de Alessandri (250) respecto del de Ibáñez (226) (ver Allende; pp. 79-81).
EL NIÑO PROLETARIO
Quizá la síntesis más expresiva de la tragedia de la niñez popular la hizo el académico Oscar Alvarez Andrews en 1937: «El niño proletario chileno es (…) entre todos los países (…) el que nace y vive en peores condiciones (…) nace físicamente tarado (…) vive y respira desde sus primeros momentos el ambiente más miserable que se conoce entre países civilizados (…) su nutrición es casi nula (…) su vestuario es también casi nulo, como que de él nació el nombre genérico de ‘roto’ para designar a los pobres (…) trabaja desde muy pequeño (…) practica el acto sexual también desde pequeño (…) practica deportes muy bruscos y sin control alguno. Todo esto influye en su débil vitalidad y escaso desarrollo (…) vive desde sus primeros años huérfano de afectos, sea por el abandono de sus padres, sea por los malos tratos de estos (…) igualmente recibe a cada paso la hostilidad del ambiente burgués (…) no recibe educación sino apenas instrucción ‘teórica’ en ramos que en el 80% de los casos son inútiles para ‘su’ vida (…) gasta así su cerebro en esfuerzos inútiles (…) atrofia por falta de ejercicio su vida afectiva (…) adquiere conocimientos y hábitos precisamente antisociales y es reprimido en sus tendencias sociales. Los maestros hacen lo que pueden, pero los programas los encierran a ellos también en círculos de fierro (…) La cooperación del hogar y la escuela es nula en Chile, sencillamente porque el niño proletario no tiene hogar, en el sentido espiritual y noble de la palabra. La ignorancia y la grosería de los adultos es legendaria. Vida moral o religiosa tampoco existe en el medioambiente que rodea al niño proletario» ( La Hora ; 4-11-1937).
También se puede observar un lapidario diagnóstico de la miseria material y moral del Chile de esos años por parte de los cronistas extranjeros. Particularmente del académico estadounidense Hubert Herring, quien en 1939 decía de Valparaíso que «no faltan las casas confortables y hasta de lujo, pero su número es reducido al lado de los millares de sórdidas viviendas. Las calles del centro se llenan de gente de aspecto cansado, de hombres y mujeres tan desesperanzados como jamás había imaginado. En Valdivia, Osorno, Puerto Montt y Concepción la situación no cambia (…) La pobreza de Santiago salta a la vista del viajero en cuanto baja del tren (…) Esta pobreza es una especie de muerte en vida, diferente de la que se advierte en otras ciudades (…) La miseria de Santiago es la del hombre vencido que no espera nada. Quizás la mejor manera de conocer al pueblo sea observarlo los días de fiesta. Siempre recordaré una víspera de Año Nuevo en la Alameda de Santiago (…) Solo hallé un pueblo apático, rostros inexpresivos, gente cansada que casi no se reía. Parecían decir que estaban ahí para divertirse y que debían divertirse, pero nada denunciaba que lo hubieran conseguido (…) Un pueblo que no parece feliz, tuve que admitir, en que la vida parece pasar dejándolo de lado» ( Chile en la presidencia de don Pedro Aguirre Cerda ; Edit. Francisco de Aguirre, Buenos Aires, 1971; pp. 88-92).
Publicado en «Punto Final», edición Nº 891, 22 de Diciembre 2017.