Dice Michael Moore, en su reciente documental «Fahrenheit 9/11», que la figura del terrorista se ha estirado tanto que ya cabe en ella cualquier ciudadano. A su reflexión se puede añadir que esta perversión del lenguaje y de la convivencia se perpetra con intereses sucios, bastardos, pero meridianamente claros. ¿A qué juegan? O, mejor aún, […]
Dice Michael Moore, en su reciente documental «Fahrenheit 9/11», que la figura del terrorista se ha estirado tanto que ya cabe en ella cualquier ciudadano. A su reflexión se puede añadir que esta perversión del lenguaje y de la convivencia se perpetra con intereses sucios, bastardos, pero meridianamente claros. ¿A qué juegan? O, mejor aún, como dicen en los thrillers y en la novela negra, Qui prodest? ¿A quién beneficia? Veamos algunos casos entresacados del aluvión de desechos de los medios de comunicación de apenas un día.
Fernando Fernández Savater, en un artículo dedicado a los presos políticos vascos, aunque no viniera a cuento, tal vez porque ya no sabía con qué alargar su texto (quizás es que se lo pagan a peso. Cuanto más plomo, más salario), metió e hizo suya la escena del Fórum de Barcelona en que José Mª Calleja acusó de terrorista al director de Berria: «Entre periodistas vascos, Josemari Calleja le recordó al ex director de Egunkaria Martxelo Otamendi que quienes como él pertenecían a ETA podían hablar con un desparpajo del que carecían los amenazados por la banda criminal (…) Una señora proclamó que Josemari y otros como él se lucran económica y políticamente con el mantenimiento del tenebroso enfrentamiento vasco» (Exámenes patrióticos, 2004-8-10). Por ahí van los tiros (sin sacar expresiones de contexto, por favor).
(Por cierto, se supone que la inclusión de Calleja en esa categoría de «periodistas vascos», siendo natural de Valladolid, se debe a su domicilio o sede social en Intxaurrondo).
En el teleberri (ETB) del mismo día se pudo escuchar una serie de sucesos, en los que no faltaron, de modo reiterado, alusiones parecidas, también traídas de los pelos. En la aduana de los aeropuertos la policía francesa se dedica en estos tiempos a decomisar las prendas o artículos de marca pirateados que traen los pasajeros. A propósito de la proliferación de las falsificaciones de pantalones levis, prendas lacoste, zapatillas nike, un portavoz de las casas comerciales legítimas declaró, para justificar esta persecución policial que se cebaba en los compradores, timados, ingenuos o aprovechados, que era imprescindible acabar con la lacra de los piratas de marcas, porque con esa venta se financiaba el terrorismo.
Tras la explosión de un petardo de ETA en las proximidades de una playa de San Vicente de la Barquera, que levantó tres ladrillos de una tapia, el presidente de la Comunidad de Cantabria, Miguel Angel Revilla, reclamó al presidente Juan José Ibarretxe que ante esta nueva aparición del terrorismo aparcara cualquier reivindicación nacionalista, con el fin de «ayudar a los españoles a dar el último empujón a ETA».
Lo mismo se le podía haber ocurrido que aparcaran su propio sueldo, o su auto oficial, o prebendas similares, pero creo que eso no lo relaciona con el terrorismo.
En una noticia trágica, del mismo día, la policía de Siracusa (Italia) comunicó el rescate (la captura) de casi un centenar de inmigrantes clandestinos en una lancha de 14 metros de eslora. En el viaje de los indocumentados, a la deriva después de que el motor se averiara y fueran arrastrados por las corrientes del estrecho de Sicilia, se calcula que fallecieron una treintena de pasajeros, deshidratados, quemados por el sol y sin víveres, cadáveres que fueron arrojados por la borda para hacer sitio a los demás navegantes hacinados. La policía, acababa el relato, exigía un mayor control de las pateras de inmigrantes ilegales porque por ellas se colaban en Europa los terroristas.
Terrorismo no es que mueran decenas, centenas, de africanos entre calamidades y sufrimientos por culpa de leyes que cierran los caminos legales y obligan a los clandestinos. Terrorismo es lo que defina el madero, el Savater o el gobernante de turno.
Nada nuevo hay en el mundo. Antes de la figura del terrorista fue la del hereje. Luego fueron los rojos. Se cuenta que en Madrid, tras la derrota del ejército republicano, en los tiempos de Franco, para vender su género un sombrerero colocó en su escaparate un cartel que decía «Los rojos no usaban sombrero». Como advierte Savater, los tenebrosos enfrentamientos y las alusiones al terrorismo sirven para vender de todo, desde la unidad de España hasta una moto con sombrero.
Me pregunto cómo podemos consumir a diario esta versión distorsionada del mundo y desenvolvernos en él sin volvernos locos. En cierta ocasión, una anécdota nos mostró cómo viven quienes creen esos discursos y delirios.
Ocurrió en Getaria, durante la época de la guerra de Afganistán. Era un día luminoso de verano, sereno, despejado. Mar azul, brisa agradable. Un músico de barbas, sentado en una silla de mimbre, toca la flauta bajo la iglesia, en el túnel que asciende desde el puerto a las calles empedradas del pueblo. Los turistas pasean, entre los olores del mar y los pescados que se asan sobre las brasas. Arrojan al pasar algunas monedas en la gorra del músico. Dos guiris rubias de media edad, americanas, suben del puerto, relajadas, bronceadas, dueñas del mundo.
Al poco rato oímos unos gritos de angustia. Vuelven las americanas corriendo, dando voces de espanto, y se refugian entre nosotros:
-Help! Help! Afghan! Afghan! Terrorist! (sic).
Las calmamos, las invitamos a unos tragos. Comprobamos si han sufrido algún ataque, qué ha ocurrido, cuál es el motivo del susto. La calle, desierta. Sólo en el túnel, en la sombra, sigue tocando el músico de barbas. Gracias al cielo, el sosiego que da el txakoli evitó al músico y a la iglesia de San Salvador el descalabro del bombardeo preventivo.