No hace falta ser el Relator de la ONU contra la Tortura. Ni siquiera hay contar con los muy inferiores medios de Amnistía Internacional para llegar a la misma conclusión que extrajo el Relator durante su gira por España. Todos están de acuerdo en que en la España de hoy no se practica la tortura […]
No hace falta ser el Relator de la ONU contra la Tortura. Ni siquiera hay contar con los muy inferiores medios de Amnistía Internacional para llegar a la misma conclusión que extrajo el Relator durante su gira por España. Todos están de acuerdo en que en la España de hoy no se practica la tortura policial al viejo modo del franquismo -ni en cantidad ni en «calidad»-, pero que en cualquier caso el problema existe y es grave.
Lo peor es que ese baldón tiene una solución práctica que no es ni demasiado complicada ni demasiado cara. Pasaría por acabar con las leyes que permiten el aislamiento legal del detenido o detenida, porque los únicos interrogatorios con validez judicial fueran los recogidos en grabaciones de videocámara y por dotar a las furgonetas de traslado de sospechosos de pequeñas videograbadoras que registraran lo que sucede durante el tránsito.
La Consejería de Interior del Gobierno Vasco, encabezada hasta ahora por una persona a la que se le puede tildar de muchas cosas pero no de tonto, Javier Balza, aseguró hace tiempo que la Ertzaintza se avendría con gusto estas reglas, pero nunca ha encontrado el momento de ponerlo realmente en práctica. Fuera de Euskadi, ha habido aún menos experiencias.
Sin recurrir a Sherlock Holmes, es fácil deducir que cuesta más la instalación de un complejo sistema de vallas electrónicas y de vigilancia marítima para impedir la inmigración no regulada que instalar un sistema que haga inútil, a efectos legales, la tortura.
Lo que falta no es dinero, sino la voluntad de hacerlo.