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Fanáticos

Fuentes: Rebelión

La incapacidad para alcanzar acuerdos de gobierno se está volviendo el acicate moral perfecto para la defensa del orden establecido y su legión de fanáticos. Los guardianes del sistema parlamentario-constitucional no contemplan, en efecto, la posibilidad de ese vacío de la representación, de esta ridícula situación que se conoce como de «bloqueo institucional», y de […]

La incapacidad para alcanzar acuerdos de gobierno se está volviendo el acicate moral perfecto para la defensa del orden establecido y su legión de fanáticos. Los guardianes del sistema parlamentario-constitucional no contemplan, en efecto, la posibilidad de ese vacío de la representación, de esta ridícula situación que se conoce como de «bloqueo institucional», y de ahí su soberbio desprecio hacia toda potencial discrepancia, y de ahí también su apología a ultranza de una unanimidad forzada -y su obsesión demócrata. Algunos se han atrevido ya a reconocer en este estado de cosas «el fracaso de la política», cuando en realidad no se trata sino de su expresión más auténtica, aquella que descubre, como una verdad antes oculta y ahora revelada, su faceta más genuina y más íntima: la torpe farsa, la insidia, el despotismo ya sin escrúpulos ni ambages, de los responsables directos de la administración del Estado y de su régimen de opresión y privilegios.

La selección de nuestro léxico no es para menos. No hay mayor estímulo para la maquinaria informativa al servicio del capital que la llamada «presión internacional». Ahora bien, la distancia que separa esta «presión internacional» de la represión interna de la disidencia es, sobra decirlo, cada vez menor. Pues son mayoría quienes convendrán al momento, y casi sin pestañear al hacerlo, que la del sufragio universal es una máxima inviolable, un imperativo poco menos que sagrado. Su realización efectiva o su puesta en práctica, en cambio, encarna toda una amenaza para la seguridad y el bienestar social: es «demagogia directa». Y sobra decir también que no corren precisamente tiempos favorables para la reflexión y la autocrítica, no digamos ya para la discusión sobre principios políticos y morales, o para un análisis pormenorizado de la cuestión social. El calendario electoral continúa dictando sus órdenes, la inercia institucional sigue su absurdo curso, por lo que las peroratas de la partidocracia y la prensa dominantes en favor de una resolución inmediata de la problemática no pueden sino sonar ya a hueco, cuando no a horror vacui.

Armados de estos y otros artificios retóricos se presentan pues las figuras que anuncian ya a los cuatro vientos las proclamas del parlamentarismo más exacerbado y voluntarista. En resumidas cuentas, que hay que pactar porque sí, porque lo dicen el Señor Y y la Señora Z. Su racionalidad exige, de algún modo, poner punto final a ese juicio sumarísimo al que se ve abocada a cada rato la ciudadanía, tal y como el alumno ha de concluir su examen a la hora -y sin rechistar además. El pánico a la demora, la falsa urgencia, la expectación inducida ante una catástrofe más improbable que inminente, en el eón de la burguesía y su constelación de infortunios posibles, son síntomas inequívocos de que a alguien importante -o a algunos capos y caciques, mejor dicho- les molesta la incertidumbre de lo indecidible, de aquello que, por su propia naturaleza, no les ha sido dado resolver. Parecen haberse percatado de pronto de que, para la consagración de su propiedad privada, y por ende para el fortalecimiento de su imperio, los números, por fortuna, ya no dan.

Luego están aquellos que se hicieron llamar «comunistas» en la Plaza del Sol de Madrid allá por 2011, amantes de «lo común» que, sepultado ya el cadáver del 15M, no han hecho sino ensalzar la hazaña como si aquello hubiera sido la Comuna de París; los mismos que no titubean siquiera al afirmar que Marx era republicano (claro que sí, Fernández Liria, claro que sí) y/o socialdemócrata (Podemos). Aunque es probable que, para poder sostener tamaño disparate, hayan recurrido a Perry Anderson, quien a su vez recurrió a Gramsci, para incurrir en el error repetido ya hasta la náusea de que «la obra de Marx carece de una teoría del Estado» (Consideraciones sobre el marxismo occidental). Otros han entonado una cantinela semejante hasta hace bien poco, luciendo sus mejores galas bajo la bandera de los obreros y los pobres. Pero eso de que «algunos somos comunistas», sin embargo, no es sino un chiste a estas alturas. Su pasión por los asuntos del Estado, y su obediencia al principio soberano, ¿pretenden acaso insuflarnos ínfulas de paz, de libertad o de victoria?

En definitiva, que no nos dejemos abrumar por esta decrépita, senil democracia. Lo que nos inquieta es el fantasma del fascismo, presente, abominable, patente, en no pocos municipios de esta España a la que, a juicio de un filósofo comunista, «sólo un dios puede salvar». Un país donde aún se aúnan, con motivo de fiestas patronales y demás esperpentos, exaltaciones patrióticas de todo tipo con tétricas consignas eclesiásticas. La «Alcaldesa Perpetua», la «Reina de los Reyes» y la «Rosa Mística» no están, a decir verdad, tan lejos de «Cristo Rey» como sus piadosos servidores desearían -so pretexto del simbolismo y de la fe. Y cuando no se trata de lo clerical y lo civil en su tradicional correspondencia con la causa, se trata de una nueva, obscena identidad entre lo estético, lo anecdótico y lo político, una expropiación en toda regla del arsenal ideológico de un pueblo que, para desgracia nuestra, nos impide ver más allá del corto plazo, y que por añadidura condena al ostracismo toda tentativa, todo programa y toda voluntad de emancipación real. Vivero de fanatismo y de barbarie, la entera «nación» parece estar holgándose así en su recalcitrante orgullo, en su desmemoriada vanidad y en su miseria.

La divinidad que invoca el susodicho columnista, en cualquier caso, puede ser la del demonio o la de Dios. Demiurgo anónimo o ángel caído, ¿qué más dará? Lo cierto es que no va a ser un ser humano en abstracto, la sociedad civil o un «gobierno de transición» quien nos redima. Habremos de ser nosotros mismos. Si la única arma que posee ahora la población es su voto, pistola de fogueo que, por si fuera poco, corre el riesgo de sernos arrebatada, ¿dispararemos? Y en ese caso, ¿a quién? ¿A qué? O mejor aún: ¿a qué fin?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.