Porque uno también tiene derecho a sus propias fantasías, a esas deliciosas y necesarias ensoñaciones capaces de aliviarnos las jornadas más duras y que nos ayudan a sobreponernos a cualquier infame pesadilla, porque uno no puede renunciar a esas oníricas recreaciones que nos permiten disfrutar tantos imprescindibles desahogos, les confieso que llevo muchos años anhelando […]
Porque uno también tiene derecho a sus propias fantasías, a esas deliciosas y necesarias ensoñaciones capaces de aliviarnos las jornadas más duras y que nos ayudan a sobreponernos a cualquier infame pesadilla, porque uno no puede renunciar a esas oníricas recreaciones que nos permiten disfrutar tantos imprescindibles desahogos, les confieso que llevo muchos años anhelando transformarme en una gran y hedionda bacinilla, envidia de las demás congéneres y, a ser posible, bien surtida de comunes afanes en todos sus formatos.
Y que trasladada a la azotea del edificio más alto de la ciudad, pueda esa bacinilla perpetrar, con premeditación y alevosía, el feliz accidente de desplomarse en caída libre sobre la acera en el preciso momento en que pase caminando Mario Vargas Llosa, para así abrazarme a su persona con toda la desenfrenada pasión que siempre he sentido por él y devolverle en especie todas las náuseas pendientes.
Y que inmovilizado por el impacto y en medio de la acera, quede el detrítico emborronador español, bien remozado en aguas residuales, con la bacinilla por montera, goteando eternamente sus pestíferos contenidos.
Y así, viera pasar y detenerse sobre su infeliz memoria a todos los perros de la ciudad, levando ancas y prodigando más húmedos homenajes.
Y que el fecal agasajo congregara también a todas las palomas de la región, equivocándose encima del engendro, y que al jubiloso exabrupto se sumaran los gorriones, los gatos y las hormigas y que hasta los chivos también organizaran su escatológica fiesta sobre tanta ilustrada infamia.
Y que Pantaleón y las visitadoras y la tía Julia acudieran al festivo convite para depositar sobre el impresentable todas las adhesiones disponibles.
Y que cuando ya nadie dotado de intestino quedara en la ciudad sin haber rendido pleitesía al más canalla de todos los plumíferos y, finalmente, entre el unánime aplauso de los vecinos llegase ululando la Cruz Roja, la Cruz Verde, los bomberos, cuatro días más tarde, pudieran recoger los camilleros con amorosa delicadeza la heróica bacinilla poniéndola a buen recaudo, mientras el personal de limpieza, manguera en mano, disolvía la excrementosa realidad hasta hacerla desaparecer por alguna sufrida alcantarilla.