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Fatiga democrática

Fuentes: Rebelión

La expresión se debe a Van Reybrouck, que define así el tedio y la indiferencia que provoca la política entre capas cada vez más amplias de la población. En las últimas encuestas del CIS un 45,3% de los entrevistados sitúa a los partidos y sus líderes como uno de sus tres principales problemas de España, una proporción que nunca se había alcanzado en los sondeos, ni siquiera durante los peores momentos de la crisis. La expresión “todos los políticos son iguales” ya no se refiere solamente a la extendida sospecha acerca de su corrupción sino a su inoperancia y su incapacidad para afrontar los problemas reales de los ciudadanos. Algo parecido sucede en el resto de Europa, donde menos del 30% de sus habitantes confía en sus gobiernos. Y si bien esta falta de confianza no se traduce siempre en altos índices de abstención electoral, el acto del voto está motivado en muchos casos por una búsqueda del mal menor antes que por la adhesión al programa electoral del candidato elegido.

Como ha observado Antonio Elorza, resulta paradójico el crecimiento simultáneo de esta desafección cívica con la aparición de muchos brotes de “pasión política”. Una nueva especie de gobernantes está reemplazando el estilo funcionarial de la democracia correcta y aburrida por gobiernos gesticulantes y transgresores, que hacen gala de su desprecio por la “corrección política” y ponen en cuestión valores como el racismo, la xenofobia, la homofobia y el feminismo. Donald Trump representa el paradigma de políticos vociferantes que militan en una derecha que se sacude los límites de corrección que se había impuesto hace tiempo en la vida pública. Por supuesto que siempre han existido ciudadanos y políticos xenófobos, racistas y nacionalismos excluyentes, pero nunca como hasta ahora han adquirido carta de ciudadanía y han conseguido llegar a los parlamentos y en algunos casos a gobernar. En nuestra democrática Europa gobiernan ya en Hungría, Polonia, Austria, mientras en Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, Suecia y Dinamarca, por ejemplo, constituyen sectores en ascenso que condicionan la vida parlamentaria. En América, Bolsonaro ha llegado a superar al mismo Trump en zafiedad y demagogia. En España la extrema derecha, que había estado durante muchos años relativamente domesticada en el seno del Partido Popular, ha irrumpido con fuerza en el Parlamento. Y a estos fenómenos hay que sumar movimientos de agitación social difícilmente catalogables, como el de los chalecos amarillos de París, las manifestaciones en Chile y en Irak y el resurgir de nacionalismos que habían permanecido latentes durante muchos años, como el Brexit y el procés catalán.

¿Qué está pasando? Sería ingenuo atribuir estos hechos a meras coincidencias o a resultados de la crisis de 2008.  Lo que se está poniendo en cuestión es el resultado del encuentro entre dos lógicas contrapuestas: la lógica de la democracia y la del capitalismo financiero. La contraposición siempre existente entre ambas lógicas se radicaliza con el advenimiento de la última etapa financiera del capitalismo, coincidente con la globalización. Mientras en los tiempos del capitalismo industrial la intervención del poder político democrático en la vida económica, aunque condicionada, era todavía posible, con la llegada de la globalización las finanzas multiplican su poder gracias a un anonimato que las pone a salvo de cualquier intromisión política. Los paraísos fiscales (algunos de ellos en la misma Unión Europea) constituyen territorios sin ley y las transacciones financieras, con algunas excepciones, están exentas de las cargas que cualquier modesto consumidor debe pagar por la compra de una barra de pan.

Existe por lo tanto en la estructura política de las naciones una zona opaca a las decisiones democráticas, una zona decisiva que afecta a todos los ámbitos de la vida de la sociedad, como es la actividad económica. El mundo financiero, ya liberado de todo control político, tiene el poder suficiente para imponer sus normas y decisiones a los Estados, de tal modo que las competencias de los gobiernos en el terreno económico se ven muy reducidas y las diferencias ideológicas que se refieren a la economía entre gobiernos de distinto signo se desdibujan. Y ello lleva a esa percepción generalizada que se traduce en la opinión de que “todos los políticos son iguales”. En este contexto, no resulta extraño que muchos ciudadanos canalicen sus protestas por caminos distintos de la democracia clásica, una migración favorecida por la evidente mediocridad de la clase política.

Esta “fatiga democrática” deja así el espacio libre a demagogos de todo tipo. Presidentes vociferantes al estilo de Trump, Salvini o Bolsonaro ofrecen a sus votantes una alternativa diferente, alejada de las formalidades de la democracia clásica, que ha permitido a Orban declarar “el fin de la democracia liberal”. Y las “líneas rojas” que hasta ahora se respetaban relativamente en el lenguaje democrático (el racismo, la xenofobia, la homofobia, el machismo) van adquiriendo carta de ciudadanía y pueden defenderse públicamente sin pudor.

Estas nuevas demagogias son capaces de asumir la defensa de los principios fundamentales del capitalismo (la sacralidad de la propiedad privada, la competencia, la desigualdad, la concentración de capitales) sin necesidad de respetar los matices con los que la socialdemocracia trató de construir un capitalismo de rostro humano. Y esa falta de matices exalta una “pasión política” que abre la puerta a una nueva etapa del capitalismo, liberado en parte de las formalidades del control del electorado. La “nueva derecha” impone una lógica que recoge la esencia del sistema capitalista, liberándose de las condiciones que impone el ejercicio de la democracia.

Queda por saber si esta lógica va a seguir imponiéndose o deberá soportar su propia crisis, como ha sucedido tantas veces en el transcurso de la historia con sistemas que se creían inmodificables.