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Franz Kafka y las hojas de ruta del panóptico genocida de América

Fuentes: Rebelión

Traducido del portugués para Rebelión por Luis Carlos Muñoz Sarmiento


Uno de los aspectos más interesantes de la literatura del escritor checo Franz Kafka (1883-1924) está relacionado con su potencia para mostrar cómo las relaciones de poder se inscriben en todos los lugares, porque todo está absolutamente mezclado. Es así, por ejemplo, que en la novela El proceso (1925) el estudio del personaje Titorelli, pintor de jueces, es también su dormitorio, que es también un cubículo de un inmenso conventillo popular, que es a su vez el propio tribunal de justicia, donde K, el protagonista de la narrativa, es procesado sin haber hecho ningún mal.

A través de El proceso es posible argumentar que todo y cualquier poder es tanto más presente cuanto más omnipresente; tanto más potente cuanto más omnipotente y tanto más trascendente cuanto inmanente, cuanto más existe en uno cualquiera, de tal manera que su centro se confunde con su periferia, tal como ocurre en otra novela de Franz Kafka, El castillo (1926), cuya trama presenta un castillo de niebla en la cima de una montaña y una villa cuyos habitantes viven en función de su omnipresencia soberana, no obstante la imposibilidad de alcanzarlo, como si él existiese de tanto no existir: un espejismo que persigue a los aldeanos.

La fuerza imperial del castillo proviene de su distancia y por el efecto que esta causa en la villa, cuya vida real es secuestrada por los propios aldeanos, que actúan y viven bajo el yugo de una tiránica y tragicómica jerarquía supuestamente derivada de un castillo que al fin y al cabo no es más que un retrato en la pared, para recordar un verso de un poema de Drummond. Los miserables súbditos de la villa viven como si estuviesen condenados al infierno de existir dentro del tiempo histórico, pero sin poder modificarlo, como zombis, porque el castillo es el propio tiempo sin historia, un tiempo fuera del tiempo, dueño de todos los tiempos -tiempo muerto que mata el tiempo de los vivos.

América (1927), otra novela de Franz Kafka, puede ser leída como una narrativa en que el poder o los poderes, siempre en red, cansado de los aires fríos del castillo europeo y de la burocracia que se propaga en su vida diaria, se transfiere a los Estados Unidos, donde la cima de la montaña de El castillo, representando el campo, el soberano y el campesino; y la planicie urbana de El proceso, representando a la ciudad y sus múltiples instituciones, son sustituidos por un mundo de poderes en que la dicotomía campo versus ciudad pierde el sentido porque todo se vuelve campo y ciudad; todo, en fin, se vuelve un inmenso parque de diversiones, de tal manera que lo alto es lo bajo y lo bajo es lo alto, el soberano es el súbdito y el súbdito es el soberano.

El escritor Oswald de Andrade (1890-1954) en su Manifiesto Antropofágico (1928), de alguna forma intuyó ese fenómeno de América como parque de diversiones, en el cual a cierta altura dice: «…guión, guión, guión, el cine americano [por gringo: Nota del Trad.] explicará». Con los Estados Unidos al comando del mundo todo se volvió guion, guion, guion, como efecto de parque de diversiones, como Walt Disney, teatro de marionetas de súbditos que son soberanos y de soberanos que son súbditos, en un contexto en el que la bruma amenazadora del castillo europeo, no dejando de existir, fue transferida a los servicios secretos, de policías secretas, de administración secreta, de secretos poderes financieros, comerciales, militares de América.

Para la actual América, el guion de nuestra circunstancia histórica es El castillo como el panóptico estelar y El proceso como el panóptico molecular. El primer panóptico, el estelar, produce sus guiones indefinidos a partir del uso de tecnologías, vía satélite, que nos capturan por todos lados, tal como en El castillo de Franz Kafka, con la diferencia de que la niebla que toma toda la villa, envenenando a los aldeanos, ahora viene del cosmos y toma todo el planeta, de modo que la tierra toda hoy es una aldea: la aldea global, vista y re-vista de todos los lados, como vemos una bola en las manos.

El segundo panóptico, a su vez, el molecular, se constituye como un proceso sin fin que, de la gente para la gente, en la inmanencia de la vida, hace convergir todas las tecnologías de comunicación, en un contexto en el que somos transformados en usuarios convertidos de secretos guiones de América, y a través del cual todo se vuelve in y out; todo es feed y es back, bajo el control meticuloso y genocida de América, en la decadente civilización burguesa, ese catillo de arena en la cumbre del precipicio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.