Tendremos que esperar bastantes años para que una alianza amplia de izquierdas sea posible: lo que hay ahora es tierra quemada.
Después de la debacle de las izquierdas más-allá-del-PSOE en las pasadas elecciones, suena de nuevo una vieja cantinela: la del frente popular, la unidad frente al fascismo, juntos somos más… Pero, ¿sería posible algo así en España? ¿Y qué se gana y qué pierde con esta estrategia?
Hoy se suceden los discursos que ponen de ejemplo la coalición electoral recién formada en Francia –llamada Frente Popular– ante la convocatoria de las elecciones legislativas en las que podría ganar Marine Le Pen. Esta alianza es amplia, incluye al Partido Socialista, al Partido Comunista, La Francia Insumisa, los ecologistas y a otras agrupaciones de extrema izquierda. Sin embargo, a los pocos días de su anuncio, cinco diputados han denunciado que no se les ha incluido en las listas por llevarle la contraria a Jean-Luc Mélenchon, que parece estar utilizando “la unidad” para ajustar cuentas internas en su partido, La Francia Insumisa.
Un partido siempre será un partido, conformado por sus disputas internas, jugarretas, luchas por el poder y, a veces, renuncias contra sus propios principios más esenciales en pro de gobernar o del intercambio parlamentario de turno. La lógica es la de la reproducción de su estructura y la de la conservación del poder (si es que se tiene); y esto suele estar por encima de la lucha política por un ideario. Digamos que si las luchas internas se visten de disputas ideológicas o estratégicas –y a veces las hay–, el latido que las impulsa es más bien la pelea entre facciones internas. No hay poder sin peleas por él. La cuestión es en qué medida estas formaciones consiguen preservar la suficiente democracia y pluralidad para intentar representar a diferentes sectores sociales o sentires algo más amplios que los de su núcleo dirigente. En ello se juegan su capacidad de penetración social. Si no, el riesgo es el de acabar como Podemos: un impulso centrípeto que expulsa a militantes, cuadros y, a veces, a sus propios votantes hasta diluirse en la nada.
Por eso, en España la posibilidad de una unidad progresista está bastante lejana, y como hemos visto en las últimas elecciones europeas, apenas queda nada consistente más allá del PSOE. Si llegara a producirse alguna situación que legitimase esta alianza de los socialistas con su izquierda, esta acabaría probablemente con la integración de lo que quede del espacio de Sumar en las filas socialistas –¿pasará igualmente si no se consigue recomponer el espacio de Sumar?– y quizás un espacio residual que trate de recoger el voto más radical –¿IU, lo que quede de Podemos, algo nuevo?–.
Por más llamados que hagamos a la unidad o recomposición de Sumar y Podemos, haría falta una fuerza sobrenatural para resucitar esos espacios, y también un milagro para que los cuadros que los componen se pongan de acuerdo en algo que no sea en el nivel de sus odios recíprocos. Existió la oportunidad, el momento, la energía política para crear esa nueva izquierda después del momento destituyente del 15M, pero no lo hicimos bien, no conseguimos ni generar organización en el territorio, ni asentar nuevos partidos con democracia interna y apertura. La forma-partido contra la que nos rebelamos acabó también fagocitándonos.
La posibilidad que surgió de ese momento, esa que partía de representar políticamente el malestar de la crisis del 2008, se institucionalizó y perdió credibilidad –te vuelves un político más aunque vengas a criticar a “la casta”– y se quebró en mil trapicherías –sí, los ataques de la derecha ayudaron pero nos hundimos solos en disputas internas, personalismos y una concepción de la política como comunicación y no como construcción de realidad social o conexión con ella–. Cuando esas lógicas devoraron el nuevo espacio, acabó por surgir la ultraderecha, esa que hoy justifica la necesidad de un frente popular, para unir ¿qué? Tendremos que esperar quizás bastantes años para que una alianza potente de izquierdas sea posible: lo que hay hoy es tierra quemada.
¿De dónde salen los 800.000 mil votos a Alvise, nos preguntamos? A las extremas derechas les vota una parte de la sociedad derechizada, pero también representan la desafección, la antipolítica, esa que rechaza todo en lo que nos hemos convertido.
¿Y qué pasa con los movimientos?
Estas llamadas a la unidad frente a los monstruos que asoman también invitan a que se sumen los movimientos. Es probable que dentro de poco surjan voces pidiendo que se incorporen “ciudadanos” porque “esto no va de partidos ni de siglas…”. Desde luego suena a retórica gastada. Aunque el marco de frenar a la ultraderecha es poderoso, un imprescindible aprendizaje de este pasado ciclo de “asalto institucional” es el de la necesidad de preservar la autonomía de la sociedad organizada y sus luchas en relación a lo institucional. En ese sentido, quizás en este momento estemos peor que antes del 15M, ya que una parte del sentido común movimentista se ha gestado estos años bajo el ala del gobierno progresista: pensamos en la política exclusivamente como propuestas de ley; si crece el odio, pedimos que se convierta en delito; ante cualquier cosa que nos moleste, creemos que el código penal es la solución. Estamos perdiendo la capacidad de hacer cosas por nosotros mismos, de crear nuestro propio poder.
Y cuando esas leyes son imprescindibles, más que imponer nuestras demandas con ese poder que hemos acumulado, creemos que se aprobarán mágicamente por la “voluntad” del político afín de turno. Si es una propuesta que reduce el poder del capital, ¿será una graciosa concesión de la patronal o del capitalismo financiero? Así, nos hacemos fotos con ministras e incluso nos sentimos interpeladas a dejar las críticas de lado o suavizarlas por “no dar armas a la derecha” o a cerrar filas con lo que hay porque lo que viene “puede ser peor”.
Nada de eso ayudará a frenar el ascenso de la extrema derecha. Una tarea pendiente de los movimientos en este ciclo tiene que ser la capacidad de canalizar esa desafección política existente hacia las luchas, hacia la creación de un común que, efectivamente, frene la penetración del universo postfascista en lo social: no son los migrantes sino la falta de vivienda y el desigual reparto de la riqueza; no son las feministas, sino la falta de derechos laborales y de fuerza sindical la que me quita poder de determinar mi vida… ¿Cómo se canaliza la rabia y los miedos existentes desde un sentido común de izquierdas? Esto no se puede hacer desde los partidos o el gobierno, donde los mensajes ultracodificados por el filtro de lo institucional cada vez tienen menos credibilidad –a las encuestas me remito–. Esto solo se puede hacer desde las organizaciones sociales, construyendo lazo social y política cara a cara donde se pueda y convirtiendo eso en un poder capaz de generar los conflictos necesarios para avanzar.
El cerco de “lo posible” respecto a la ampliación de los derechos sociales, o la desmercantilización de la vida ha sido implacable durante estos años de gobierno progresista. Si algunas cosas han mejorado, muchas personas ven su cotidianidad asaltada por problemas acuciantes: el precio de los alimentos, de la vivienda y los servicios, los trabajos precarios de horarios imposibles, la vida en la cuerda floja… Mientras, el discurso del Gobierno –y de las distintas izquierdas que lo han compuesto o lo componen– es el de que “hemos acabado con la precariedad”, o “la economía va excelente, no hay paro”, “la ley de vivienda es un paso inaudito en democracia”, “ya no hay desahucios”.
Esta distancia entre los discursos triunfalistas y la realidad puede generar un salto hacia la antipolítica o, al menos, hacia la abstención. Y lo que tenemos que hacer es recomponer una sociedad que se sienta reconocida en un espacio común, que haga parte de un nosotros. Para hacer eso, esté quien esté en el gobierno, tiene que existir una sociedad organizada que pueda hacer una crítica elaborada a esos discursos y dirigir ese malestar social hacia otro lugar –la acción o las luchas–, para frenar la derechización social. Desde luego, nunca lo hará un cierre con lo existente que es, en primer lugar, contra lo que se rebela la antipolítica. Porque lo existente, haya o no gobierno progresista, es que estamos perdiendo derechos y capacidad de luchar a pasos agigantados.
Por otra parte, el cerco de “lo posible” se reduce aún más si atendemos a la principal cuestión del discurso ultra: las migraciones. Vemos interpelaciones cada vez más directas a los partidos de izquierdas a “tomarse en serio” el tema, es decir, a asumir las posiciones ultras. El ejemplo que todos tienen en mente es el de la alemana Sahra Wagenknecht y su escisión de Die Linke, que hace un discurso duro contra los inmigrantes y el “wokismo”. Un sentido común promigraciones, proderechos de los migrantes tiene que construirse desde todos los frentes disponibles porque es la batalla fundamental en Europa hoy, la que nos define y nos definirá. Solo unos contrapesos sociales fuertes serán capaces de contrarrestar estos llamados al “realismo” de las izquierdas siempre temerosas de la pérdida de votos –y la derechización social que estamos presenciando no augura nada nuevo a este respecto–. Las movilizaciones de calle y las organizaciones sociales pueden hacer en cambio un discurso más directo y de avanzada contra las fronteras o para que los migrantes dejen de ser ciudadanos de segunda, pueden tratar de generar un sentido común distinto siempre que asuman que esta es una cuestión fundamental que atraviesa todos nuestros otros problemas comunes.
Por tanto, no hay atajos para las izquierdas si el objetivo es frenar a la extrema derecha, y no podemos solo reaccionar, hay que avanzar. Sin organización no hay posibilidades para ello –y esto vale para los partidos y para los movimientos–. Los tiempos serán largos. En este tiempo habrá que recomponer fuerzas en la base, redoblar nuestros esfuerzos por entender lo que sucede en un mundo cada vez más complejo y estar preparados para lo que vendrá. Existen brotes que apuntan a conflictos sociales que se están gestando ya: nuevas luchas por la vivienda, contra la turistificación, en defensa del territorio con su declinación ecosocial. Mientras, muchos votarán lo que haya como mal menor, pero sin chantajes. Exigir a los votantes que cierren filas o que apoyen ciegamente es solo otro empujón más hacia el abismo de la antipolítica. Y quizás surja algo nuevo, nuevas luchas o nuevos partidos, y esperemos que la generación 15M que entró en política institucional en este ciclo no se convierta en un tapón para las que vengan detrás.