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Frente único y hegemonía

Fuentes: Rebelión

Se publica a continuación el resumen de una contribución presentada por Daniel Bensaïd, en el marco del «ciclo estrategia», de la Universidad de verano de la LCR que se desarrolló en Port Leucate del 24 al 29 de agosto de 2007.

Durante los años setenta, la noción de hegemonía sirvió de pretexto teórico para el abandono sin un debate serio de la dictadura del proletariado por la mayoría de los partidos «eurocomunistas». Como lo recordaba entonces Perry Anderson, ella no eliminaba sin embargo, en Gramsci, la necesaria ruptura revolucionaria y la transformación de la defensiva estratégica (o guerra de desgaste) en ofensiva estratégica (o guerra de movimiento) [1].

Los orígenes de la cuestión

La noción de hegemonía aparece en las reflexiones de Marx sobre las revoluciones de 1848. Ledru-Rollin y Raspail son para él «los nombres propios, aquél de la pequeña-burguesía democrática, éste del proletariado revolucionario». Frente a la coalición de la burguesía, los partidos revolucionarios de la pequeña-burguesía y del campesinado deben «aliarse al proletariado revolucionario» para formar un bloque hegemónico: «Al desesperarse de la restauración napoleónica, el campesino francés abandonará la fe en su parcela y todo el edificio del Estado levantado sobre esta parcela se derrumbará y la revolución proletaria obtendrá el coro sin el cual su solo deviene en un canto fúnebre en todas las naciones campesinas.» [2] Esta oposición entre el «coro» victorioso y el «solo» fúnebre vuelve de nuevo en 1871. La Comuna es entonces definida como «la representación verdadera de todos los elementos sanos de la sociedad francesa» y «la revolución comunal» representa a «todas las clases de la sociedad que no viven del trabajo de otros».

A partir del final del siglo XIX, los revolucionarios rusos utilizan el término de hegemonía para caracterizar el papel dirigente del proletariado en una alianza obrera y campesina contra la autocracia y en la conducción de la revolución democrática burguesa. A partir de 1898, Parvus prevé así la necesidad, para el proletariado, «de establecer su hegemonía moral», y no solamente un poder mayoritario sobre poblaciones urbanas heterogéneas. Esta es la razón por la que, según Lenin, los socialdemócratas «deben estar en todas las clases de la población», ya que la conciencia de la clase obrera no podría ser verdaderamente política «si no se acostumbra a los obreros a reaccionar contra todo abuso, toda forma de arbitrariedad, de opresión y violencia, cualesquiera que sean las clases que sean las víctimas»: «A cualquiera que no atrae la atención, el espíritu de observación y la conciencia de la clase obrera sobre sí misma y la sociedad no es un socialdemócrata, ya que, para conocerse bien ella misma, la clase obrera debe tener un conocimiento preciso de las relaciones recíprocas de todas las clases de la sociedad contemporánea.» Este Lenin está más próximo a la actitud de Jaurès ante el asunto Dreyfus, que de las de un Guesde, abogado de un «socialismo puro».

Si el término de hegemonía no aparece en la controversia entre Jaurès y Guesde sobre las implicaciones del Asunto Dreyfus, su lógica no está menos presente [3]: «Hace horas, afirma Jaurès, es del interés del proletariado el impedir una fuerte degradación intelectual y moral de la propia burguesía […] Y esto porque, en esta batalla, el proletariado tiene que volver su deber hacia sí mismo, hacia la civilización y la humanidad, pues se convirtió en el tutor de las libertades burguesas que la burguesía es incapaz de defender. » Tiene razón, pero Guesde no tiene totalmente culpa en su advertencia contra las derivas y las consecuencias posibles de la participación en un Gobierno dominado por la burguesía. Para Jaurès, en la medida en que crezca la fuerza del partido, crece también su responsabilidad. La hora vendrá entonces «de ir a sentarse en los Gobiernos de la burguesía para controlar el mecanismo de la sociedad burguesa y para colaborar lo más posible en las obras de reforma» que son «obras que comienzan la revolución». Para Guesde, al contrario, un socialista en un Gobierno burgués no es nunca más que un rehén. La ironía de la historia quiso que Guesde, el intransigente, terminara su carrera como Ministro de Gobierno de Unión nacional y patriótica, y que Jaurès fuera abatido como posible obstáculo a esta Unión.

Es Gramsci quien amplía la cuestión del frente único fijándole por objetivo la conquista de la hegemonía política y cultural en el proceso de construcción de una nación moderna: «El Príncipe moderno debe, y no puede no ser el campeón y el organizador de una reforma intelectual y moral; lo que significa crear el terreno para un desarrollo superior de la voluntad colectiva nacional popular, hacia la realización de una forma superior y total de civilización.» [4] Este planteamiento se inscribe en una perspectiva donde se trata de pasar de la guerra de movimiento característica de la lucha revolucionaria en el «Este», a una guerra de desgaste (o de posición), «sola posible» en Occidente: «Tal me parece ser el significado de la fórmula del frente único, pero Illitch [Lenin] no tuvo tiempo de profundizar en su fórmula» [5]. Esta comprensión ampliada del concepto de hegemonía permite precisar la idea según la cual una situación revolucionaria es irreducible a la confrontación corporativa entre dos clases antagónicas. Ella pone en juego la resolución de una crisis generalizada de las relaciones recíprocas entre todos los componentes de la sociedad en una perspectiva que se refiere al futuro de la nación en su conjunto. Al batirse para hacer a Iskra «un periódico para Rusia en su totalidad», Lenin ya no abogaba solamente en favor del instrumento «organizador colectivo adecuado», oponía también al localismo corporativo de los comités un proyecto revolucionario a escala de todo del país.

Después del fracaso de la revolución alemana de 1923 y con el reflujo de la ola revolucionaria de posguerra, no se trataba sin embargo de declarar la situación constantemente revolucionaria y de predicar la ofensiva permanentemente, sino de emprender una lucha prolongada por la hegemonía para la conquista de la mayoría de las clases explotadas y oprimidas en un movimiento obrero europeo profunda y duraderamente dividido, política y sindicalmente. La táctica del «frente único obrero», destinada a movilizarlo en la unidad respondía a este objetivo. El debate programático sobre un cuerpo de «demandas transitorias», a partir de las preocupaciones diarias para plantear la cuestión del poder político, era el corolario. Este debate, que fue objeto de una confrontación polémica entre Thalheimer y Boukharine en el V congreso de las IC, fue relegado al segundo plan y después desapareció de la orden del día, al compás de las purgas sucesivas en la Unión Soviética y en la Internacional comunista.

Al oponerse a la dictadura del proletariado un concepto de «hegemonía» reducido a una simple extensión de la democracia parlamentaria o a una larga marcha en las instituciones, los eurcomunistas endulzaban el alcance de los Cuadernos de Prisión. Ampliando el campo del pensamiento estratégico, hacia atrás y más abajo de la prueba de fuerza revolucionaria, Gramsci articula la dictadura del proletariado a la problemática de la hegemonía. En las sociedades «occidentales», la toma del poder es inconcebible sin una conquista previa de la hegemonía, es decir, sin la afirmación de un papel dominante/dirigente en un nuevo bloque histórico capaz de defender, no solamente los intereses corporativos de una clase particular, sino de establecer una respuesta totalizadora a una crisis global de las relaciones sociales. La revolución no es ya solamente una revolución social, sino también e indisociablemente «una reforma intelectual y moral», destinada a forjar una voluntad colectiva a la vez nacional y popular [6]. Esta perspectiva exige que sea examinada nuevamente el concepto de «desaparición del Estado», en cuanto el momento revolucionario no desembocaba en su rápida extinción, sino en la constitución de un nuevo Estado político y ético, opuesto en el Estado corporativo antiguo.

El concepto de hegemonía implica entonces en Gramsci la articulación de un bloque histórico en torno a una clase dirigente, y no la simple adición no diferenciada de la categoría de descontentos, la formulación de un proyecto político capaz de solucionar una crisis histórica de la nación y del conjunto de las relaciones sociales.

Son estas dos ideas que tienden a desaparecer hoy de algunos usos poco rigurosos del concepto de hegemonía.

 

 

¿La hegemonía es soluble en el revoltijo posmoderno ?

Al final de los años setenta, el recurso confuso a la noción de hegemonía pretendía no sólo responder a las condiciones contemporáneas del cambio revolucionario, sino también a colmar el vacío abierto dejado por la liquidación sin examen de la dictadura del proletariado [7]. El marxismo ortodoxo, de Estado o Partido, parecía entonces a punto de expirar. La cuestión rebota en los años noventa en un contexto diferente. Para abrir una brecha en el horizonte gris del liberalismo triunfante, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe hacen su interpretación de la hegemonía, concibiéndola como una cadena de protagonistas sin un fuerte eslabón, o como una coalición de sujetos sociales que se niegan a supeditarse a una contradicción conocida como la principal.

La hegemonía exclusiva de una clase en una composición de alianzas más o menos tácticas y variables sería sustituida por «cadenas de equivalencias»: «Mantenemos que las luchas contra el sexismo, el racismo, las discriminaciones, los daños ecológicos deben articularse a las de los trabajadores para fundar un nuevo proyecto hegemónico a la izquierda».

La dificultad reside en las modalidades de esta articulación. Para Boudieu habría una «homología» postulada entre distintos campos sociales. Pero si se renuncia a toda estructuración del conjunto de los campos por una lógica impersonal – la del capital en este caso -, la articulación o la homología ya no está incluida más que en el decreto de una vanguardia o de un voluntarismo ético. Este es el corazón de la controversia entre Zizek y Laclau. Este último prevé una primera estrategia que conservaría la categoría de clase, esforzándose en reconciliarlo con la multiplicación de las identidades representadas por los nuevos movimientos sociales, e inscribiéndolo en una cadena enumerativa (movimientos de raza, clase, etnia, etc.,… ¡»sin olvidar en este orden al viejo movimiento obrero»!). El concepto marxista de clase se integra, no obstante, difícilmente a esta cadena enumerativa, en la medida en que, al resignarse a convertirse en un simple eslabón más de una cadena, el proletariado perdería su papel privilegiado. Una estrategia alternativa pretendería dilatar el concepto de clase obrera a riesgo de disolverlo en el magma de un asalariado sin orillas o de todo del pueblo, haciéndole perder así de otra manera su función estratégica.

Los «nuevos movimientos sociales» pondrían, entonces, a dura prueba una definición del socialismo basada en el carácter central de la clase obrera y la Revolución con mayúscula. Slavoj Zizek responde que la proliferación de las subjetividades políticas, que parece relegar la lucha de clases a un papel de segundo plano, no es más que el resultado de la lucha de las clases en el contexto concreto del capitalismo globalizado: «No acepto que los distintos elementos que se producen en la lucha por la hegemonía sean en principio equivalentes. Siempre habrá uno que, aunque parte involucrada de la cadena, la sobredetermina. Esta contaminación del universal por el particular es más fuerte que la lucha por la hegemonía: ella estructura por adelantado el terreno mismo sobre el cual una multitud de contenido particular luchan por la hegemonía. » [8]

Es decir, la lucha de clases no es soluble en el caleidoscopio de las pertenencias identitarias o comunitarias, y la hegemonía no es soluble en un inventario de las equivalencias a la Prévert.

Metamorfosis políticas de los protagonistas sociales

Cuestionando una entrevista en la que Stalin justificaba frente a un periodista americano el partido único para una sociedad donde los límites entre las clases se supone que están en curso de borrarse, Trotski exclamaba, en la Revolución traicionada: «¡Como si las clases fueran homogéneas. Como si sus fronteras estuvieran netamente determinadas de una vez por todas. Como si la conciencia de una clase correspondiera exactamente a su lugar en la sociedad! El análisis marxista de la naturaleza de clase del partido se convierte así en una caricatura. El dinamismo de la conciencia social está excluido de la historia, en interés del orden administrativo. En realidad, las clases son heterogéneas, desgarradas por antagonismos interiores, y sólo llegan a sus fines comunes por la lucha de las tendencias, de los grupos y de los partidos. Se puede conceder con algunas reservas que un ‘partido es parte de una clase’. Pero como una clase está compuesta de numerosas capas -unas miran hacia adelante y otras hacia atrás-, una misma clase puede formar varios partidos. Por la misma razón, un partido puede apoyarse sobre capas de diversas clases. No se encontrará en toda la historia política un solo partido representante de una clase única, a menos que se consienta en tomar por realidad una ficción policíaca.» [9] De esa manera, se comprometía en una nueva vía. Si la clase es susceptible de una pluralidad de representaciones políticas, es que hay un margen de juego entre la política y el social.

Los teóricos de la II Internacional habían constatado que «la fragmentación económica impedía realizar la unidad de clase y hacía necesario su recomposición política», pero lamentaban que esta recomposición fuera «incapaz de establecer el carácter de clase de los protagonistas sociales». El concepto de hegemonía se introduce para conjurar este vacío. En ruptura con las ilusiones de un progreso mecánico y de una temporalidad histórica de dirección única, exige la consideración de la incertidumbre histórica. No se puede, dice Gramsci, prever sino la lucha pero no sus resultados. [10]

La divergencia sostenida entre lo social y la política permite pensar su articulación como una posibilidad determinada. Trotski reprocha así a sus contradictores de quedar presos de «categorías sociales rígidas, en vez de concebir fuerzas históricas vivas». Él experimentaba el aplanamiento de la política sobre las categorías formales de la sociología como un yugo teórico. A falta de llegar a concebir a la política según sus categorías propias (a pesar de fuertes intuiciones sobre el bonapartismo o el totalitarismo), se limitó, sin embargo, a invocar a estas enigmáticas «fuerzas históricas vivas», y apelar a la creatividad de lo vivo. Para él, como para Lenin, sólo quedaba considerar a la revolución rusa como una anomalía, una revolución a contratiempo, condenada a sostenerse cueste lo que cueste, a la espera de una revolución alemana y europea, que no venía.

En el discurso leninista, la hegemonía designaba un liderazgo político en una alianza de clases. Pero el campo político permanecía concebido como una representación o un reflejo directo y unívoco de intereses sociales presupuestos. Lenin fue, con todo, un virtuoso de la coyuntura, del momento propicio, de la política practicada como un juego estratégico de desplazamientos y condensaciones, como las contradicciones del sistema que puedan hacer irrupción bajo formas imprevisibles (por ejemplo una lucha estudiantil o una protesta democrática), allí donde no se les espera. A diferencia de los socialistas ortodoxos que veían en la Guerra Mundial un simple rodeo, un deplorable paréntesis en la marcha al socialismo sobre los caminos balizados del poder, él fue capaz de pensar la guerra como una crisis paroxística que requería una intervención específica. Esta es la razón por la que, al revés de una ortodoxia que postulaba la adecuación natural entre base social y dirección política, la hegemonía leninista supone una concepción de la política «potencialmente más democrática que todo lo que se encuentra en la tradición de la II Internacional». [11

La distinción fundadora entre el partido y la clase abría, en efecto, la perspectiva de una autonomía relativa y de una pluralidad de la política: si el partido no se confunde ya con la clase, esta última puede dar lugar a una pluralidad de representaciones. En el debate de 1921 sobre los sindicatos, Lenin fue lógicamente de los que experimentaron la necesidad de sostener una independencia de los sindicatos hacia los aparatos del Estado. Incluso si no sacara todas las consecuencias, su problemática implicaba el reconocimiento de una «pluralidad de antagonismos y puntos de rupturas». La cuestión de la hegemonía, prácticamente presente pero dejada en barbecho, podía así desembocar en un «cambio de dirección autoritario», y en la sustitución de la clase por el partido. La ambigüedad del concepto de hegemonía debe ser despejada, ya sea en el sentido de una radicalización democrática o en el de una práctica autoritaria.

En su acepción democrática, permite vincular una multiplicidad de antagonismos. Es necesario entonces admitir que las tareas democráticas no se reservan únicamente para la etapa burguesa del proceso revolucionario. En su acepción autoritaria, la naturaleza de clase de cada reivindicación es fijada a priori (como burguesa, pequeño-burguesa o proletaria) por la infraestructura económica. La función de la hegemonía se reduce, entonces, a una táctica «oportunista» de alianzas que fluctúan y varían de acuerdo a las circunstancias. La teoría del desarrollo desigual y combinado obligaría, en cambio, «a una extensión incesante de las tareas hegemónicas» en detrimento de un «socialismo puro».

Hegemonía y movimientos sociales

La concepción gramsciana de la hegemonía sienta las bases de una práctica política democrática «compatible con una pluralidad de temas históricos». Es también lo que implica la formula de Walter Benjamin según la cual no se trata ya, en adelante, de estudiar el pasado «como antes, de manera histórica, sino de manera política, con categorías políticas» [12]. La política no es ya no es una simple actualización de leyes históricas o determinaciones sociales, sino un campo específico de fuerzas recíprocamente determinadas. La hegemonía gramsciana asume plenamente esta pluralidad política. Es cada vez más difícil hoy presuponer una homogeneidad de la clase obrera. Kautsky y Lenin ya habían comprendido que la clase no tiene la conciencia inmediata de sí mismo, que su formación pasa por experiencias y mediaciones constitutivas. Para Kautsky, la intervención decisiva de los intelectuales aportando «del exterior» la ciencia a los proletarios, representaba la mediación principal. Para Lukacs, residía en el partido, personificando la clase en sí ante la clase para sí.

La introducción del concepto de hegemonía modifica la visión de la relación entre el proyecto socialista y las fuerzas sociales susceptibles de realizarlo. Impone renunciar al mito de un gran Sujeto de la emancipación. Modifica también la concepción de los movimientos sociales, que no son más movimientos «periféricos» subordinados a la «centralidad obrera», sino protagonistas de pleno derecho, cuyo papel específico depende estrictamente de su lugar en una combinatoria (o articulación hegemónica) de fuerzas. La hegemonía evita ceder a la simple fragmentación incoherente de lo social o a conjurarla por un golpe de fuerza teórico, incitando a pensar el Capital como sistema y estructura, cuyo conjunto condiciona las partes.

Ciertamente, las clases son lo que los sociólogos llaman «constructos», o también, según Bourdieu, las «clases probables». ¿Pero en qué descansa la validez de su ¿»construcción»? ¿Por qué «probables», más bien que improbables? ¿De dónde viene esta probabilidad si no es de una cierta obstinación de lo real por invitarse en el discurso? Hacer hincapié en la construcción de las categorías por el lenguaje ayuda a resistir a las representaciones esencialistas, en términos de raza o etnia. Falta aún cierta construcción de un material conveniente, sin el cual se tendrían dificultades para comprender cómo la lucha real y sangrante de las clases ha podido atormentar a la política desde hace más de dos siglos.

Laclau y Mouffe admiten tomar sus distancias hacia Gramsci, para que «los sujetos hegemónicos se constituyen necesariamente a partir de las clases fundamentales, lo que supone que toda formación social es estructurada alrededor de un solo centro hegemónico.» ¿Pluralidad de actores, pluralidad de hegemonías? Esta hegemonía en migas es contradictoria con el sentido estratégico original del concepto, como unidad de soberanía y legitimidad, o «capacidad dirigente». En una formación social dada existirían, según ellos, varios «nudos de hegemonía». Por inversión pura y simple de la relación entre unidad y pluralidad, singularidad y universalidad, la pluralidad no es ya entonces lo que es necesario explicar, sino el inicio de toda explicación.

Pluralidad de lo social o sociedad en migas

Después de la era de las oposiciones simples (Pueblo/Antiguo Régimen, Burgués/Proletario, amigo/enemigo), las líneas de frente de los antagonismo político se vuelven más inestables en sociedades cada vez más complejas. Así pues, la oposición de clase no permitiría más dividir la totalidad del cuerpo social en dos campos claramente delimitados. A diferencia de los «antiguos», los «nuevos movimientos sociales» tendrían así en común la preocupación de distinguirse de la clase obrera y de impugnar las nuevas formas de subordinación y mercantilización de la vida social. Resultaría una multiplicidad de exigencias autónomas y la creación de nuevas identidades con un fuerte contenido cultural, de modo que la reivindicación de la autonomía se identificaría entonces con la libertad. Este nuevo «imaginario democrático» sería portador de un nuevo igualitarismo, preocupante a los ojos de los neoconservadores. Para Laclau y Mouffe, renunciar al mito del sujeto unitario hace posible el reconocimiento de antagonismos específicos.

Esta renuncia admite concebir un pluralismo radical que permite poner al día los nuevos antagonismos, los nuevos derechos, así como una pluralidad de resistencias: «El feminismo o la ecología, por ejemplo, existen bajo múltiples formas, que dependen de la manera en que se construye discursivamente el antagonismo. Tendríamos así un feminismo que se toma a los hombres como tales; un feminismo de la diferencia que pretende revalorizar la feminidad; y un feminismo marxista para el cual el capitalismo sigue siendo el enemigo principal, indisolublemente vinculado al patriarcalismo. Habría por lo tanto una pluralidad de formulación de los antagonismos basados sobre los distintos aspectos de la dominación de las mujeres. Del mismo modo, la ecología puede ser anticapitalista, antiproductivista, autoritaria o libertaria, socialista o reaccionaria, y así sucesivamente. Por lo tanto, los métodos de articulación de antagonismo, lejos de ser predeterminados, resultan de una lucha por la hegemonía.» [13]

Detrás de este pluralismo tolerante se perfila el espectro de un politeísmo de valores subrogado a toda prueba de universalidad. La guerra de los dioses no está ya muy lejos.

En vez de combinar los antagonismos en marcha en el campo de las relaciones sociales, Laclau y Mouffe apuestan por una simple «extensión democrática», donde las relaciones de propiedad y explotación no serían más que una imagen entre otras del gran caleidoscopio social. La «tarea de la izquierda» no sería ya entonces combatir la ideología liberal-democrática, sino apoderarse de ella «para profundizarla y ampliarla en dirección de una democracia pluralista radical.»

Los distintos antagonismos exacerbados por la crisis social y moral excusan entonces los desperfectos del mundo, los desórdenes de la mercantilización generalizada, los desajustes de la ley del valor, que, bajo pretexto de racionalizaciones parciales, generan una irracionalidad creciente. ¿Y cuál es el gran factor de convergencia de los movimientos reunidos en los Foros sociales o los movimientos antiguerra si no el propio capital?Laclau y Mouffe terminan, lógicamente, por criticar incluso el concepto de revolución, que implicaría necesariamente, a sus ojos, la concentración del poder en la perspectiva de una reorganización racional de la sociedad. El concepto de revolución sería por naturaleza, incompatible con la pluralidad.

¡Welcome la pluralidad! ¡Adiós a la revolución!

¿Y qué es lo que permitiría, entonces, elegir entre los distintos discursos feministas, o entre los múltiples discursos ecologistas? ¿Cómo desempatarlos para volverlos «articulables»? ¿Y «articulables» a que? ¿Cómo evitar que la pluralidad se hunda sobre sí mismo en un magma informe? El proyecto de democracia radical se limita en definitiva, para Laclau y Mouffe, a celebrar la pluralidad de lo social. Deben renunciar para ello a un espacio único de la política en favor de una multiplicidad de espacios y sujetos. ¿Cómo evitar entonces que estos espacios coexistan sin comunicarse, y que estos sujetos cohabiten en la indiferencia recíproca y el cálculo del interés egoísta? Según una «lógica de la hegemonía», en la articulación entre antirracismo, antisexismo, anticapitalismo, los distintos frentes son empujados a unirse y reforzarse los unos con los otros, para construir una hegemonía.

Esta lógica amenazaría, sin embargo, a los espacios autónomos a aplanarse en un combate único e indivisible. Una «lógica de la autonomía» (o de la diferencia) le permitiría, al contrario, a cada lucha mantener su especificidad, pero al precio de un nuevo cierre entre distintos espacios que tienden a cerrarse los unos a los otros. Sin convergencias entre distintas relaciones sociales, la autonomía absoluta no sería ya más que una yuxtaposición corporativa de diferencias identitarias.

Tomada en un sentido estratégico, el concepto de hegemonía es irreducible a un inventario o a una suma de antagonismos sociales equivalentes.

En Gramsci, hay un principio de reunión de fuerzas alrededor de la lucha de clases. La articulación de las contradicciones alrededor de las relaciones de clase no implica, sin embargo, su clasificación jerárquica en contradicciones principales y secundarias, no más que la subordinación de movimientos sociales autónomos (feministas, ecologistas, culturales) a la centralidad proletaria. Así pues, las pretensiones específicas de las comunidades indígenas de América Latina son doblemente legítimas. Históricamente, han sido expropiadas de sus tierras, oprimidas culturalmente, desposeídas de su lengua. Víctimas del rol opresivo de la mundialización mercantil y la uniformación cultural, se rebelan hoy contra los daños ecológicos, contra el saqueo de sus bienes comunes, por la defensa de sus tradiciones. Las resistencias religiosas o étnicas a los efectos de la globalización presentan la misma ambigüedad que las revueltas románticas del siglo veinte, desgarradas entre una crítica revolucionaria de la modernidad y una crítica reaccionaria y nostálgica por el tiempo pasado. La división entre estas dos críticas viene determinada por su relación con las contradicciones sociales inherentes a las relaciones antagónicas entre el capital y el trabajo. Eso no significa la subordinación de los distintos movimientos sociales autónomos a un movimiento obrero en reconstrucción permanente, sino la construcción de convergencias en donde el capital mismo es el principio activo, el gran sujeto unificador.

El concepto de hegemonía es especialmente útil hoy para pensar la unidad en la pluralidad de movimientos sociales. Se vuelve problemático en cambio cuando se trata de definir los espacios y las formas de poder que se supone ayuda a conquistar.

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Notas

[1] Perry Anderson, Sobre Gramsci, París, 1978, Pequeña colección Maspero.

[2] K. Marx, El dieciocho Brumario, París, Folio Gallimard, 2002, p. 308.

[3] Le Monde, 16 de mayo de 2003.

[4] A. Gramsci, Cuadernos de prisión n°13, París, de Gallimard, 1978, p. 358.

[5] A. Gramsci, Cuadernos de prisión, n°7, París, Gallimard, 1983, p. 183.

[6] La idea de una «reforma intelectual y moral» repite a Renan y Péguy, cuyo pensamiento pudo encontrar eco en Italia por medio de Sorel.

[7] Ver a Etienne Balibar, Sobre la dictadura del proletariado, París, Maspero, 1976; Louis Althusser y Etienne Balibar, Lo que no puede durar más en el Partido comunista, París, Maspero; Ernest Mandel, Crítica del eurocomunismo, y Respuesta a Louis Althusser y Jean Ellenstein, París, La Brèche, 1979.

[8] Butler, Laclau, Zizek, op. cit., p. 297/298 y 319/320.

[9] L. Trotski, La revolución traicionada, París, Medianoche, 1963, p. 177.

[10] A. Gramsci, Cuadernos de Prisión, 6, París, Gallimard

[11] E. Laclau et C. Mouffe, Hegemony and socialist Strategy, op. cit., p. 55. Ver a Daniel Bensaïd, «La política como arte estratégico», París, Cambiar el mundo, Textual, 2003.

[12] Walter Benjamin, París, capital del Siglo XIX, París, Ciervo, 1989, APP 405-408

[13] Ibid., p. 168.

 

Traducción: Andrés Lund Medina