El pasado siete de julio murió Juan Antonio Gil Rubiales, Comisario Jefe del Cuerpo Nacional de Policía en Santa Cruz de Tenerife, sus honras fúnebres -celebradas al día siguiente- en nada han desmerecido de esos funerales de Estado en honor de figuras de gran relevancia nacional: capilla ardiente en la Delegación del Gobierno, guardia de […]
El pasado siete de julio murió Juan Antonio Gil Rubiales, Comisario Jefe del Cuerpo Nacional de Policía en Santa Cruz de Tenerife, sus honras fúnebres -celebradas al día siguiente- en nada han desmerecido de esos funerales de Estado en honor de figuras de gran relevancia nacional: capilla ardiente en la Delegación del Gobierno, guardia de honor conjunta de la Guardia Civil, la Policía Nacional y la Unidad de Intervención Policial, representantes del Gobierno y de la Zona Militar de Canarias, alcaldes, presidente y consejeros del Cabildo Insular de Tenerife. Como en los obituarios franquistas, se puede hablar de «una nutrida representación de diversas autoridades civiles y militares». Una vez finalizado el funeral, el coche fúnebre fue escoltado por un vehículo de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil que abría paso al cortejo y a los numerosos coches oficiales hasta el cementerio de Adeje, en el sur de la isla, donde recibieron sepultura.
Los sacerdotes que concelebraron la función religiosa en la iglesia matriz de la Concepción, adelantándose a los elogios que recibiría en los medios el policía fallecido, recordaban «su entrega y amor a su profesión». Su curriculum se regó como la pólvora, se supo que estaba en posesión de un montón de medallas al mérito policial y militar, que realizó inestimables aportaciones al Plan Integral de Seguridad para Canarias, que las felicitaciones recibidas por sus actuaciones policiales se contaban por decenas, que había acabado con las mafias en el sur de la isla. «Ha muerto una buena persona» pregonaba lloroso Carmelo Rivero en la Cadena Ser. Incluso, el periódico El Día, tan atropellado como siempre que se dedica al halago fácil, llegó a publicar que «falleció en acto de servicio como consecuencia de una grave enfermedad, según informó el Ministerio del Interior».
Sin embargo, se han cuidado mucho de no mencionar que el fallecido, Juan Antonio Gil Rubiales, fue condenado por el Tribunal Supremo por torturar hasta la muerte a José Arregui, un camionero vasco que en febrero de 1981 tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino, bueno, y en el de unos cuantos policías más que porfiaban por hacer méritos aunque fuera mortificando a los detenidos, y si estos eran vascos… Nada dicen de su pertenencia a la Brigada Central de Información de Martín Villa -que hoy preside plácidamente Sogecable-, y de Barrionuevo y Vera, donde se reconvirtieron en policías «democráticos» elementos de la Brigada Político Social franquista tan sanguinarios como los comisarios Ballesteros y Conesa, o el sádico policía «Billy el niño». De sus andanzas nada, ni una palabra de las palizas a los pamploneses que protestaban por la muerte de Mikel Zabalza a finales de 1985 ni de cómo en el año 2005, tras ser nombrado Comisario Jefe sin ningún escrúpulo democrático por el entonces Delegado del Gobierno y hoy diputado nacional por el Psoe, José Segura Clavel, «peina» Santa Cruz y La Laguna al mando de 200 policías deteniendo, interrogando y cacheando indiscriminadamente a centenares ciudadanos en las denominadas «Operación Látigo» y «Operación Espada» que ya denunciara Armando Quiñones en Canarias-semanal.com.
Se cumplieron ya treinta años del asesinato de Javier Fernández Quesada. Este estudiante gran canario de Biológicas no tuvo ningún funeral de Estado, ni siquiera se llegó a conocer a su asesino o asesinos, aunque todos dan por sentado que fue la Guardia Civil. El Gobernador Civil de entonces (1977), Luis Mardones Sevilla, responsable de los cuerpos de seguridad, se acaba de retirar, también con «honores», del Congreso de los Diputados tras veinticinco años ininterrumpidos como diputado y sin que la Justicia le haya requerido lo más mínimo por el crimen. A pesar de que se creó una comisión de investigación en el Congreso nada se sacó en claro; ya se sabe, si quieres que algo no salga a la luz crea una comisión de investigación. Pero no contaba con que un valiente abogado lograra sentarlo en el banquillo, y así fue, aunque sólo fuera para responder por unas declaraciones suyas en las que afirmaba con desfachatez que «el responsable del asesinato de Fernández Quesada no fue un guardia civil, sino gente de los sectores que ese día reivindicaban sus derechos».
También el asesinato de Antonio González Ramos, salvajemente torturado hasta morir por el sanguinario comisario Matutes en los calabozos del Gobierno Civil en S/C de Tenerife, sigue impune, como el de Bartolomé García, acribillado a balazos en su domicilio por la Guardia Civil al confundirlo, según la versión oficial, con el Rubio, un «delincuente habitual» relacionado con la desaparición del empresario Eufemiano Fuentes, o el caso del joven guineano Antonio Augusto Fonseca fallecido en la comisaría de Arrecife.
Ante tanta injusticia sólo ha imperado la impunidad de los criminales. Nuestra obligación debe ser la recuperación de la memoria social, política e histórica de las víctimas, ya que el Gobierno con su ley de memoria histórica busca permanentemente igualar a demócratas y fascistas, a víctimas y verdugos. Mientras el Estado de Derecho se muestra incapaz de reponer la justicia y realizar el pertinente desagravio a las víctimas del franquismo, le concede medallas a los verdugos (Melitón Manzanas), les indulta (Rodríguez Galindo o Barrionuevo) o les entierra con honores como es el caso del comisario Gil Rubiales.
En Canarias, los mecanismos de desmemoria puestos en marcha en la transición siguen en activo con el firme patrocinio de un pusilánime Psoe. Si Eligio Hernández, ex fiscal general del Estado, ha defendido a capa y espada al ex general Rodríguez Galindo y su cacería de vascos con el GAL, otro buque insignia de los socialistas canarios, José Segura -a pesar de las protestas de Asamblea por Tenerife, los Verdes y APC- fue capaz de poner al lobo a cuidar del rebaño.