«Demasiado capitalismo no quiere decir muchos capitalistas, sino demasiado pocos»
G. K. Chesterton
Salió hace unos días a la palestra mediática la noticia de que se hallan en tratos Caixa Bank y Bankia (como si fuesen entes con voluntad y don del habla) con el fin de fusionarse, o arreglar la adquisición de la segunda por la primera, lo que quiera que eso signifique cuando lo aplicamos a dos bancos, es decir, dos empresas que no producen nada material, sino que comercian con la pura abstracción que es el dinero. De hecho, lo que hacen –según el economista norteamericano Michael Hudson– es transferir los derechos de propiedad de bienes raíces, acciones y bonos. Es lo que otro economista, el australiano Bryan Haig, llama «el problema de la banca», y que centra en que el sector financiero es un sector, desde el punto de vista de la generación de riqueza nacional, improductivo.
Parece ser que la noticia de la probable unión bancaria ha sido bien recibida por la Bolsa Española a juzgar por la fulgurante mejora de las respectivas cotizaciones de las dos entidades financieras. El Gobierno, asimismo, ha dado su plácet según se lee en los periódicos. Miel sobre hojuelas. Regocijémonos todos.
Uno de esos expertos mediáticos, siempre a la mano cuando se trata de iluminar acerca de eventos con una significativa porción de esoterismo para el común de los mortales, el profesor José María Gay de Liébana, justifica el movimiento de los dos bancos en la necesidad de adquirir mayor «músculo financiero» para afrontar las altas cotas de morosidad que hay que temer para el año que viene dada la coyuntura sobrevenida a causa de la dichosa pandemia. Se felicita el citado experto de que ambos sean «colectores» de multitud de cajas y bancos zozobrantes con ocasión de la crisis financiera de 2008 –«salvadores de la situación» los llama elogiosamente– y de que, mediante la operación en cuestión, vuelva Bankia al sacrosanto redil de la propiedad privada y termine con la anomalía de su participación estatal, la cual supera el sesenta por ciento. ¿Banca pública? Vade retro, Satanás. Eso sí, cuando haga falta, estará el Estado para aportar el dinero público necesario para salvar a los que son demasiado grandes para caer, dinero que se convierte en deuda que pagarán sin rechistar los ciudadanos, todos en una medida u otra, y que implica siempre un empobrecimiento del país. Una maniobra demasiado común, amén de injusta, consistente en socializar las pérdidas para que cuando hayamos salido del agujero privaticemos las ganancias. Ya se conoce el dicho: la banca siempre gana.
En el caso de este negocio de Bankia se calcula que hemos puesto del erario público unos 24.000 millones de euros, de los que hasta la fecha apenas se ha recuperado 3.000. Nadie asegura que la cantidad restante retorne a la hucha de todos. Leo en varios sitios, sin embargo, que por la adquisición de Bankia –procedimiento escogido para ejecutar la operación por sus ventajas fiscales–, CaixaBank logrará una plusvalía de 8.000 millones de euros.
De acuerdo con la ortodoxia neoliberal, fraguada con los conceptos definidos por las mentes de los Chicago Boys, cualquier balbuceo del Estado que suene a pero que se le pone a la operación de los bancos incurre de pleno en pecado. Se estaría atentando contra el dogma de la libertad de mercado, principio esencial del capitalismo. Tal libertad de los agentes económicos se justifica desde el punto de vista ético porque, al final, acabaría redundando en beneficio del interés general merced a la existencia de esa «mano invisible» que guiaría a todos ellos en sus tomas de decisiones y que fue postulada por el padre teórico de nuestro ya universal sistema económico, el filósofo escocés Adam Smith, profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, allá por la segunda mitad del siglo XVIII.
En efecto, en su obra más célebre publicada en 1776, cuyo título original completo en castellano es Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, reconoce el autor que lo que motiva a cada individuo a invertir su capital en esto o aquello es la obtención del máximo beneficio personal, no el de la sociedad. Ahora bien, y he aquí en sus propias palabras la bondadosa alquimia del libre mercado: «Sin embargo, la inversión de su propio interés lo conduce natural o mejor dicho necesariamente a la inversión que resulta más beneficiosa para la sociedad […]. Él busca solo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible le conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos». Como dice la economista Mariana Mazzucato de cuyo libro El valor de las cosas he tomado el texto de Adam Smith: «Su metáfora de la “mano invisible” ha sido citada ad nauseam para apoyar la actual ortodoxia de que los mercados, si se los deja en paz, pueden llevar a un resultado socialmente óptimo; de hecho, esto resulta más beneficioso que si el Estado interviene» (p. 69). Pero hay también una idea en el pensamiento de quien pasa por ser el padre teórico del capitalismo que merece la pena no perder de vista, y es que la acumulación de dinero sin más es algo improductivo, ya que por sí misma no genera riqueza. Lo que es congruente con la advertencia de John Maynard Keynes que previene contra una excesiva financiarización de la economía, la cual es un hecho innegable en nuestro actual modelo económico global.
Adam Smith creía estar ofreciendo a través de su filosofía económica una guía para lograr el enriquecimiento al mismo tiempo «del pueblo y del soberano». Estaba convencido de que para lograrlo había que salvaguardar la competencia en una economía de mercado, porque así era como acababa beneficiándose la sociedad entera. Se trataba de acabar con la economía feudal que beneficiaba a las clases rentistas y conseguir la generación de riqueza para todos. Para el economista norteamericano Michael Hudson, en la actualidad padecemos una verdadera «contra-Ilustración» financiera que nos está retrotrayendo a una «economía neofeudal». Sus argumentos los desarrolla en su intenso y muy crítico libro titulado Matar al huésped. En él los bancos aparecen como uno de los que el autor llama «parásitos financieros» a los que responsabiliza de la destrucción de la economía global.
En la misma línea de crítica, no contra el capitalismo, sino precisamente en defensa del genuino, del que tiene entre sus elementos esenciales la libre competencia que ya estableció como principio fundamental Adam Smith, cabe situar a Jonathan Tepper, autor de El mito del capitalismo, en el que –al igual que Nietzsche hiciera respecto de Dios– declara la muerte de la competencia a causa de la concentración del poder de las empresas por el crecimiento de los oligopolios, lo que en la práctica se traduce en la conformación de una economía eminentemente monopolística. Este proceso, que a su juicio es evidente en los Estados Unidos de Norteamérica, es reconocible en las economías de todos los países y globalmente (de hecho, en su edición en castellano, el libro comienza con un prólogo dedicado a la situación española). Fusiones y adquisiciones como la que estos días se ha dado a conocer entre CaixaBank y Bankia contribuyen a liquidar de facto ese principio esencial del capitalismo tal y como lo entendió Adam Smith y se supone que defiende la ideología liberal, y que no es otro que la libre competencia (aquí hay ya quien habla abiertamente de «oligopolio de la banca»; es el caso de Juan Ramón Rallo, economista liberal).
Según Tepper, de la merma de la libre competencia se derivan una serie de consecuencias de grave perjuicio para la sociedad en general: desempleo y precariedad laboral, disminución de salarios, ralentización de la generación de riqueza, desigualdad, falta de inversión en innovación, reducción de la libertad de elección del consumidor por merma de la diversidad de oferta de productos y servicios, caída de la eficiencia empresarial, deslocalización de empresas, auge de los populismos. Por lo que le he oído decir a Pablo Iglesias en una reciente entrevista radiofónica, no tendría problema en admitir su acuerdo con las tesis de un economista defensor del más genuino capitalismo como Tepper.
Lo que pasa en economía tiene su reflejo en la política y a la recíproca. Esto ya lo tenía claro Adam Smith, y se hace evidente a través de diversos estudios a los que se alude con profusión en El mito del capitalismo. Por eso su autor advierte: «Los mercados rotos provocan políticas rotas. Los poderes económico y político están cada vez más concentrados en manos de monopolistas lejanos. Cuanto más fuerte se vuelve una empresa, mayor se torna su dominio sobre los reguladores y los legisladores a través del proceso político. Esta no es la esencia del capitalismo» (p. 23). El caso de Google es paradigmático. Esta empresa –según denuncia Tepper– ha podido librarse de la acción de los mecanismos antitrust norteamericanos por su significativa inversión en las campañas presidenciales de Barak Obama y su potentísima estrategia lobista.
El mismo año que se publicaba La riqueza de las naciones se declaró la independencia de los Estados Unidos con respecto a Gran Bretaña, motivada en parte por el bloqueo británico al comercio norteamericano. Un monopolio era la clave de ese conflicto, el de la Compañía de las Indias Orientales, del que Smith se quejaba amargamente por entonces, pues era consciente de que se había convertido en un poderoso contrincante para el Gobierno y con capacidad de intimidar al poder legislativo. Los controles y regulaciones del Estado son imprescindibles para evitar que las grandes empresas se valgan de cualquier medio para aplastar a sus rivales. No hay libre mercado sin regulación. A juicio de Tepper, el Estado está fallando actualmente como árbitro, puesto que las normas que impone últimamente no van en el sentido de incrementar la competencia sino de limitarla, adoptando el papel de colaborador necesario en el amaño de las reglas de juego, las cuales acaban favoreciendo a los fuertes a costa de los débiles. La bendición gubernamental a la fusión de CaixaBank y Bankia sería una buena muestra de ello, una operación más de las que debilita la competencia y socava las bases del genuino capitalismo.
Los mercados libres competitivos son un mito; sólo existen en la esfera ideológica de la que se nutren los discursos de las derechas y de las izquierdas cuando practican su vacuo esgrima dialéctico. Precisamente esta verdad está entre las 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, las que dan título al libro del economista, tachado de heterodoxo, Ha-Joon Chang. Según él, esta es la primera cosa que no nos cuentan y que da título al primero de los capítulos de su libro: no hay mercados libres. En todos los mercados hay reglas y límites que acotan la libertad de elección. Si asumimos la libertad de mercado como un hecho que hay que defender, e incluso proteger de políticas estatales que la ponen en riesgo, es porque aceptamos incondicionalmente las restricciones de base a las que está sometida de modo que ya no las vemos. Cuán libre es un mercado –sostiene Chang– no es cuestión que se pueda determinar objetivamente; depende de un criterio que en todo caso es político. También en el más «libre» de los mercados defendido por el economista más acérrimo partidario del libre mercado está presente el gobierno, como hemos visto que también afirma Tepper, y a ese economista también le impulsa la política como a los demás. Sentencia Chang: «Superar el mito de que existe un “mercado libre” objetivamente definido es el primer paso hacia la comprensión del capitalismo» (p. 26).
Y si echamos la vista atrás la historia da pruebas sobradas de ello. En el último y portentoso libro de Thomas Piketty titulado Capital e ideología, el lector escéptico hallará sobradamente las necesarias evidencias históricas; pero por ofrecer una muestra, piénsese en el proceso de cercamiento (inclosure en inglés y también conocido como «enclosure») que está en el alumbramiento mismo del capitalismo allá por el siglo XVIII en Inglaterra, y que consistió en la conversión vía decisión política e implantación normativa de los campos abiertos comunales (open field system) en parcelas de propiedad privada. Si la ideología dicta que la regulación estatal debe estar lo más lejos posible de los mercados, los hechos actuales e históricos demuestran que no se cumple.
Pero es que la libertad de mercado tiene que tener sus límites. ¿Aceptaríamos un mercado tan libre que tuviera por legal, como todavía en el siglo XIX, el trabajo infantil de hasta doce horas diarias, limitación normativa horaria que por cierto entonces consideró la Cámara de los Lores un atentado contra la libertad del mercado laboral? ¿O un mercado legal de órganos humanos, en el que si están de acuerdo el comprador y el vendedor se pudiese comerciar con ellos? ¿Y no es vital para la salud de todos, e incluso para la supervivencia de nuestra especie, que se incentive por parte del Gobierno la compra de vehículos menos contaminantes acabando paulatinamente con la fabricación de los que más polucionan?
Existen leyes que delimitan el universo de lo que puede ser objeto de comercio (los recién nacidos, no, por ejemplo); también las hay que dictan quién puede participar en el mercado (los inmigrantes ilegales no deben hacerlo en el mercado laboral); las condiciones de compraventa son asimismo estipuladas normativamente; y los tipos de interés, que tienen su significativa cuota de influencia en la marcha de los mercados, dependen de decisiones políticas.
No hay mercados sin regulación. Los mercados son producto de la civilización, y ésta, como lo opuesto a la barbarie que es, no puede existir sin normas. Las leyes definen los límites del mercado, los cuales no es posible definir de forma objetiva como si fuesen los límites de una isla. Por eso la economía no es una ciencia equiparable a la física, por mucho que se empeñe un significativo sector de los economistas, los que pretenden desconectarla ideológicamente de la política para así exonerarla por completo de toda servidumbre respecto del bien común.
El beneficio de la sociedad no resulta de la simple suma de la satisfacción de los intereses particulares. Asumir esta tesis como un axioma sería incurrir en la falacia de composición (lo que es bueno para la parte no tiene que serlo para la totalidad). La mano invisible que postuló Adam Smith es invisible porque no es más que un fantasma. Y los fantasmas no existen.
BIBLIOGRAFÍA:
- CHANG, HA-JOON: 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo. Debate. Barcelona, 2012.
- HUDSON, MICHAEL: Matar al huésped. Capitán Swing. Madrid, 2018.
- MAZZUCATO, MARIANA: El valor de las cosas. Taurus. Barcelona, 2019.
- TEPPER, JONATHAN: El mito del capitalismo. Roca editorial. Barcelona, 2020.