Para retratar a Ruiz-Gallardón, echemos mano de ese viejo juego infantil que caracteriza a alguien mediante comparaciones a partir de la fórmula «Si fuera…». Ya saben: si fuera un animal sería… Si fuera un instrumento musical… Si fuera un día de la semana… ¿Y si fuera una calle de Madrid? ¿Qué calle sería Alberto Ruiz-Gallardón? […]
Para retratar a Ruiz-Gallardón, echemos mano de ese viejo juego infantil que caracteriza a alguien mediante comparaciones a partir de la fórmula «Si fuera…». Ya saben: si fuera un animal sería… Si fuera un instrumento musical… Si fuera un día de la semana… ¿Y si fuera una calle de Madrid? ¿Qué calle sería Alberto Ruiz-Gallardón? ¿Una avenida principal, como la Castellana? ¿Una calle pija del barrio de Salamanca? ¿Una peatonal? Nada de eso: si Gallardón fuera una calle de Madrid, sería la Calle 30.
¿Qué calle es esa?, preguntan los de fuera de Madrid, y no pocos vecinos. Calle 30 es como el Ayuntamiento se empeña en llamar a la M-30, el famoso cinturón de asfalto. Cuando iniciaron su reforma, para evitar el informe de impacto ambiental dijeron que era una vía urbana, una calle como cualquier otra, y para guardar las apariencias la rebautizaron como Calle 30. Sigue siendo una autovía de circunvalación, no tiene aceras, ni árboles ni bancos para sentarse, pero la llaman calle. Pues bien, Gallardón se parece a la Calle 30.
Veamos: se trata de la vía más importante de Madrid, la más señalada, la más funcional, pero también la menos humana, la más antipática. Así también Gallardón, con su perfil de profesional de la política tras 25 años enlazando cargos públicos, con su aspecto de gestor pulcro, prudente, bien valorado y votado, pero incapaz de despertar cariño en los ciudadanos, que lo ven relamido y algo extraterrestre. Se le conocen aficiones artísticas, es hombre cultivado, inteligente, buen lector, melómano, pero pocas veces le hemos oído reír, nadie recuerda haberle visto las rodillas, y sin corbata parece desnudo.
La Calle 30 es circular, no tiene destino ni dirección -su cartel habitual es «Todas direcciones», y tenerlas todas es como no tener ninguna-. Por el norte o el sur, a derecha o izquierda, siempre llegas al mismo sitio. Así Gallardón, en su afán centrista parece un político circular. Está en el PP como podría estar en el PSOE, tiene un discurso de derechas pero hace muecas de centro-izquierda; es despreciado por los medios afines a su partido y sin embargo es el niño bonito del grupo Prisa, a cuyo fallecido propietario le unía una amistad de origen familiar. En su circularidad es hijo de antifranquista moderado pero está casado con la hija de un ministro franquista.
Igual que la Calle 30 tiene accesos por igual a las zonas obreras y a las colonias de chalets, también Gallardón puede guiñar a la vez un ojo a los votantes de derecha -que le saben católico y en el fondo uno de los suyos-, y el otro a sus adversarios. Tanto en la presidencia regional como en la alcaldía se ha caracterizado por una intensa gestualidad para aparecer como hombre de consenso, integrador, dialogante: alguien que firma acuerdos con los sindicatos, oficia matrimonios homosexuales, deja la cultura en manos de una independiente o hace pregonero a Sabina.
El resultado es un prodigio de equilibrismo: capaz de mantener el voto tradicional, rebañar en el centro-izquierda, y sobre todo desmovilizar al electorado progresista, que no lo ve tan de derechas como para echarlo a toda costa.
En su propio partido lleva años dando vueltas sin apenas moverse del sitio, superviviente de luchas internas y familias enfrentadas. Desde su incorporación juvenil a Alianza Popular no ha abandonado los órganos directivos: secretario general con Fraga, vicepresidente con el efímero Hernández Mancha, presidió la comisión de conflictos con Aznar, y hoy es fiel a Rajoy, a cuya sombra permanece, colocado para la esperada sucesión.
La Calle 30 tiene aspecto de vía moderna, y el viajero que recorre Madrid por sus carriles sólo conocerá la cara amable, próspera: edificios acristalados, laderas arboladas, barrios habitables; pero no verá todo aquello que la autovía deja de lado, ese Madrid que crece desequilibrado, la ciudad segregada donde aumentan las diferencias entre los barrios según su nivel de renta. Así es la acción política de Gallardón, obsesionado por transmitir una imagen de modernidad, de progreso, de futuro, y sin embargo aplica una política urbanística de derechas, donde el espacio público se deteriora y pierde terreno ante el empuje de las constructoras que tanto se benefician de ese frenesí transformador.
Cuando en las municipales de 2003 el PSOE propuso que la M-30 dejase de ser una autovía que fractura la ciudad y se integrase mediante bulevares, Gallardón se mofó de la idea. Tras ser elegido, en vez de humanizar el cinturón de asfalto convirtiéndolo en una calle de verdad, optó por enterrar un tramo, en esos túneles que son metáfora de su forma de actuar: los problemas no se resuelven sino que se esconden, se maquillan. Sigue habiendo atascos pero bajo tierra. Sigue habiendo chabolas, pero no se ven desde las vías rápidas. Y en la superficie, el brillo de las Noches en Blanco, y el sueño olímpico de una ciudad endeudada por muchos años.
La carrera política de Gallardón es ascendente, pero con baches. Como ese conductor que al entrar en la Calle 30 espera dar una vuelta rápida a la ciudad, hasta que choca con el habitual atasco, así también la ambición del hoy alcalde choca una y otra vez con su declarada bestia negra: Esperanza Aguirre. Entre ellos no hay muchas diferencias de gestión,
pero rivalizan y ven Madrid como una plataforma desde la que llegar al liderazgo nacional. Gallardón
se ve como esa Calle 30 que reparte el tráfico hacia las carreteras radiales que llegan a toda la península; pero no olvida que esas mismas radiales nacen en la Puerta del Sol, donde tiene despacho Aguirre. Entre codazos y sonrisas de disimulo, ambos tienen la vista puesta en La Moncloa, que por cierto está al pie de la Calle 30.
Isaac Rosa es escritor. Su último libro es El país del miedo