Erase una vez un apuesto juez, de gallardo porte, labia y lucidez, que a progresistas codazos y con la autoridad que le confería su juventud, fue abriéndose paso entre los carcamales magistrados que componían la justicia española tras la muerte del dictador. Como un nuevo astro judicial irrumpió Garzón en estrados y primeras páginas, cautivándonos […]
Erase una vez un apuesto juez, de gallardo porte, labia y lucidez, que a progresistas codazos y con la autoridad que le confería su juventud, fue abriéndose paso entre los carcamales magistrados que componían la justicia española tras la muerte del dictador. Como un nuevo astro judicial irrumpió Garzón en estrados y primeras páginas, cautivándonos con su pulcra elocuencia socialista. Y aún más ganó nuestra ingenua estima, cuando al año de bodas con los inspiradores del Gal y de Filesa y de Roldán y de las cuentas suizas, rompió aguas su egregia honestidad y volvió su acerado verbo contra las que fueran sus pasiones y lealtades. Aquella luminaria y veleidosa toga que enamorara a todos los cándidos del reino comenzó a perder brillo y a entrometerse, más con los pies que con las manos, en mugrientas historias represivas. Quien se erigiera en paradigma y y portavoz de todas las jurídicas esencias, fue paulatinamente recortando el vuelo de sus fallos y sentencias hasta acabar transformado en otro engolillado leguleyo, esclavo de su propia vanidad y su apariencia, y al servicio de los más sucios intereses. Las madres de la Plaza de Mayo de Argentina le acabaron enrostrando la calificación de carroñero por pretender medrar en su dolor sin otro afán que prodigarse la aureola progresista perdida con el tiempo y sus desbarres. Y volvió a la palestra, animado de idéntico interés, para encausar al execrable Pinochet como si fuera el juez que veinte años atrás mereciera la confianza y admiración de todos los ilusos, pero «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos».