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Reforma Constitucional

Gatopardismo en España

Fuentes: Rebelión

El debate en torno a la necesidad o inconveniencia de una reforma constitucional caracterizó el pasado 6 de diciembre, día de la Constitución Española. El eje de discusión oscila entre aquellos que consideran, aún con la ambigüedad del Presidente del Gobierno, que el texto constitucional ha de mantenerse inalterado y sigue permitiendo «desarrollar los proyectos […]


El debate en torno a la necesidad o inconveniencia de una reforma constitucional caracterizó el pasado 6 de diciembre, día de la Constitución Española. El eje de discusión oscila entre aquellos que consideran, aún con la ambigüedad del Presidente del Gobierno, que el texto constitucional ha de mantenerse inalterado y sigue permitiendo «desarrollar los proyectos personales y sociales que deseemos» y los que se muestran favorables a incluir reformas de diverso calado.

No entro a valorar el cinismo de aquellos que votaron favorablemente la modificación del artículo 135 relativo al techo de gasto y, contradictoriamente, apuestan por la petrificación constitucional, como tampoco la mayor o menor afinidad con muchas de las propuestas planteadas. No se trata de que uno pueda considerar oportunas muchas de las reformas que se discuten, desde las más modestas como las del Presidente del Senado hasta las más ambiciosas, como es el caso del diputado socialista y Catedrático de Derecho Constitucional Diego López Garrido. Es cuestión de desenmascarar la inteligente estrategia lampedusiana (contrariamente a la torpeza de ciertos sectores del Partido Popular) de aquellos que pretenden cambiar todo para que nada cambie, buscando un fortalecimiento de la erosionada legitimidad del régimen (véase a este respecto el último barómetro del CIS: únicamente un 37% de los españoles se siente satisfecho con la Constitución), de las políticas de vaciamiento del Estado y un freno a las movilizaciones populares que van tomando un cariz constituyente. Se trata del intento, desesperado e ilusorio, de reflote del régimen del 78 y de contener la ruptura democrática. Así lo reconoce el propio Pérez Rubalcaba: «La mejor forma de defender hoy la Constitución es defender su reforma y su actualización».

Esta estrategia, que en el actual momento de crisis económica puede resultar una opción atractiva dado el creciente malestar de las clases populares y medias, no es, ni mucho menos, novedosa. Al estilo del «hagamos la revolución desde arriba antes de que la hagan desde abajo» se pretende la puesta en marcha del poder constituyente constituido, oxímoron nacido en el giro conservador del liberalismo postermidoriano que circunscribe cualquier tipo de modificación constitucional al marco limitado del poder político organizado.

Reforma o… ruptura constituyente

Lo que se está planteando es, en suma, el problema de la legitimación democrática originaria de los cambios constitucionales. El cambio constitucional no ha de producirse desde los estrechos márgenes del poder constituido sino desde la activación del poder constituyente popular. Es alarmante (y revelador) que los mismos que nos han conducido a esta complicada situación quieran ahora capitanearla. No deja de ser contradictorio que López Garrido plantee un «acercamiento del poder democrático a los ciudadanos» pero sin contar con nosotros. Lo cual, no resulta extraño a la vista de la opinión que tiene su colega, el también catedrático de Derecho Constitucional y eurodiputado socialista, López Aguilar, del ejercicio de la democracia en las calles y en las plazas, que califica de «cacofonía de zafarranchos populistas».

La activación del poder constituyente supone la traslación democrática de la voluntad del pueblo al texto constitucional. Lo contario supone la negación temerosa del ejercicio de la soberanía popular. Frente al sistema constitucional legitimador de las relaciones de producción y su deriva oligárquica, la solución pasa por reconsiderar y reformular los preceptos democráticos buscando una profundización de los mismos. Únicamente la ruptura con el régimen a través de un proceso constituyente en el que se conformen nuevas relaciones dialécticas entre lo constituido y lo constituyente, entre representantes y representados, puede permitir desanclar y avanzar. La reforma constitucional supone una constante referencia al tiempo transcurrido, a lo consolidado, al sostenimiento del status quo. Por el contrario, el poder constituyente es emancipación, resistencia, creación, crítica, disenso, pluralidad, democracia participativa, tiempo futuro.

De ahí la necesidad de una organización que supere el espíritu de rebeldía de las recientes oleadas de manifestaciones conformando un programa de transformación social que consiga aglutinar en torno a la construcción democrática. La misma, en tanto conjunción y universalización de las multiplicidad de reivindicaciones, puede terminar por hacer efectiva la aserción según la cual «una sola chispa puede encender la pradera». El mejor indicador de que es posible imaginar un escenario de estas características nos lo ofrece el poder constituido: el surgimiento del reformismo sólo se produce cuando en el horizonte se advierte la posibilidad de revolución.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.