Jacinto había trabajado en el campo, luego en una cantera y, durante los años de la explosión del ladrillo, en la construcción. En 2010 se quedó viudo al cuidado de dos hijos de 23 y 14 años respectivamente; la mayor, que estudió arquitectura, trabaja en un bar de Berlín; el pequeño estudia en la escuela […]
Jacinto había trabajado en el campo, luego en una cantera y, durante los años de la explosión del ladrillo, en la construcción. En 2010 se quedó viudo al cuidado de dos hijos de 23 y 14 años respectivamente; la mayor, que estudió arquitectura, trabaja en un bar de Berlín; el pequeño estudia en la escuela pública de un pueblo de Ávila. Jacinto estuvo a punto de ser ciclista profesional y llegó a conocer a José María Jiménez y a Carlos Sastre; sueña por eso con comprar a su hijo una bicicleta Tarmac como la de Contador. Sin trabajo desde 2012, cobró el paro unos meses, se cambió de casa y ahora se dedica a hacer aquí y allá algunas chapuzas y, sobre todo, a visitar los bares. Allí lo encontré el otro día, después de un acto electoral, y me acerqué a saludarlo, pues nos conocemos superficialmente desde hace mucho tiempo.
Jacinto estaba -digamos la verdad- bastante borracho y era presa de una angustia irreprimible. Me habló de su mujer, de un vago agravio del que había sido víctima en el ayuntamiento y a continuación, sin ninguna hilazón o coherencia, como si se le hubiese abierto de pronto una herida, me soltó: «Lo que no quiero es ir a Marte». Me quedé desconcertado: «¿Cómo a Marte?» «Yo no quiero ir a Marte», insistió colérico y gangoso mientras apuraba su vaso y hacía un gesto para que se lo llenasen de nuevo. «Prefiero quedarme en la Tierra y mejor en España y, si puede ser, en mi pueblo». Como no comprendía nada, le tiré de la lengua y fui atando cabos. Jacinto había visto «Marte» de Riddley Scott y, buen lector de periódicos, había leído algunos artículos en El País sobre la futura explotación de los asteroides y la nueva ley firmada por Obama para otorgar a las empresas privadas estadounidenses derechos sobre eventuales recursos minerales en el espacio. Entre una cosa y otra, borracho y desesperado, había disuelto ficción y realidad en su angustia vital y extraído conclusiones que, en realidad, también aliviaban su dañada autoestima. Jacinto, que había sido un trabajador experimentado, estaba en paro y temía que le ofrecieran un trabajo en Marte, oferta que, dada su situación, no podría rechazar. «No quiero trabajar tan lejos de mis hijos», repetía con lágrimas en los ojos, «no los volveré a ver nunca más». Tras reclamar a gritos que bajaran el volumen de la televisión, añadió moviendo la cabeza con horror: «Hay un plan, sí, para trasladarnos a todos a Marte».
Podríamos pensar que Jacinto estaba loco o, desde luego, muy borracho. Es verdad. Pero en su delirio flotaban algunos residuos diurnos y no pocos pecios de realidad. Alguien pensará que estoy aún más loco que Jacinto, pero lo cierto es que sí hay un plan, aunque no se trata de un plan para trasladarnos a Marte sino para abandonarnos en la Tierra. Es un plan, obviamente, de ricos; un plan que los ricos llevan poniendo en obra décadas y hasta siglos. Nos han abandonado a nuestra suerte en este mundo, pero además están ahora organizando y reservando plazas para una futura colonización espacial. No es una broma. Los que derriten los glaciares y sorben el oro de la tierra, los que destripan las montañas para devorar petróleo y carbón, los que hacen circular diariamente el PIB total del planeta en fraudulentas operaciones financieras que derriban hospitales y escuelas, los que bombardean otros países y los que siembran de dólares Silicon Valley, todos ellos están pensando ya -como el viejo imperialista Cecil Rhodes– en extender su ingenio destructor al conjunto de la galaxia. Al capitalismo la Tierra se le ha quedado pequeña. Quieren más y más deprisa. Así lo cuenta, por ejemplo, el filófofo Nick Land, mentor del «aceleracionismo», un movimiento que apuesta por la aceleración sin límites de la producción mercantil y para el que la redondez diminuta del planeta no es un obstáculo: «Es inevitable. Cuando hayamos destruido la Tierra nos trasladaremos a Marte. El capitalismo es imparable».
Digamos que los ricos (el 1% del que hablan nuestras consignas) se están preparando para irse a Marte. Ojalá lo hagan pronto. Imagino una nave muy grande, Arca de Noé con motores criogénicos, en la que -dejémonos llevar junto a Jacinto por la imaginación- se meterán Merkel,Donald Trump, Marine Le pen, Esperanza Aguirre, Rajoy y Soraya, Amancio Ortega yFlorentino Pérez, Rivera, el IBEX-35, Carlos Slim y un largo etcétera, rellenable a voluntad, al que se sumarán sin duda algunos de esos periodistas que desprecian la vida de los terrestres. Mi corazón se hincha de gozo cada vez que me represento la escena. Ojalá se vayan pronto. Estoy seguro de que, cualesquiera que sean las dificultades, nos las arreglaremos mucho mejor sin ellos.
Estos días, durante la campaña electoral, he conocido bastantes personas reales. No son ni de izquierdas ni de derechas. Es difícil hablarles de ecología o del derecho a decidir de los catalanes o de los inmigrantes y su vulnerabilidad humana. Pero la mayor parte de ellas son capaces de mirar más allá de sus narices, hacia atrás y hacia delante, allí donde el mercado no puede garantizar la satisfacción de las demandas. Es gente real con antepasados y gente real con descendencia. Respetar a los antepasados significa mantener vínculos con la tierra y los derechos que nos legaron; cuidar a los hijos significa asegurar que les quedará un huerto, una escuela y una azotea. Decía hace unos días César Rendueles en un acto en Asturias que muy mal debe andar este país cuando hemos acabado por considerar radical la defensa de la normalidad; y Olga Rodríguez, con irónica amargura, recordaba ayer cómo – al revés – nos han impuesto como normal la más destructiva radicalidad: el robo, la mentira, los desahucios, la intemperie.
Lo normal es no querer ir a Marte y de hecho la población española -la humanidad misma- se divide entre aquellos que quieren viajar a Marte y aquellos otros, la mayoría, que no quieren viajar a Marte. Jacinto no quiere viajar a Marte. Yo no quiero viajar a Marte. Las abuelas de Candeleda que el martes nos pedían que «les cortáramos los deditos a los corruptos» (mientras mimaban con sus propios dedos el gesto de serrar, como tricoteuses castellanas y magnánimas) no quieren viajar a Marte. Conozco gente que quiere ir a la playa y al teatro. Tengo incluso un amigo que quiere viajar a Murcia, pero no a Marte. Así es: la mayor parte de los españoles quiere irse de vacaciones; llegar a fin de mes; visitar en Logroño o en Málaga a sus nietos; tener una vivienda y un trabajo dignos; celebrar su cumpleaños; curarse una infección de oídos; llevar a sus hijos a una escuela cerca de casa; cometer de vez en cuando un exceso y quejarse en buena salud, hasta los cien años, de lo mal que van las cosas en este mundo.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/12/11/gente-que-no-quiere-viajar-a-marte/7877