Nunca escribió una novela. Pero su vida tuvo mucho de novela rocambolesca y su tono provocador anticipó al dadaísmo y al surrealismo. Un libro, Maintenant, rescata su producción en la revista que dirigió entre 1912 y 1915, suerte de fanzine donde no dejó títere con cabeza.
Arthur Cravan, «el primer punk del siglo XX», ganó por knock out la pelea más difícil. El triunfo no se debe a los dos metros de altura y más de cien kilos de peso con los que podía apabullar a sus ocasionales contrincantes dentro del ring. Aunque su apellido sea una especie de contraseña secreta para unos pocos lectores desperdigados por el mundo, en el arte de injuriar fue, es y seguirá siendo uno de los mejores. Un campeón con linaje -sobrino de Oscar Wilde- que supo abrirse paso a los golpes. A pesar de que las peripecias de su brevísima vida -apenas 31 años- estén más cerca de la estampa del «perdedor» o del «maldito». No hubo vaca sagrada -Apollinaire o Gide, por ejemplo- que se salvara de su lengua. «Escribo para hacer enojar a mis colegas; para que hablen de mí y para intentar hacerme un nombre», reconoció Cravan en uno de los números de Maintenant, la revista literaria que dirigió entre 1912 y 1915, una suerte de fanzine redactado sólo por él. La leyenda ofrece más tela para cortar. Dicen que solía vender los ejemplares en un carro de verdulero que arrastraba por las calles de París; gesto que anticipa la ética del do it yourself. Un libro fundamental rescata a este «eslabón perdido» de la historia de la literatura, cuyo tono provocador anticipa al dadaísmo y el surrealismo. Ese libro invita a interpelar los dilemas estéticos que surcaron el horizonte de las vanguardias del siglo pasado.
Maintenant (Caja Negra), el libro en cuestión con prólogo y traducción de Mariano Dupont, recopila los cinco números publicados de la revista más un conjunto de crónicas y testimonios de Duchamp, Trotsky, Breton y Picabia, entre otros. El resultado es un formidable cross a las neuronas de los lectores.
El hilarante anecdotario de escándalos aceita la maquinaria mitológica puesta en funcionamiento, como corresponde, por el propio interesado, Arthur Cravan, nacido en 1887 en Lausana (Suiza) como Fabian Avenarius Lloyd. El seudónimo invoca una filiación: Arthur, por el nombre de Rimbaud; Cravan, en cambio, lo tomó prestado del pueblo natal (Cravans) de su primera mujer. La leyenda plagada de extravagancias de diversa estirpe comienza cuando se instaló en París, en 1909. En una conferencia, luego de haber insultado al público, fingió suicidarse; se desnudaba y gritaba como un desaforado o realizaba disparos de pistola, antes de hablar; de Berlín lo echaron por indeseable: se paseaba por las calles con cuatro putas encaramadas en los hombros. Desafió a boxear al ex campeón mundial Jack London, pero las crónicas lapidarias de la época hablan de «una parodia con olor a pesetas». Cravan se dejó noquear; la pelea estaba arreglada. Hubo una suma considerable para el perdedor, que se entregó en el sexto round. Los tropiezos pugilísticos jamás podrán eclipsar las palizas que propinó en Maintenant, revista que salió en 1912. En el primer número, la previa al gran combate, publicó un poema de su autoría, «Silbato»; y una semblanza de su amado pariente, Oscar Wilde. La astucia de la razón olfateó el ambiente. Y sembró ironías por doquier. Proyectaba hacerse pasar por muerto, según confesó, para atraer la atención sobre sus obras.
Su blanco predilecto fue André Gide. Cómo le pegó, qué audacia en esas circunstancias, previas a la Primera Guerra, en las que proliferaba una cobardía sibilina. Le dio, literalmente, para toda la cosecha en esa crónica. El poeta escribía con una sinceridad brutal imposible de domesticar, como si estuviera boxeando. «Le tomé bronca a M. Gide -admite- el día en que (…) me di cuenta de que jamás le iba a poder sacar diez céntimos.» El texto explicita un ajuste de cuentas. El escritor francés se permitió hablar mal del «querubín desnudo», Théophile Gautier. También por eso Cravan lo detestaba. Este retrato de Gide es una pieza de colección, desmesurada pero ejemplar, tentadora para plagiar. «Su manera de caminar -describe a su rival- delata a un prosista que jamás podrá escribir un verso.»
Cravan asumió su pasión por el boxeo sin mediaciones; hasta se podría aventurar que puso esa obsesión en un primerísimo plano. Aunque simulara. Sofocados por los rebotes de sus artículos incendiarios, malinterpretados en una primera lectura demasiado lineal, el arte y la literatura -a priori negados, despreciados- están a años luz de resultarle indiferente. El aguijón que clava a sus lectores incomoda; alienta una reflexión más allá de la aparente irreverencia. «Toda la literatura es: ta, ta, ta, ta, ta, ta. El Arte, ¡el Arte me importa un pito! ¡Qué mierda por Dios!», escribió en «¡Oscar Wilde está vivo!», uno de los artículos publicados en Maintenant. «Me cago en el arte y sin embargo si hubiera conocido a Balzac habría intentado robarle un beso», reconoce en lo que se considera uno de sus últimos textos. ¿Puro teatro? ¿Mera liturgia vacía? Sabía componer su personaje en sociedad, pero elaboraba pensamientos más complejos y sutiles.
Un nihilista total probablemente no hubiera confesado que «buscaba darles cierto lustre a viejas poesías, ¡olvidando que el verso es un niño incorregible!». El varieté de improperios queda abolido, o al menos suspendido, en el remate de «La exposición de los independientes», pieza magistral donde no queda títere de la vanguardia plástica con cabeza. «El Arte, con mayúsculas, es por el contrario, (…) literariamente hablando, una flor que sólo se abre en medio de las contingencias, y no caben dudas de que un sorete es tan necesario para la formación de una obra de arte como el pestillo de su puerta.» Pero unas cuantas líneas antes del cierre, fiel a su estilo urticante, es más Cravan que nunca. «No puedo sentir más que asco por la pintura de un Chagall o Chacal, que nos muestra a un hombre echando petróleo en el agujero del culo de una vaca -subraya con la osadía de alguien que no conoce lo que implica ‘pasarse de rosca’-. La verdadera locura en sí misma no puede gustarme porque pone en evidencia un cerebro mientras que el genio no es más que una manifestación extravagante del cuerpo.»
Ningún artista plástico de la época salió indemne de los embates lanzados en ese artículo, publicado en el número cuatro de Maintenant. Metzinger es «un fracasado que se colgó del cubismo»; Malevitch, «la impostura». Un párrafo aparte le dedicó a Robert Delaunay, uno de los pioneros del arte abstracto de principios del siglo XX. Ese fragmento rezuma el arte de la saña elevado a la enésima potencia. De Delaunay -con «cara de cerdo asado o cochero de una mansión»- dice que «podría ambicionar, con una cabeza semejante, hacer pintura animal». El ultraje lingüístico del boxeador es soberano. Menosprecia a quienes creen que aprenderán a dibujar en las escuelas y talleres de pintura. «Me sorprende que un estafador no haya tenido la idea de abrir una academia de literatura», ironiza. Como si no fuera suficiente, «La exposición de los independientes» tiene posdata. Rabioso al ser comparado con Apollinaire y Marinetti, Cravan les advierte a los periodistas que, si insisten con plantear esa semejanza, les va «a retorcer los órganos sexuales». El combate exige estar alerta. Quiere granjearse enemigos. «Que lo sepan de una vez por todas: no quiero civilizarme.» Las personas injuriadas y ofendidas protestaron. ¿Rectificarse de un error? Imposible con Cravan. En el texto «1º Cierre de un incidente» no puede con su genio, aunque coquetea por unos instantes con la corrección. Apollinaire, a quien trató de jude (judío), ahora es «católico romano». Pero se desmadra, pierde la compostura en las siguientes líneas. Cravan agrega que el poeta ofendido en cuestión «tiene una gran barriga, se parece más a un rinoceronte que a una jirafa y, con respecto a la cabeza, se acerca más al tapir que al león, al buitre que a la cigüeña de largo cuello».
En el delicioso prólogo de Maintenant, Mariano Dupont traza una certera «genealogía» de Cravan. Con el autor de El retrato de Dorian Gray comparte la condición de «ovejas negras de la familia» y un territorio común cincelado por la ironía, el humor, la provocación y el escándalo militante. Además de un lazo indestructible tejido por el dandismo. «A diferencia de Wilde y de Baudelaire, el dandismo de Cravan no es aristocrático. En Cravan no hay altivez, superioridad, suficiencia -analiza Dupont-. No hay nada sublime en su dandismo, todo lo contrario.» Ese dandismo de circunstancia, en opinión de Dupont, es «como una piel de juventud que va perdiendo de a poco, como otras tantas, con los viajes sucesivos, con sus escamoteos a partir de la declaración de la primera guerra, con la miseria, que en un momento empieza a seguirle los pasos». La «pluralidad funesta» de Cravan no debería convertirse en un obstáculo a la hora de reflexionar dónde colocarlo y con quiénes dialoga. Es un precursor de Dadá. En 1916, cuando irrumpe en la escena el manifiesto dadaísta, el poeta y boxeador ya había lanzado sus mejores golpes.
Entre las lecturas disparatadas, sobresale la de Hans Richter, quien menciona a Cravan como uno de los padres del «antiarte», un héroe nihilista, como recuerda Dupont. El prologuista y traductor prefiere ubicarlo en la serie clásica, junto a Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Jarry. Y fundamenta las correspondencias. El «ser un hombre útil me pareció siempre algo bastante odioso» de Baudelaire resuena en el «que lo sepan de una vez por todas: no quiero civilizarme». Dupont escucha ecos de Lautréamont en otro vituperio de Cravan: «me daría una satisfacción cruel deshonrar a una maestra de jardín de infantes, más aún cuando, en el momento de quebrarla, tendría la impresión de estar rompiendo una lente de vidrio». Intuye, con razón, que Cravan hubiera encontrado bello «el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Lo une a Jarry la afición al escándalo, a la provocación. Cravan, camaleónico, integra otra serie engrosada por los muertos que dejó la vanguardia: Jacques Vaché, Jacques Rigaut, Julien Torma y Antonin Artaud. «Comparte con los tres primeros la muerte temprana, la brevedad de la obra, la marginalidad, las mitologías que desencadenaron (la radicalidad de la rebeldía, la del intento de aunar arte y vida), el amor a los extremos», enumera Dupont. La paranoia es el cordón umbilical que lo conecta con Artaud. Y la locura. A fin de cuentas Cravan, en las últimas cartas que le escribió a la poeta y pintora inglesa Mina Loy, no estaba en sus cabales.
A Mina, que había sido amante de Marinetti, Duchamp y Giovanni Papini, la conoció en 1917, en Nueva York. Encarnaba la imagen de «la mujer moderna», «la vanguardia de la vanguardia», en palabras de Francis Naumann. El amor «civiliza» hasta la fiera más salvaje. Sin dejar de cultivar el físico, Cravan abrevó en las aguas del misticismo, como quien busca una medicina para una «enfermedad incurable». Se purificó, hubo ruegos a Dios, deletreó el vocablo «pecado». Un año después, en México, se casaron. ¿Cravan con esposa y un trabajo como profesor de boxeo en la Escuela de Cultura Física? El período de gracia duró poco. Pronto, después de perder en el segundo round una pelea contra Jim Smith (Black Diamond), volvió a ser un hombre en fuga. Pero con mujer. La pareja sobrevivió -si cabe ese verbo cuando apenas comían tomates- representando números teatrales en los pueblos que atravesaban. El dinero no alcanzó para seguir juntos. Mina, embarazada, viajó a Buenos Aires. Cravan se reuniría con ella más tarde, cuando consiguiera la plata para el pasaje. Cuando se cansó de esperar a su marido, decidió embarcarse sola hacia Inglaterra.
Nunca escribió una novela. Pero la vida de Cravan tiene mucho de novela rocambolesca. Hay un final abierto, cruzado de intrigas. Una de las más pintorescas versiones sobre su muerte revela que se ahogó al intentar atravesar el golfo de México en un bote a vela, bajo el afanoso deseo de volver junto a Mina. André Salmon suscribía otro relato. Cravan murió en un episodio con aires de western: en un enfrentamiento con la policía montada en la frontera entre México y los Estados Unidos, a orillas del río Bravo. Después del nacimiento de su hija Fabienne, Mina lo buscó en prisiones mexicanas y norteamericanas. Incluso contrató a los servicios secretos británicos. El cadáver de Cravan nunca apareció; comidilla de primera para encender la fantasía popular. En 1920 se lo declaró oficialmente muerto. Cravan, el crítico brutal, el boxeador que bailaba, el poeta que podría haber escrito mucho más, es el mito perfecto. Vivió muchas vidas, murió muchas muertes.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/17-20570-2011-01-23.html