La victoria popular del 1º de enero de 1959, que abrió paso a la insurrección en Cuba y contagió a toda la América Latina de una rebeldía que aún tiene pleno auge, tuvo estrecha relación con el golpe de Estado por Batista el 10 de marzo de 1952. El peligro que representaba el eventual surgimiento […]
La victoria popular del 1º de enero de 1959, que abrió paso a la insurrección en Cuba y contagió a toda la América Latina de una rebeldía que aún tiene pleno auge, tuvo estrecha relación con el golpe de Estado por Batista el 10 de marzo de 1952.
El peligro que representaba el eventual surgimiento en Cuba de un gobierno con popularidad excesiva que, por ello, pudiera escapar del control de Washington, fue motivo para aquel cuartelazo dirigido a abortar tendencias que actualmente se considerarían menos que veleidades reformistas.
El objetivo revolucionario habría sido prácticamente imposible sin el golpe de estado ocurrido menos de tres meses antes de las elecciones generales en las que se daba por seguro el triunfo del aspirante del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) sobre el de gobierno, del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), en tanto Batista, el candidato favorito de la embajada de Estados Unidos, era ocupante del último lugar, según todas las encuestas y pronósticos.
Pero la situación se revirtió a favor del impopular aspirante a tirano que, como fruto de una conspiración militar avalada por Washington, asumió el mando de la nación. Fue un golpe, entonces considerado un hecho habitual en América Latina que cuajó con la fuga del presidente constitucional que había sido electo 4 años antes, según todas las normas «democráticas representativas» que exigían Estados Unidos y la Organización de Estados Americanos.
Solo desentonaron en aquel concierto una fuerte protesta estudiantil y el accionar jurídico del entonces joven abogado Fidel Castro que demandaba la condena del golpe y el castigo al golpista.
Luego de constatar la imposibilidad de continuar la lucha contra el golpismo por medios cívicos, dada la creciente represión policial y paramilitar, Fidel pudo organizar, en las difíciles condiciones de la clandestinidad, el contingente de jóvenes patriotas que asaltó el 26 de julio de 1953 la segunda fortaleza militar más poderosa del país, con el fin de iniciar desde allí la guerra de liberación.
Aunque la toma del cuartel Moncada no se logró, el alegato de Fidel Castro al ejercer como abogado su propia defensa en el juicio por aquellos hechos se convirtió en el programa revolucionario que convocó al pueblo a la lucha.
El surgimiento del Movimiento 26 de Julio organizado por los combatientes de asalto al Moncada tras ser beneficiados por una amnistía que Estados Unidos promovió para legitimar el gobierno de facto de Fulgencio Batista con la convocatoria a unas elecciones presidenciales, significó el comienzo de la insurrección, que más tarde alcanzaría un nivel superior con el desembarco en las costas del oriente cubano del yate Granma, viniendo de México con 82 expedicionarios encabezados por Fidel.
Aunque también esta acción fracasó al ser prácticamente aniquilada la tropa expedicionaria, un reducido grupo superviviente, con Fidel Castro al frente, logró consolidarse en la Sierra Maestra hasta desarrollarse como un poderoso Ejército Rebelde con apoyo de los campesinos y el respaldo logístico de los combatientes de la clandestinidad en las ciudades y de los exiliados.
Victoria tras victoria, las fuerzas rebeldes se extendieron por todo el país y otras organizaciones revolucionarias distintas al Movimiento 26 de Julio se incorporaron a la lucha guerrillera con espíritu de unidad aunque con total independencia organizativa. Así se fue consolidando en la lucha la conciencia unitaria que antes había llevado a José Martí a formular los principios del partido único de todos los cubanos para defender la independencia de la patria.
En noviembre de 1958, el Comandante en Jefe del Ejército Rebelde, Fidel Castro, dirigió personalmente la batalla de Guisa que inició a la ofensiva revolucionaria definitiva. Columnas rebeldes cerraron el cerco sobre Santiago de Cuba, la capital oriental, en tanto que, en la región central, Che Guevara y Camilo Cienfuegos rendían una tras otra las posiciones de la tiranía hasta quedar la mitad del país bajo control rebelde y la otra en poder de un ejercito totalmente desmoralizado, sin capacidad de combate.
El primero de enero de 1959, Batista abandonó el país y una maniobra de la embajada estadounidense encaminada a formar una junta cívico-militar para impedir la toma del poder por la revolución se frustró cuando Fidel Castro llamó al pueblo cubano a la huelga general que aseguró el triunfo de la revolución.
Así fue como funcionó en Cuba la lógica Golpe de Estado-Revolución popular que transformó la villanía en gloria.
Los fallidos intentos de golpe de Estado contra los gobiernos populares de Venezuela, Bolivia y Ecuador, en época reciente, han ilustrado igualmente el nexo causa-efecto entre ambos fenómenos, porque han servido, de una u otra forma, para consolidar y hacer avanzar los procesos de cambio revolucionario que ellos vienen llevando a cabo.
El bochornoso cuartelazo de Honduras que impidió a su pueblo la consolidación de su independencia nacional teniendo como base la solidaridad latinoamericana, podría desembocar, más temprano que tarde otra confirmación de esta dialéctica.
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