Mientras la Facultad de Medios Audiovisuales del Instituto Superior de Arte celebra una nueva graduación y otra edición de su festival Imago, este texto recuerda su importancia para el audiovisual cubano.
Llegué como profesor de Historia del Cine a la Facultad de Medios Audiovisuales (FAMCA) a finales de la pasada década de los noventa, el mismo año en que se le otorgaba al Instituto Superior de Arte (ISA) una extraña distinción: el Premio Imperial de las Artes, que confería una asociación japonesa de alto nivel. En ese momento, la escuelita de cine, que es como casi todo el mundo la conocía, estaba ubicada en una casona de 5ta y 20, en la lujosa barriada de Miramar, y solo ofrecía cursos por encuentros quincenales a trabajadores de los medios. El lugar podía ser muchas cosas, pero nadie podía imaginar que detrás de la copiosa vegetación que cubría su entrada se diseñaba, de alguna manera, el futuro de la industria audiovisual del país.
Corría 1999 y por los estrechos pasillos de la institución apuraban sus tesis algunos ilustres desconocidos, como Marilyn Solaya (con un trabajo sobre «Alegrías de sobremesa»), Inti Herrera, Ian Padrón (preparaba Motos), Esteban Insausti (tenía casi listo su corto Más de lo mismo), Leandro Martínez (¿Me extrañaste mi amor?), Humberto Padrón (con Video de familia) Luis Leonel León (Habaneceres) y Marcos Castillo (editaba su documental sobre Los Beatles), entre otros.
Apenas habían pasado 10 años desde aquel día de 1988 en que abrió sus puertas, en un pequeño local perteneciente al Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), ubicado a pocos metros de la esquina que más tarde le serviría de sede. Debe recordarse que ya existía una escuela de cine, la de San Antonio de los Baños, fundada con gran resonancia en diciembre de 1986, donde estudiaban algunos cubanos. No debe extrañarnos que, entonces, muchos se sorprendieran con esta noticia, cuestionando la viabilidad del nuevo proyecto, pues durante tres décadas el cine cubano alcanzó resonancia universal sin que sus artistas o técnicos hubiesen recibido formación académica o teórica de alto nivel. La industria trabajaba con sus talentos a través de un largo proceso piramidal que utilizaba el ejercicio cinematográfico directo como principal herramienta pedagógica. Al Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) se entraba de diversas formas y, aunque se impartían cursos o talleres internos en múltiples especialidades, el cine se aprendía haciéndolo.
Por aquellos días de 1988 aún existía el campo socialista, aunque nadie imaginaba que le quedaría menos de un año; la perestroika de Gorbachov estaba en su apogeo; Fidel había iniciado el Período de Rectificación de errores y la tenencia de divisas se penalizaba con la cárcel. En La Habana, los artistas habían tomado calles, galerías y plazas con llamativos performances y acciones plásticas, mientras en el plano audiovisual se generaban prometedoras estrategias, pues acababan de surgir los Grupos de Creación en el ICAIC, el Movimiento Nacional de Video daba sus primeros pasos y también los Talleres de Cine, impulsados por la Asociación Hermanos Saíz, que tanto marcaron a una generación.
La facultad de medios surge, sorpresivamente, en aquel contexto de renovaciones, esperanzas y mutaciones. Según Jesús-Chucho-Cabrera, su fundador y decano por 12 años, todo comenzó alrededor de 1987, cuando a raíz de una reunión con directivos del ICRT, el Ministerio de Cultura y el gobierno, él plantea la contradicción de que a muchos de los creadores y artistas de los medios, especialmente los que trabajaban en la TV y la Radio, no se les podía gratificar adecuadamente, pues aunque dirigían complejos programas, no contaban con estudios superiores afines a sus especialidades de labor. Es decir, se podía ser, por la práctica, sonidista, fotógrafo, editor o realizador, pero la escala salarial exigía que para obtener la máxima remuneración había que ser, también, universitario. Así que pudiéramos decir que la facultad de medios surge gracias a un conflicto salarial.
Cuenta Jesús Cabrera que, a los pocos días de aquella reunión, en la que también estaba Raúl Castro, es citado a la oficina de Armando Hart, entonces Ministro de Cultura. Al llegar, se encuentra con Julio García Espinosa, presidente del ICAIC; Antonio Rodríguez, rector del ISA, e Ismael González (Manelo), quien estaba al frente del ICRT. El visto bueno para la apertura de una escuela ciento por ciento cubana estaba dado por las autoridades y había que, en breve tiempo, configurar un plan de estudio, un claustro de profesores y toda una estructura docente sobre la cual levantar la nueva facultad, integrada al sistema de la enseñanza artística que ya existía en el país. Asesores, metodólogos, artistas, funcionarios y profesores fueron llamados a estudiar experiencias similares, adaptar programas y configurar nuevas materias. Cuando aparentemente todo estuvo listo, la sede aún no existía y, por tanto, tampoco la infraestructura tecnológica necesaria para alzar un centro profesional de estudios especializados. Pero en un país acostumbrado al voluntarismo, tales cuestiones se veían como secundarias.
La premura que acompañó el diseño de aquel proyecto puede haber sido la causa de muchos de los problemas que aún hoy lo acompañan. El primero de ellos, desde mi punto de vista, tiene que ver con su propia concepción integradora, que relaciona la radio, una expresión básicamente sonora e informativa, con el cine y la televisión, que se mueven en un espectro más amplio y complejo, cuya naturaleza manipula el tiempo y el espacio utilizando imágenes en movimiento y diferentes técnicas. Son lenguajes diferentes. Desde luego, es justa la lógica de profesionalizar y permitir que los creadores radiales cuenten con estudios superiores, pero esta especialidad debió situarse, antes y ahora, en la Facultad de Periodismo, que le era más consustancial.
Una segunda y grave cuestión fue la de excluir al guion de las especialidades artísticas formativas. La facultad gradúa a editores, sonidistas, fotógrafos, productores y realizadores, pero no a guionistas. Al parecer se entendió, erróneamente, que los jóvenes con talento y habilidades para escribir relatos para los medios debían optar por la facultad de Artes Escénicas, donde se estudiaba Dramaturgia y Teatrología. Un disparate, pues el arte teatral tiene sus propias particularidades expresivas. El sinsentido se hace mayor si pensamos que el cine, la radio y la televisión necesitan historias y guiones sobre los cuales estructurar sus obras. ¿Cómo escindir una especialización tan vital como la escritura de guiones de la propia dinámica académica y artística que pretendía potenciar la facultad?
El tercero de los problemas viene dado por la idea de que se trataba, solo, de un centro para la formación teórica y la elevación del nivel académico de sus estudiantes. Tal «principio» redujo el compromiso de las instituciones, pues bastaban un local, una pizarra y un profesor para echar a andar y, tras cinco años de pura teoría, se egresaba, cual Leonardo da Vinci, listo para trabajar en cualquier medio. Se decía que, como la facultad se había abierto para trabajadores, ellos solo necesitaban aprender un grupo de saberes y conocimientos de la cultura universal. La práctica la tendrían cada día en sus propios medios, pues por algo ya trabajaban en ellos.
Como la vida es siempre más rica que nuestras ideas y planes, resultó que muchos de esos «trabajadores de los medios» que han pasado por la facultad, no lo eran tanto o, si lo eran, desempeñaban más bien faenas secundarias. Se ocasionaba entonces un conflicto institucional que duró por mucho tiempo: el ICRT exigía a los egresados cursos de habilitación profesional antes de calificarlos para sus puestos, desdeñando los títulos y especializaciones artísticas obtenidas en su paso por el ISA. Para rematar las discordancias del sistema, varios de los profesores que tenían la tarea de «habilitar» eran los mismos que impartían clases en la escuela de Miramar.
Por otra parte, durante la pasada década de los noventa, las relaciones de la facultad con el ICAIC vivieron su momento más bajo y, a ratos, fueron como un matrimonio mal llevado. Muchos en la institución entendían que la escuela tenía poco de cine (solo se hicieron dos tesis sobre celuloide) y demasiado de televisión o radio. Aunque ya las fronteras entre los medios se empezaban a desdibujar, aún permanecía la idea de que los artistas que trabajaban en un medio no debían mezclarse con los de otros. Jesús Cabrera, un «hombre de la televisión», conformó un claustro mayormente integrado por profesionales de ese medio (Abel Ponce, José Ramón Artigas) y algunos provenientes del entorno del cine, como Enrique Pineda Barnet, Jorge Fuentes, Belkis Vega, José Massip, Rogelio París, Enrique Colina, o el productor Humberto Hernández, quienes se sumaron esporádicamente y de buena gana al proyecto, aunque sus apreciables colaboraciones no duraron, ya fuera por conflictos con el propio sistema de enseñanza, decisiones personales o por discrepancias con el estilo de dirección planteado por su decano.
En 1991, los sucesos de Alicia en el pueblo de Maravillas recolocaron nuevamente al frente del ICAIC a Alfredo Guevara, quien ya tenía que emplear bastantes energías y diplomacia para tratar de mantener a flote el organismo que había fundado en 1959 y que, por decreto ministerial, se había disuelto. La escuela del cine no estaba en sus prioridades, no había participado en su creación, no compartía sus métodos de enseñanza y su personalidad y estilo de trabajo estaban en las antípodas de Jesús Cabrera. En 1994, el ISA le otorgó el título de Doctor Honoris Causa en Arte a Guevara y no hubo muchas menciones en aquel acto para la facultad de medios. El silencio se hace más llamativo al comparar todo el apoyo que el ICAIC le brindó durante esa década a la Escuela Internacional de San Antonio, un proyecto que, desde luego, le era mucho más cercano política y culturalmente.
Las peculiares características de la estructura administrativa que rodeaban a la facultad y al propio Instituto Superior de Arte, al cual pertenecía, la situaban en un terreno de nadie. Se encontraba en el medio de dos organismos estatales: el Ministerio de Cultura y el de Educación Superior. Las intenciones y estrategias de uno muchas veces chocaban con las políticas que en el marco de la enseñanza nacional dictaba el otro. A diferencia de cualquier escuela de cine del mundo, la nuestra no tenía la más mínima autonomía y cualquier decisión que en ella se tomara debía ser ratificada o rechazada por instancias superiores o ajenas a la institución.
En tal sentido, el plan de estudios, el peso de algunas materias, los contenidos de las asignaturas, el financiamiento, las cuestiones administrativas, el apoyo tecnológico o logístico, la promoción, las libertades para invitar a profesores extranjeros o la capacidad para insertarse en las dinámicas de las producciones audiovisuales contemporáneas debían ser aprobadas en otros niveles, anulando múltiples iniciativas y reduciendo el impacto del centro en el ámbito de la cultura nacional. Todavía bien entrado el siglo XXI, la mayor parte de los ciudadanos cubanos y extranjeros reconocían a la de San Antonio como la única escuela del país, pues del ISA apenas se hablaba [1] y es que ni siquiera aparece registrada en la Federación Internacional que agrupa a los centros de formación cinematográfica del mundo, organismo que incluso llegó a presidir recientemente un cineasta cubano.
La frondosa vegetación que rodeaba la casona de 5ta y 20 fue también una metáfora de su invisibilidad. Es cierto que, por aquellos tiempos, estábamos en Período Especial y el país, a mediados de los noventa, justo cuando se producían las primeras graduaciones de la escuela, pasaba por sus momentos más críticos y definitorios. Sin embargo, ¿deberíamos achacar solo a esta terrible circunstancia el hecho de que nunca se propiciaran posgrados y maestrías, que no se conservara una memoria audiovisual con los trabajos que se generaban en su sede, que no existiera una mediateca con los filmes más relevantes de la Historia del Cine, que nunca abriera una oficina o departamento de promoción, o que la facultad se mantuviera distante de los procesos creativos que sí tenían lugar en la escuela de San Antonio o hasta en el propio ISA? Si alguien intentara hoy visionar las obras filmadas en aquellos años, revisar las tesis o incluso repasar la lista de sus egresados, se encontrará con un mundo poblado de fantasmas, de datos imprecisos, o de historias atrapadas en mohosas cintas de VHS.
¿Hasta qué punto los creadores audiovisuales que pasaron por la facultad en los noventa supieron o pudieron interpretar artísticamente los dramáticos acontecimientos que les tocó vivir? ¿Cuántos documentales, cortos de ficción, programas de radio o televisión dialogaron con, por ejemplo, la caída del campo socialista, el «proceso de rectificación», el llamamiento al Congreso del Partido, la doble moneda, la parálisis del país, el auge de la prostitución, el mercado negro y la crisis de valores, el regreso de nuestras tropas de África, la epidemia de neuritis óptica, la emigración descontrolada, el exilio, los sucesos de 1994, la visita del papa Juan Pablo II en 1998, la llegada de Chávez al poder, la sustitución de Roberto Robaina en 1999, el fin del milenio o el secuestro de Elián González, por solo citar algunos de los sucesos más relevantes e impactantes a nivel social ocurridos en la década? Pero no solo se trataba de dialogar, sino también de problematizar. Si se hicieron, ¿dónde pueden verse aquellos filmes? Creo que solo sobrevive uno,…y todavía el sueño, el found footage documental de Humberto Padrón, rodado en 1998.
Muy difícil debió ser para el equipo de dirección de la facultad mantener las aulas abiertas en tales circunstancias económicas y sociales. En diferentes espacios, Jesús Cabrera ha contado los numerosos problemas que debía enfrentar cada día para asegurar que los alumnos tuvieran, al menos, un profesor delante, aunque no fuese el idóneo. Y es que una cosa era ser un experimentado director de fotografía, un editor o un realizador de extensa obra y otra bien distinta saber cómo transmitir conocimientos a un auditorio durante todo un año de encuentros. Así, la falta de exigencias de algunos profesores, escudados tras la idea de «para qué lo voy a suspender ahora, ya la vida lo suspenderá», terminaba por naturalizar la apatía y la mediocridad.
Buena parte de las promesas hechas por las autoridades, cuando en 1987 se empezó a diseñar el proyecto, por una razón u otra, nunca fueron satisfechas. Incluso, algunas de ellas (dos pequeños estudios para realizar grabaciones radiales, o televisivas) aún siguen sin concretarse [2]. Habría que señalar también cómo la personalidad de un directivo, su estilo o visión del arte y su relación con la vida contemporánea pueden hacer girar el péndulo hacia uno u otro lado. En tal sentido, se recuerda, lamentablemente, que la dirección de la facultad entorpeció el desarrollo profesional de varias mujeres interesadas en la especialidad de fotografía, quienes tuvieron que esperar hasta bien entrado el presente siglo para concretar sus sueños. Tampoco pareció legitimarse desde la dirección del centro un espíritu crítico en las obras, una reflexión cuestionadora sobre los fenómenos que acontecían en el país, ni tampoco una búsqueda en el orden visual o estético que llevara a los alumnos por sendas más experimentales pues, al parecer, era más importante reproducir que crear, aceptar un modelo que romperlo y siempre aparecía la frase «no es el tiempo adecuado para esto.«
A pesar de todo, un realizador como Tomás Piard, egresado en 1994, recuerda con bastante nostalgia el ambiente que, por ejemplo, lograban infundir a la escuela los profesores del departamento de Filosofía y Estética del ISA, quienes, a su juicio, eran lo mejor que podía tenerse por aquellos años. Se trataba de un grupo conformado por Magaly Espinosa, Madelín Izquierdo, Gustavo Pita, Orlando Suárez Tajonera, Rafael Pinto y Lupe Álvarez, quienes venían implementando un programa de Teoría del Arte que integraba el pensamiento filosófico a la práctica artística. Fue un sistema de enseñanza que ya se aplicaba en otras facultades del ISA y que había causado gran impacto desde el punto de vista creativo entre los artistas plásticos de finales de los ochenta. Trasladado por un tiempo a la experiencia de la facultad de medios, los estudiantes debían visualizar con ejercicios de realización los problemas planteados por la filosofía, y ese reto servía también como una provocación para dialogar con la historia de la cultura e interpretar con imágenes el mundo que les rodeaba.
Llama la atención que, en aquellos primeros años y durante buena parte de los noventa, las matrículas padecían de gigantismo, como si se quisiera purgar de una vez la carencia por décadas de este nivel de enseñanza, y aunque se aplicaban exámenes de aptitud, algunas autoridades se quejaban de ellos, pues entendían que cercenaban, por su rigor, el interés de numerosos aspirantes. Llegó a decirse que, como cada provincia tenía un telecentro, había que graduar la mayor cantidad posible de interesados para ubicarlos a trabajar rápido allí.
Esa política de masificación, improcedente en el área de la tan especializada enseñanza artística, aún perdura; y a cada rato se escuchan voces que cuestionan el sistema de plazas limitadas. Se ha llegado al absurdo de decir que en el ISA y la facultad de medios solo estudian habaneros e «hijos de artistas». Invito al que lo desee a llegarse a las aulas de la FAMCA y hacer su encuesta. Les adelanto, de todas maneras, que el 75 por ciento de los estudiantes son de provincias y, desde luego, tienen padres y madres, aunque no necesariamente artistas.
Esa lógica formativa a gran escala, propugnada por la burocracia masificadora, obtuvo su respaldo con la apertura, en 1990, de una filial en Holguín y pocos años después otra en Camagüey. Extraordinario debió ser para estas regiones conformar un claustro adecuado y estable que lograra, en pleno Período Especial, solventar los retos pedagógico-artísticos que tal empeño demandaba. Si en la capital la facultad apenas lograba sobrevivir y, con mucho trabajo, mantener por tres años a un mismo profesor, no puedo imaginar lo que debió ocurrir -u ocurre- en las otras filiales.
¿Para qué se tiene una escuela de cine o de medios? ¿Qué esperamos de ella? ¿Qué estudiantes debemos aceptar? ¿Debe ser una cuestión de simple superación, de matemática social, o una plataforma para generar inquietudes estéticas? ¿De qué forma una dinámica docente y creativa puede ser refrendada en una comunidad? ¿No debería un espacio artístico generar confrontaciones académicas capaces de extenderse a los espacios públicos? ¿Tuvimos en los noventa, o ahora, un mejor cine, televisión o radio gracias a este centro? Fomentar la investigación y el análisis teórico está muy bien, pero ¿cómo es posible extirpar la praxis de ese proceso formativo?
Lo cierto es que con carencias y enormes dificultades, cerca de 400 estudiantes pasaron por las aulas de la facultad de medios durante los noventa. Muchos de ellos, a los que quizás «la vida ha suspendido», son hoy desconocidos, y su quehacer se diluye en el día a día, la rutina, el conformismo. Otros han conseguido hacerse de un nombre, en Cuba o lejos de ella, creando, buscando su estilo, rompiendo moldes, adaptándose o trabajando en cualquier otra cosa. Se sabe que solo una escuela no hace a un artista, pero le brinda las herramientas para que su obra sea estéticamente válida, coherente con sus inquietudes, técnicamente funcional y, quizás, el tiempo dirá, pueda convertirse también en una obra de arte.
La facultad ya no está en 5ta y 20, sino en 14 y 3ra, en otra residencia de Miramar, mucho más amplia. Ahora se llama Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual, o FAMCA, por sus siglas, y en algunos días pueden coincidir en sus pasillos y pequeñas aulas casi medio centenar de alumnos al mismo tiempo. El Instituto Superior de Arte también mutó su nombre y ahora es la Universidad de las Artes. Muchas cosas han cambiado allí y otras no tanto. En 2001 la facultad abrió también sus puertas a estudiantes provenientes del nivel preuniversitario. Fue un paso y riesgo extraordinario. Se adaptó el viejo plan de estudios, aplicado con fórceps a los dos primeros grupos que ingresaron, y desde esa fecha hemos tenido otros dos planes nuevos. No se ha abierto el guion como perfil de salida, aunque sí aumentaron las horas para las materias asociadas a él.
Dieciocho han sido las graduaciones que ha tenido la facultad desde que se abrió el curso regular. Un número importante de esos egresados proviene de otras provincias del país y casi una treintena llegó de otras naciones, como Colombia, México, Perú, Bolivia, Ecuador o España. Desde hace cinco años se incorporaron en el proceso docente, ahora más polivalente, los ejercicios audiovisuales de uno y tres minutos para todos los estudiantes del curso regular que es, por mucho, el que mayor atención y recursos exige. Respondiendo a demandas formativas e intereses institucionales, los estudiantes han participado activamente en proyectos comunitarios relacionados con la salud, la educación o el activismo social. Las maestrías y diplomados dejaron de ser asignaturas pendientes y en años recientes se han logrado finalizar algunas.
Los problemas con el claustro docente se han acentuado, siendo este el más grave de todos. No importa la letra o buenas intenciones de los planes de estudio (acaba de aprobarse el plan E) que los metodólogos, obsesionados con homogeneizar la enseñanza en el país, implementen. Todo ese diseño se viene abajo si los profesores no están a la altura que los tiempos y la enseñanza artística de nivel superior requiere. Los mejores creadores y técnicos del país no pueden comprometerse de manera estable con las dinámicas de enseñanza existentes en la facultad. Los artistas no pueden estar a tiempo completo dedicados a la docencia porque, como es lógico, sus prioridades están en la propia creación. Tal vez el camino sea aplicar un modelo de cursos por talleres intensivos o concentrados. El bajo salario, las precarias condiciones de sus aulas, la inexistencia de bibliotecas y videotecas apropiadas, las promesas reiteradamente incumplidas, el envejecimiento del parque tecnológico, la ausencia de estímulos y atenciones para los especialistas que allí laboran han generado sistemáticas deserciones.
Atada aún a las políticas y fórmulas que impone el sistema educativo cubano, la facultad y sus directivos poco pueden hacer. Lo que viene sucediendo en las filiales de Holguín y Camagüey es lamentable. Por otra parte, no existen mecanismos jurídicos para que la facultad gestione de forma autónoma sus recursos, maestros, infraestructura o medios tecnológicos, lo que la hace totalmente dependiente de las estrategias y los fondos que apruebe el Ministerio de Cultura.
Desde que se abrió el curso regular, las sucesivas direcciones -cuatro – de la facultad han intentado suscribir, sin mucho éxito duradero, convenios de trabajo con otros centros superiores del país, universidades que, increíblemente, en similar periodo, sí tuvieron la suerte de contar con recursos y atenciones de las autoridades. No se explica cómo unos pueden tener estudios de televisión y radio, salas de teatro, modernos laboratorios de computación, conexiones a las redes o internet, aulas y espacios dignos para proyectar audiovisuales y la Facultad de Medios del ISA, luego de tres décadas, no disponga de ninguno.
Dicen que la práctica es el mejor criterio para la verdad. Lo que en un momento tuvo sentido, no tiene por qué tenerlo ahora. Deberíamos preguntarnos: ¿es pertinente mantener un curso para trabajadores? La realidad nos dice que cada año tenemos menos aspirantes, hasta el punto de que se han tenido que unificar los aprobados de dos convocatorias para conformar un curso con al menos 10 estudiantes. Ya el ICRT tiene implementados cursos sistemáticos de superación y habilitación en sus predios y desde hace casi dos décadas la facultad tiene también abierto su curso regular. No estamos en las pasadas décadas de los ochenta o noventa, cuando nadie disponía de una calificación superior en las cinco especialidades artísticas que ofrecía la facultad.
Por otra parte, la abrumadora mayoría de los que ingresan en la FAMCA se decantan rápida e inequívocamente por el cine o el audiovisual. Sus intereses, expectativas o deseos se levantan sobre la imagen; entonces, ¿deberíamos mantener los perfiles, la cantidad de horas, las materias y la formación profesional también para la radio? ¿No deberían estos estudios y esfuerzos ubicarse en la Facultad de Periodismo o Comunicación Social, más ahora, cuando se han reducido los años lectivos de cinco a cuatro?
En los últimos tiempos y de forma intrusiva, se vienen aplicando, al menos en la FAMCA, modelos de enseñanza donde los asuntos teóricos y las metodologías para la investigación se superponen en demasía a los procesos creativos. Las discusiones en las tesis son un buen ejemplo de ello, cuando los estudiantes hablan más de conceptos, tropos, paradigmas y modelos de investigación aplicados, que de su propia obra. El Plan E recién aprobado está saturado de categorías científicas, obligaciones y rutas metodológicas, como si nuestros egresados fuesen a ejercer la crítica literaria, o culminaran sus estudios en las facultades de Filología o Historia del Arte. Algunas autoridades sostienen que la razón esencial de las obras audiovisuales es enseñar, mostrar valores, informar, y que nuestros egresados deberían estar preparados para ejercer también una didáctica del audiovisual (¡!). Lo estético se menciona poco y cuestiones tan esenciales como la inspiración, la subjetividad, las poéticas o estilos personales, la libertad artística, el mundo referencial, las emociones, la experimentación o la sinergia con otras especialidades como las artes plásticas o escénicas no proliferan en la redacción del documento.
En una carrera que ahora dura cuatro años, de los cuales solo tres son efectivos (el último es para hacer dos tesis), la cantidad de contenidos y saberes exigidos resulta apabullante. No debe olvidarse que las generaciones actuales cada vez rechazan más los discursos y las retóricas unidireccionales. El exceso de información solo genera extrañamiento y apatía. Si los planes de enseñanza (todavía demasiado presenciales) no se abren a la interactividad, y el conocimiento a la provocación o ruptura de los modelos artísticos, poco estaremos haciendo.
Es extraordinario, casi milagroso, que luego de tanto tiempo y adversidades -que incluyen sobrevivir a tres penetraciones del mar-, esas edificaciones aún consigan formar y graduar a decenas de jóvenes cada año. La enseñanza artística es muy costosa y nuestras instituciones han tenido un rol importante en ello. Pero también es una muestra del enorme potencial creativo latente en el país y, sobre todo, del sacrificado compromiso de muchos de sus profesores. Los nombres de Rudy Mora, Orlando Cruzata, Alejandro Pérez, Ernesto Fundora, Luis Najmías, Tomás Piard, Marilyn Solaya, Luis Hidalgo Ramos, Anabel Leal, Rini Cruz, Lídice Pérez, Delso Aquino, Rolando Chiong, Alejandro Brugués, José Víctor Herrera, Ian Padrón, Esteban Insausti, Inti Herrera, Jonal Cosculluela, Lily Suárez, Humberto Padrón, Carlos Quintela, Alejandro Ramírez, Maryulis Alfonso, Claudia Calviño, Velia Díaz de Villavilla, Sebastián Miló y muchos otros corresponden a alumnos que transitaron durante años por sus pasillos y aulas. La amaron, sintieron y sufrieron. Hoy son relevantes y conocidos artistas, pero ¿hasta qué punto sus miradas, poéticas o estilos responden a los saberes adquiridos en su paso por la facultad? ¿Son conscientes de ello? ¿Fueron felices por siempre?
A esta historia le queda aún mucho por contar.
Notas: