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Hacer amistad

Fuentes: Rebelión

Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Confieso que sentí una profunda inquietud cuando se me pidió que participara en un coloquio sobre la amistad: esta palabra, aislada de todo contexto y tomada en tanto que tal me provocaba algo muy parecido al miedo. Decidiendo aceptar la propuesta, a continuación me pregunté sobre las razones de este malestar y para tranquilizarme, y quizá también para ocultarme una sensación de incapacidad, me dije que seguramente no era el único que experimentaba esa sensación y que cualquiera habría experimentado lo mismo al enfrentarse a esta tarea. De hecho, semejante reacción es completamente normal y la razón es evidente: emprender un trabajo de reflexión serio sobre la amistad da casi miedo porque desde el mismo instante en que nos comprometemos en la tarea esta palabra, que justo antes no era más que un término corriente y banal del lenguaje cotidiano, estalla en mil pedazos provocando un especie de temblor en el equilibrio precario de nuestros conocimientos y de nuestras creencias. No podemos evitar una sensación de vértigo porque tenemos la sensación de sumirnos en un pozo sin fondo en el que entremezcladas de forma inextricable volvemos a encontrarnos tantas cosas, tantas figuras, espectros y también recuerdos, experiencias pasadas, ilusiones y percepciones que nos dejan completamente desorientados. Desde el momento en que se trata de captar el significado real de la palabra «amistad», que designa a la vez el objeto de un saber y de una experiencia vivida, el contenido de este término se pierde en las brumas. En efecto, ya desde la juventud todos nosotros utilizamos regular y correctamente esta palabra y en el bagaje de nuestra experiencia vivida todos nosotros tenemos experiencias que se clasifican bajo el término de amistad o de amigos. Y, sin embargo, a la pregunta ¿qué es la amistad? somos incapaces de dar una respuesta clara, de traducir este saber y esta experiencia en enunciados o definiciones. Para describir esta situación de desorientación se podrían retomar las mismas palabras que dice San Agustín a propósito del tiempo: si no me lo preguntan, creo saber lo qué es, pero si se me pregunta, ya no lo sé.

La sensación de vértigo que experimentamos frente a la palabra «amistad» cuando tratamos de dar una explicación no es seguramente un caso aislado. Se produce la misma sensación con muchos otros términos: el amor, la belleza, la libertad, el bien, el mal y la lista podría continuar. Como todo el mundo sabe, se trata de este tipo de términos que definimos abstractos para diferenciarlos de estos otros, como caja, gato o pizza que llamamos, en cambio, concretos. Estos son términos recipiente, cajas conceptuales cuyo contenido siempre tiene la propiedad de desbordar, de exceder las paredes materiales del signo -el significante- que son, sin embargo, la condición misma de su existencia. Se trata de entidades reales que, con todo, no son empíricas en el sentido estricto del término; en su caso no hay una línea directa que une el significante con su objeto como ocurre, por ejemplo, con la palabra «caja». Pero, bien mirado, incluso su realidad es algo extraño porque yo podría permitirme decir sin ser tachado de loco que cosas como la libertad, la democracia, la AMISTAD no existen, que no se encuentran en este mundo. Y, sin embargo…Y, sin embargo, paradójicamente diciéndolo, afirmando su ausencia, no haría de hecho sino confirmar su consistencia. Con términos de este tipo nos enfrentamos con ideas, y utilizo aquí el término idea en el sentido griego de Eidos, es decir, de formas, de figuras o de esencias, si se prefiere, que son reificaciones sintéticas de la experiencia de la humanidad entera, la cual, a través de estos términos, se cuenta, se acuerda de ella misma, se autoexamina y se refleja en ellos. Son términos que nos perturban, que nos desorientan, pero que, de nuevo paradójica y aporéticamente, nos sirven para orientarnos de la misma manera que las señales de tráfico porque funcionan como las muletas indispensables de una razón y de una experiencia siempre titubeante. Estas cajas conceptuales, estos Eidos, como libertad, democracia, amistad, no indican cosas singulares sino más bien procesos, recorridos, produciéndose constantemente -o no produciéndose- y que se proyectan siempre delante de nosotros, que también, quizá, continuarán después de nosotros y que nosotros no hemos activado porque han comenzado mucho antes de nosotros. Son términos que atraviesan el tiempo, idealidades omnitemporales, recargadas y ampliadas por siglos de historia. Cada vez que pronunciamos la palabra democracia, libertad, amistad nos sumimos y nos volvemos a poner en movimiento, volvemos a discutir, implícita o inconscientemente, pero inevitablemente el inmenso depósito de la memoria colectiva con todos sus insondables vínculos, sus contradicciones, sus aporías.

Un verdadero torbellino es lo que se desencadena cuando tratamos de «congelar la imagen» sobre la palabra amistad, es decir, cuando tratamos de detener el proceso de esta experiencia vivida que es la amistad, por decir su sentido, su naturaleza. El intento de realizar esta congelación de imagen provoca en seguida l’aparicion de una trama inextricable de otros términos y conceptos que tienen un vínculo indisoluble con la amistad: amor, fraternidad, igualdad, altruismo, generosidad, fidelidad, sinceridad, honestidad, alianza, repartición y, por supuesto, todos sus contrarios: odio, enemistad, desigualdad, traición, guerra, egoísmo. Tantos términos que, queramos o no, movilizan los archivos de la memoria colectiva y que debemos penetrar obligatoriamente cada vez que decimos a alguien «eres mi amigo». Estamos obligados a atravesar las bambalinas de estos archivos no sólo con los signos del lenguaje sino también con los signos gestuales que nos acercan al cuerpo del amigo y que implican tantas rejillas históricas, un inmenso bosque de símbolos y de prohibiciones, de códigos, de escenarios, de «posturas». Partir de la Historia sabiendo que esta partida nunca coincide con el inicio, con el punto cero de la historia no es, por lo tanto, un rodeo o un simple juego académico. Es un paso obligado, es lo que funciona de pre-texto, en el sentido literal del término, como lo que precede al texto y lo que me, nos precede.

De esta larga y compleja historia asociada al término amistad hay al menos un elemento que podemos aislar sin dudarlo, que podemos considerar como un dato seguro: en su significación primaria, e incluso diría universal, la amistad se percibe como una «cosa buena». Denota una relación afectiva entre unos seres cuya propiedad principal es la de una gratuidad fundamental. En efecto, no existe ninguna cultura que no haya exaltado a través de los mitos, de los relatos o de los proverbios la figura de la amistad y del amigo. Desde luego se trata de una visión idealizada que podríamos ridiculizar fácilmente mostrando que, en realidad, en toda relación humana siempre hay un interés personal o una forma de egoísmo. Pero aún admitiendo que en la vida cotidiana las cosas siempre ocurren, quizá, de cierta manera, no se puede eliminar la mirada ideal asociada al término amistad porque no podemos transformar lo que es un plausible estado de hecho en un estado de derecho. Razonar así sería como pretender hablar de la justicia haciendo valer como ejemplo real de su verdadera naturaleza la constante injusticia de la vida cotidiana. La amistad, como la justicia y tantos otros términos (libertad, democracia, altruismo, etc.) es una idea, positiva en sí misma, que supone una mirada ideal y que en la experiencia vivida sólo puede realizarse por medio de grados. Pero esta mirada ideal no es una ilusión, un engaño: bien al contrario es lo que le da su consistencia y lo que estamos obligados a tomar en consideración. Debemos hacerlo incluso si reconocemos la verdad de esta frase, contradictoria además, la cual desde el principio, desde Aristóteles -el primero, según Diógenes Laercio, en haberla pronunciado- atraviesa la historia, pasando por Montaigne y llegando hasta Derrida: Oh, amigos míos, no hay ningún amigo.

La amistad es y sigue siendo una buena cosa, y ello a pesar de las advertencias de Derrida, quien ha subrayado justamente su figura tradicional falocéntrica y su relación con el concepto de fraternidad cuyo valor ideal sigue estando arraigado, más allá del intenso movimiento de sublimación, de santificación y de universalización, en la familia o en el nacimiento (y, por tanto, en la naturaleza nacional: sangre, suelo, autoctonía) y en la virilidad, en la virtud viril de los hijos varones, de los héroes y de los soldados. Sin duda es el lado sombrío de esta larga historia de teorizaciones ideales sobre la amistad y cuyo aspecto más negro es probablemente la constante exclusión de la mujer. Una exclusión, además, que persiste hasta una época bastante reciente. Nietzsche, por ejemplo, en el famoso pasaje de Zaratustra en el que hace un elogio del amigo, escribe que -cito- «durante mucho tiempo hubo en la mujer un esclavo y un tirano oculto. Por lo que ella todavía no es capaz de amistad: conoce sólo el amor […] La mujer no es capaz de amistad. Unas gatas, eso es lo que siguen siendo todavía las mujeres, y unos pájaros. Y, en el mejor de los casos, unas vacas». El pasaje citado no es más que un ejemplo entre otros, chocante pero emblemático. Ahora bien, sin olvidar o subestimar este aspecto, no me detendré en él porque creo que podemos autorizarnos a ponerlo entre paréntesis aunque precisando, con todo, que este acto de abstracción tiene el mismo valor que la abstracción que hacemos cuando, admirando la democracia de la Polis griega, ponemos entre paréntesis la existencia de la esclavitud.

Una vez dicho esto, volvamos al hilo de nuestro discurso. La mujer, decía Nietzsche, no es capaz de amistad, conoce sólo el amor. Pero la amistad también es una forma de amor. Así pues, ¿en qué podemos diferenciarlas? Para responder a esta pregunta retomo la distinción canónica que nos proporcionó la tradición griega y de la que me permito hacer una esquematización que utilizaré como marco categorial.

Para los griegos hay tres figuras, tres concretizaciones diferentes del amor y aun cuando los vínculos y los mestizajes entre estas tres figuras sean múltiples, su diferencia también estaba marcada e institucionalizada por la lengua: amor como Eros, amor como Philia y amor como Agape. Eros es el amor como pasión y como deseo dirigido al mundo y a sus objetos. Se trata de un impulso, de una fuerza libidinal que se desencadena a partir de un sentimiento de falta y este sentimiento es la verdadera fuente, el verdadero motor que anima a Eros y lo pone en movimiento. Según un mito que Platón hace contar al poeta Aristófanes en El Banquete, este sentimiento proviene del hecho de que en el origen, antes de ser separada y seccionada en dos mitades, el alma de los humanos era una Unidad absoluta, estaba al lado de los Dioses (en los textos bíblicos este mito de la separación se convertirá en la caída de Adán y Eva, el pecado original y, por consiguiente, la pérdida del paraíso) y a partir de este momento se implanta en el corazón de los hombres Eros, el impulso que busca incesantemente recomponer la fractura: Eros no es más que otro nombre de la nostalgia por lo absoluto y por la unidad perdida. Pero precisamente porque Eros es una fuerza animada por la falta se trata de una forma de amor que con mucha frecuencia se traduce por la voluntad y el deseo de posesión. Un deseo que puede dirigirse a los más diversos objetos, desde los más nobles como el deseo de verdad, del Bien e incluso el deseo de amistad, hasta el deseo carnal por un cuerpo o el deseo de consumir las cosas que nos rodean. Además, es esta propiedad, digamos transitiva, de Eros lo que hoy permite a los objetos de la producción industrial, a las mercancías, convertirse en fetiches y al marketing operar con éxito para conseguir canalizar, captar, esta fuerza libidinal y deseante, caracterizada por su fugacidad y precariedad. Eros está en nosotros, pero no está en nosotros por medio de un acto de la voluntad: está ahí naturalmente, como una presencia biológica que nosotros no hemos decidido activar.

Mientras que en tanto que impulso deseante y genérico Eros puede dirigirse a cualquier objeto, en cambio el amor como Philia puede tener un solo radio de extensión: la amistad es su marco de acción y el amigo su único objeto. Indicando un amor delimitado por un contenido preciso, la Philia puede ser considerada, pues, como una forma, una concretización particular de Eros. Y aún más, si como fuerza genérica en potencia Eros puede actualizarse ya sea positivamente (el sacrificio de uno mismo por el ser amado) ya sea negativamente (la posesión y dominación del ser amado hasta el asesinato), la Philia en cambio delimita por definición una actualización siempre positiva del amor que supone una toma de decisión, un acto de la voluntad. El término Philia implica una relación horizontal, simétrica, de reciprocidad y de igualdad entre unos seres y, por lo tanto, es indisociable de la dimensión ética y política del vivir juntos. Es el modelo de lo que puede haber de excelente en las relaciones humanas.

Esto supone ya una cierta asimetría entre Eros y Philia puesto que puedo vivir la primera forma de amor en completa soledad, puedo incluso sentir una loca pasión amorosa por una mujer o un hombre sin que ella o él se digne dirigirme una mirada, pero no puedo vivir el amor como Philia sin estar junto a alguien. Para vivir la amistad hace falta ser al menos dos, incluso si este otro diferente de mí es una figura imaginada o idealizada, e incluso si a la pregunta de saber quién es el amigo a veces se responde: es el mismo que yo; a veces se dice, es el otro diferente de mí.

Finalmente hay la tercera figura del amor, Agape, un término que raramente se encuentra en la literatura griega y que llegará a ser central en la tradición cristiana, pero cuya concepción había sido ampliamente anticipada, si no ya asumida, por Platón. Se trata de un amor vertical, un amor pleno y absoluto por el Bien Supremo que, en su amar sin límites, abraza a la humanidad entera. Como la Philia, Agape no es tampoco una forma natural de amor, es un amor que se decide querer y que comporta una ética de vida. Será la época cristiana la que privilegie y considere Agape, es decir, la ética del amor puro, infinitamente superior a la Philia, la ética pagana del amor como amistad. El acto que consagrará definitivamente esta supremacía será representado, especialmente, por el sacrificio de Cristo el cual da si vida por amor.

Según la esquematización hecha, tenemos, pues, tres figuras del amor: Eros, Philia y Agape. Ahora bien, si aislamos Eros y lo aislamos del análisis en tanto que fuerza libidinal presente en nosotros pasivamente, biológicamente, nos quedan Philia y Agape, dos formas de amor que, en cambio, no están ahí naturalmente, sino que tenemos que decidir activar. Son dos formas ideales y nobles, que no dudamos en reconocer como «cosas buenas», unas prácticas y proyecciones positivas del alma humana. Pero una vez reconocido que el amor universal por la humanidad entera es algo bueno, lo único que hemos hecho es quedarnos en el plano de la simple evidencia. La idea que reivindico es que Agape solo, sin querer primero la Philia, sin partir de ella, no sólo es una forma vacía sino absolutamente impracticable, y por ello prefiero la visión que yo definiría como aristotélico-política frente a la platónico-teológica. Desde luego, se trata de una repartición esquemática, pero es una diferenciación que hay que hacer, incluso si esta diferencia no puede ser pensada en términos de exclusión de una respecto a otra. Para explicar mejor sobre qué fundo esta diferenciación haré referencia a ciertas palabras de Aristóteles, no con el fin de comentar los textos de Aristóteles sino para utilizarlos como mi pre-texto, a partir y a través de los cuales formulo mis convicciones. Trataré, pues, de sintetizar estas palabras sin detenerme en las citas. De todos modos, la referencia a Aristóteles es un paso obligado porque, en efecto, él fue el primero no sólo en establecer un vínculo indisoluble entre la amistad y la política, sino también, según el Lysis de Platón y más allá, en dar una forma teórica, ontológica y fenomenológica al problema, en plantear por primera vez la cuestión de la amistad, de saber qué es, cuál y cómo es, y, sobre todo, si se dice en uno o varios sentidos.

Después de haber observado que la amistad puede conjugarse según tres formas, a saber, según el placer, el interés o la virtud, evidentemente Aristóteles concentra toda su atención sobre esta última forma, la verdadera amistad, aunque sin despreciar las formas inferiores. En primer lugar insiste en el hecho de que la amistad no es una situación sino un acto. Lo que cuenta efectivamente cuando se habla de amistad es amar antes de ser amando; es antes la actividad de amar que la pasividad o el estado de dejarse, de hacerse amar. Esta distinción se funda sobre un argumento simple y tautológico: para decir cualquier cosa sobre la amistad hay que saber algo de ella, pero mientras que es posible ser amado sin saberlo, en cambio es imposible amar sin saberlo, sin tener la menor conciencia de ello. Ser amado sigue estando en el orden del accidente y de la ignorancia, mientras que amar implica un saber y una consciencia. Tenemos aquí, pues, una verdad incuestionable, un axioma: para pensar la amistad hay que situarse del lado de quien ama y no del que es amado, de lado de la actividad y no del de la pasividad. Una verdad aún más incuestionable si se tiene en cuenta el hecho de que una amistad digna de este nombre nunca se consume en la instantaneidad, se despliega en el tiempo, en la duración, implicando siempre un compromiso y una promesa proyectados obligatoriamente hacia el futuro.

Esta verdad incuestionable nos lleva, con Aristóteles, a otro punto fundamental que probablemente es el centro mismo, el verdadero reto, de toda nuestra discusión. Dado que la amistad es una actividad y un compromiso, esto significa que no se da por hecho, que no es natural. Natural es sólo la occasio, la circunstancia o el azar que hace que unos seres se crucen, pero para que esta ocasión, este azar, se transforme en amistad hace falta la reiteración, la repetición, hace falta la prueba del tiempo. No hay amigo sin el tiempo, es decir, sin lo que pone a prueba la confianza. En efecto, no hay amistad sin confianza, afirma Aristóteles, y ninguna confianza que no se mida con alguna cronología, con la prueba de una duración sensible del tiempo. Por lo tanto, la amistad implica una constancia, una especie de estabilización, una cronología como duración vivida y experimentada. Pero esta duración sólo puede ser el fruto de un querer, de una decisión tomada y retomada cada vez; una decisión ponderada y reflexionada que supone a la vez un juicio aplicado al pasado y, al mismo tiempo, una confianza, una fe dirigida hacia el futuro. Es doble la condición para que se pueda producir una amistad de este tipo entre seres, condición que nunca es suficiente, pero que, sin embargo, es completamente necesaria: debe haber una elección libre de vivir con y debe existir una igualdad de derecho. Ésta es la razón por la que Aristóteles excluye que pueda haber verdadera amistad entre los hombres y los animales o entre los hombres y los Dioses. Y también es la razón por la que presuponiendo la igualdad, la amistad presupone paralelamente la comunidad política. En efecto, únicamente en el seno de la comunidad se puede hacer la prueba de la igualdad, es decir, de la justicia, la cual tampoco se da por naturaleza. La igualdad, la justicia, se mide, uno la mide, pero sólo lo podemos hacer si se dispone de un criterio, de un principio de conmensurabilidad. Esto es lo que afirma Aristóteles en un famoso pasaje de la Ética a Nicómaco: «ahí donde hay esta diferenciación regulada que se llama Ciudad debe haber también un metron, una unidad de medida», escribe, porque «no podría haber comunidad sin el intercambio, ni intercambio sin igualdad ni, por último, igualdad sin conmensurabilidad». Condición necesaria para el vivir juntos, la conmensurabilidad y la unidad de medida son también una referencia esencial para la razón individual: es el anzuelo que une la potencialidad trascendental, aunque amorfa, de la razón y de Eros a una situación concreta dotada de forma.

Tratemos de resumir lo que acabamos de decir. Para Aristóteles la Philia es una práctica que supone una ética, una justicia, y esta práctica debe hacer la prueba del tiempo. A su vez esta prueba sólo puede hacerse en el interior de una comunidad y sobre la base de un metron, de una unidad de medida. La amistad es una relación de igualdad y de reciprocidad, pero lo que permite vivir, experimentar, esta igualdad es precisamente este tercero, el metron, que se impone como actor a tiempo completo de la relación misma. Otro punto importante es que vivir la igualdad se entiende vivir la igualdad con. Sean cuales sean después las modalidades, vivir es vivir con. La amistad es, lo hemos visto, un amor en acto que debemos someter a la prueba del tiempo y, por lo tanto, el con hay que entenderlo en el sentido literal del término. Resulta pero que somos seres acabados y mortales, y que la prueba en acto de la amistad suscita inmediatamente para nosotros un problema aritmético: ¿cuántos amigos se puede tener en una vida? Frente a esta dificultad Aristóteles, como tantos otros después de él, responde que no se puede experimentar y vivir la verdadera amistad con un número demasiado grande. Un ser finito no podría estar presente en acto en un número demasiado grande. No hay pertenencia o comunidad amistosa que esté presente y, en primer lugar, presente ante ella misma, sin selección o elección. Desde luego no se trata ni de fijar el número de amigos, tres, cinco o treinta, ni de trazar las fronteras de la comunidad, sino de demostrar que sin límites, sin elección, tanto la noción de amistad como la de comunidad se evaporan en al atmósfera. El límite, como el metron, nunca se da o se establece de una vez por todas: no proviene ni de una ley natural ni de una ley divina, sino que proviene totalmente de la actividad humana; es el resultado de una elección, de una diferenciación que hay que hacer, que estamos obligados a hacer y que sólo podemos hacer políticamente. Para Aristóteles la Philia es la condición de la vida pública, de la Polis, el lugar donde reina el diálogo, lo que hace posible una diacronía más allá de toda sincronía totalizante de un se impersonal que ya no tiene nada de un Nosotros. Pero el diálogo no se reduce, como piensa Habermas, a un intercambio lingüístico. Se amplia a todo tipo de intercambio, el de las formas simbólicas y las que se realizan en las actividades del trabajo. El diálogo tampoco significa la simpleza de un espacio consensual y sin conflicto, bien al contrario: es un diálogo que sostiene y favorece el Polemos, al que los griegos elogiaban y que permite la emergencia de la singularidad y del mejor, del ariston, de la excelencia. Para amar con amistad a los demás, afirma Aristóteles, primero hay que amarse a sí mismo. Pero éste es precisamente el punto crucial. Para amarse ha de haber una singularidad: uno sólo se puede amar a sí mismo a partir del saber íntimo que se tiene de la propia singularidad y por ello, como recientemente ha escrito Jean Lauxerois comentando la Ética a Nicómaco de Aristóteles, «la comunidad consiste originariamente en la intimidad del vínculo de uno consigo mismo». Al implicar el amor a sí mismo como amor por nuestra propia singularidad, este amor como Philia es un amor de un tipo muy diferente de aquel por la unidad absoluta y por el Bien Supremo evocado por Platón. Además, Aristóteles lo había comprendido bien y en un pasaje de la Política dice a propósito de este amor que «es como si de una sinfonía se quisiera hacer un unísono». La unidad absoluta suprime a la amistad que es comunidad, unidad plural. Es la irreductible alteridad lo que hace posible el vivir con caluroso de dos libertades, esta intensificación recíproca del pensar y del actuar.

He aquí, pues, brevemente sintetizado lo que me parece de una extrema actualidad de Aristóteles y de su noción de amistad. Pero, como decía antes, lo que se irá imponiendo progresivamente en la época cristiana será el amor como Agape, es decir, la visión platónico-teológica. Esta forma de amor ya no implica una noción de límite, de metron; supone, por el contrario, un principio de infinitud: reemplaza la figura concreta del amigo por la genérica del ser humano y la noción de comunidad política por la de comunidad humana en su totalidad. Por lo que concierne a la igualdad, ésta ya no es una cosa que hay que hacer y construir políticamente, sino un principio garantizado a priori por la ley divina. El Agape, entendido como amor infinito y generosidad genérica, se convertirá en la forma suprema e ideal de la ética, y será presentado en tanto que exhortación que emana directamente de Dios. Cito a continuación dos pasajes clásicos del Evangelio en los que se expresa claramente esta visión del amor absoluto.

Evangelio según San Juan : «Éste es mi mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado. No hay mayor amor que dar la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» .

Evangelio según San Mateo : » Habéis oído que se ha dicho: amarás a tu semejante y detestarás a tu enemigo. Y yo os digo: amad a vuestros enemigos, rezad por aquellos que os persiguen; entonces seréis hijos de vuestro padre que está en los cielos, porque hay que alzar su sol sobre los malos y sobre los buenos, y llover sobre los justos y los injustos. Porque si amáis a quienes os aman, ¿que salario tendréis? ¿no hacen otro tanto los propios recaudadores? Y si sólo saludáis a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más?¿no hacen otro tanto los propios paganos? Así pues, seréis perfectos como vuestro padre es perfecto «.

Ahora bien, si insisto en la oposición entre el amor como Philia y el amor como Agape privilegiando el primero, sin duda no es porque rechace la idea de un amor total por la especie humana, sino porque considero que lo infinito, lo ilimitado procede de lo finito y del límite, y no a la inversa. A partir de la repartición y de la diferencia es como se puede pensar la totalidad y la indiferencia, y no al revés. También considero que si uno se ama verdaderamente a sí mismo, condición para amar a los demás, hay que amar nuestra propia singularidad, y que ello significa obligatoriamente querer una igualdad de hecho entre yo y los demás, es decir, una igualdad política, humana, entre unos cuerpos, unos amigos que se encuentran aquí sobre la tierra y no entre unos espíritus que quizá se encontrarán un día, más allá del tiempo, en los cielos.

Para hacer más claras mis ideas apelaré a las impresiones que tuvo Roland Barthes con ocasión de una impresionante exposición de fotografías titulada La gran familia de los hombres y que nos cuenta en Mitologías. El objetivo de la exposición era demostrar a través de las fotos de gestos humanos tomadas en todos los países del mundo que el hombre nace, muere, ríe, juega y trabaja en todas partes de la misma manera. Esta exposición, escribe Barthes, nos remite inmediatamente al mito ambiguo de la comunidad humana cuya coartada alimenta toda una parte de nuestro humanismo. Este mito de la condición humana descansa en una vieja mistificación que sigue consistiendo en situar la Naturaleza en el fondo de la Historia, en postular que arañando un poco la historia de los hombres, la relatividad de sus instituciones o la diversidad superficial de su piel, se llega muy rápido al humus profundo de una naturaleza humana universal. Ahora bien, un verdadero humanismo, progresista y no de fachada, afirma Barthes, » debe pensar siempre en invertir los términos de esta vieja impostura, en decapar incesantemente la naturaleza, sus leyes y sus límites para descubrir ahí la Historia y plantear finalmente la Naturaleza como histórica ella misma». Para que hechos como el nacimiento, la muerte o el trabajo accedan a un lenguaje verdadero hay que insertarlos en un orden del saber, esto es, postular que es posible transformarlos, someter precisamente su naturalidad a nuestra crítica de hombres. «Sin duda -continúo la cita- el niño siempre nace, pero en el volumen general del problema humano, ¿qué nos importa la esencia de este gesto al precio de sus modos de ser, los cuales son perfectamente históricos? De lo que deberían hablarnos nuestras Exposiciones es de que el niño nazca bien o mal, de que le cueste o no sufrimiento a su madre, de que se vea afectado por la mortandad o no, de que acceda a tal o cual forma de futuro, y no de una lírica eterna del nacimiento. […] Y, ¿qué decir del trabajo, que la Exposición sitúa entre los grandes hechos universales? Que el trabajo sea un hecho ancestral no le impide en absoluto seguir siendo un hecho perfectamente histórico. En primer lugar, con toda evidencia, en sus modos, sus móviles, su fines y sus beneficios, hasta el punto de que nunca será leal confundir en una identidad puramente gestual al obrero colonial y al obrero occidental (preguntamos también a los trabajadores norteafricanos de la Gota de Oro qué piensan ellos de la Gran Familia de los Hombres). Y después en su propia fatalidad: sabemos bien que el trabajo es natural en la medida incluso en que es aprovechable y que modificando la fatalidad del beneficio, quizá un día modificaremos la fatalidad del trabajo. Es de este trabajo, completamente historificado, de lo que habría que hablarnos y no de la estética eterna de los gestos laboriosos.

Temo mucho también que la justificación final de todo este adanismo sea dar a la inmovilidad del mundo la garantía de una sabiduría y de una lírica que sólo eternicen los gestos del hombre para desarticularlos mejor».

Me he permitido insertar esta larga cita porque yo no habría podido expresar la misma idea de una manera tan espléndida. Lo repito una vez más: no es posible amarse a sí mismo y amar a los demás verdaderamente, proclamando un amor genérico por la especie humana, sin querer construir al mismo tiempo una Philia, sin querer una democracia, y, a falta de otro mejor, utilizo aquí este término con muchas precauciones, sabiendo que la democracia nunca es algo realizado sino algo que queda siempre por hacer. La amistad, tal como yo la concibo, supone un espacio público donde yo pueda amar mi singularidad y experimentar simpatía por los demás, es decir, compartir unos sentimientos, unas pasiones, unos sueños y unos proyectos de sociedad. Un espacio donde poder hacer la prueba de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, de la diferencia entre el hecho y el derecho; un lugar donde sea posible reconocer, juntos, que las leyes que nos gobiernan son las leyes que nosotros, los hombres, hemos hecho y que no proceden de una voluntad divina ni, peor aún, de la exigencia superior del mercado. He aquí cuál es el sentido profundo que yo atribuyo al término amistad, con cuya actualización sueño y en la que, a pesar de todo, a pesar del desmoronamiento de lo político, sigo creyendo. Hay que creer en ello y también hay que tener miedo del final de la amistad como Philia porque a su desaparición nunca seguirá la afirmación en la tierra del Agape, del amor universal. Bien al contrario, serán las formas más primitivas y animales de Eros las que se impondrán, acompañadas de los sentimientos primordiales de pertenencia y, por tanto, de las guerras. Los primeros signos de semejante desastre ya están, además, ante nuestros ojos.