«¡Ése De Juana se iba a enterar conmigo!», me dice el taxista, apostillando un encendido comentario de la radio, también encendida. «¿Ah, sí? ¿Y qué le haría usted?», le pregunto. «Para empezar, no permitiría jamás que vaya a vivir cerca de ninguna de sus víctimas», me responde. Sigo mostrándole mi curiosidad: «Y eso, ¿cómo lo […]
«¡Ése De Juana se iba a enterar conmigo!», me dice el taxista, apostillando un encendido comentario de la radio, también encendida.
«¿Ah, sí? ¿Y qué le haría usted?», le pregunto.
«Para empezar, no permitiría jamás que vaya a vivir cerca de ninguna de sus víctimas», me responde.
Sigo mostrándole mi curiosidad: «Y eso, ¿cómo lo lograría? Porque la sentencia que condenó a De Juana no establece ninguna forma de destierro vitalicio. Una vez que la justicia dé por cumplida su pena, se supone que podrá vivir donde quiera. Así es la ley».
El taxista me mira a través del retrovisor. «¡Ah, la ley! ¡Melindres y miramientos!», espeta, haciendo un gesto de reprobación con la mano.
Sigo animándole a sincerarse, ya por mera curiosidad antropológica, para saber dónde fija sus límites, si es que tiene de eso. Gracias a mi admirado interés, hipócrita de mí, me entero de que él («¡Y muchos como yo!», enfatiza) es firme partidario de coger «a todos los de la ETA» y «darles matarile» (sic). Su predisposición a la pena de muerte, con o sin concurso de la autoridad judicial, se extiende también liberalmente «a todos esos políticos separatistas que, en realidad, son peores que los de la ETA». Una vez lanzado, mi ángel exterminador con bajada de bandera ya no se circunscribe al terreno político: en su lista de ejecutables figuran asimismo los violadores, los pedófilos, los conductores suicidas y un larguísimo etcétera.
«Por lo que veo, usted» -le digo, tratando de que no note mi sarcasmo- «resolvía el problema del hacinamiento carcelario en cosa de nada».
«¡Ya te digo!», sonríe, encantado.
Cuando llego a mi destino y me bajo del vehículo, me quedo un momento mirando al infinito, en parte abstraído, en parte abatido.
Me doy cuenta de que, de todo el rollo bravucón y filofascista del personaje, lo que más me ha impresionado ha sido su tajante «¡Y muchos como yo!».
Porque es muy posible que tenga razón y que haya no pocos españoles que consideran, al igual que él (y que Manuel Fraga, y que Harry Callaghan, y que el juez de la horca, cada uno a su modo), que la ley sólo vale cuando aplaca sus pulsiones de venganza.