Franco le tuvo preso 23 años por sus ideas. Desde 1961, se convirtió en una referencia de la izquierda, de la oposición a las ideas totalitarias. Y así sigue a sus 93 años. Hoy su batalla guarda el mismo sentido. Por eso acaba de publicar el libro ‘Vale la pena luchar‘ (Espasa). «Me llamo Marcos […]
Franco le tuvo preso 23 años por sus ideas. Desde 1961, se convirtió en una referencia de la izquierda, de la oposición a las ideas totalitarias. Y así sigue a sus 93 años. Hoy su batalla guarda el mismo sentido. Por eso acaba de publicar el libro ‘Vale la pena luchar‘ (Espasa).
«Me llamo Marcos Ana, aunque nací con otro nombre, Fernando Macarro. Pero Marcos era mi padre y Ana mi madre, y pensé que así los llevaría siempre conmigo. Los dos desaparecieron en circunstancias especiales. A mi padre lo mató la aviación durante la Guerra Civil y mi madre murió en el año 1943, cuando yo estaba aún en prisión, tras haberme seguido de cárcel en cárcel y sin haber podido abrazarme en libertad». «Durante varios años estuve condenado a muerte. Soy un hijo de la solidaridad. No es solo una palabra hermosa; es una actitud ante la injusticia, que sigue siendo necesaria. A ella le debo mi libertad y mi vida». «Cuando, después de 23 años, salí de la cárcel -soy el preso político que más tiempo permaneció cautivo durante el franquismo- los compañeros que allí dejé me pidieron algo: «No nos olvides». Y nunca lo he hecho. ¿Cómo olvidar, sobre todo, a los cientos y cientos de compañeros a quienes abracé, conteniendo las lágrimas, cuando iban a enfrentarse a la última madrugada de su vida?».
Estas líneas son parte de las primeras páginas de Vale la pena luchar (Editorial Espasa), escrito por Marcos Ana, un hombre de 93 años que es toda una referencia de la memoria de España, de la izquierda y las causas solidarias; uno de los primeros presos de conciencia apadrinados en 1961 por una ONG entonces recién creada y que a lo largo de medio siglo ha logrado un peso extraordinario, Amnistía Internacional.
Marcos Ana nos recibe en su casa del centro de Madrid, un piso amplio lleno de libros, que comparte con su hijo de 49 años, cámara de televisión. Entre paredes llenas de máscaras y fotos hechas por su hijo, recuerdos de la pasión por viajar que ha heredado de su padre, una de las primeras imágenes que salta a la vista es la del poeta Miguel Hernández, a quien conoció en prisión. Marcos Ana se está recuperando de un catarro, pero ni el contratiempo en la salud ni la edad le restan energía ni amabilidad.
¿Por qué, seis años después de su autobiografía Decidme cómo es un árbol, este libro que mezcla sus recuerdos de la cárcel y la difícil situación actual, en la línea del Indignaos, de Stephen Hessel?
Ha surgido de la necesidad de hacer un libro sencillo para los jóvenes, que se lea fácilmente y les ayude a no ser apáticos. Tengo mucho trato con gente joven y me doy cuenta de que muchos de estos chicos no conocen nuestra historia reciente. Además, creo que sigue habiendo un miedo enorme en muchas familias a contar lo que pasó con los abuelos, en la guerra y con Franco.
¿Cómo ve lo que está pasando ahora en España?
Nos están quitando en un tiempo récord lo que costó mucho esfuerzo conseguir. Este libro trata de ayudar a mover las conciencias para que a las nuevas generaciones no les arrebaten lo que las generaciones anteriores ganaron. No es que otro mundo sea posible, es que es muy necesario y muy urgente. No hay nada peor que la apatía, la pasividad.
¿Qué hacer?
Hay que calentar las plazas, las calles. Ya sé que es difícil, porque el capitalismo tiene mucha fuerza, y se sirve de herramientas como el PP para implantar lo que es su único principio: la ley del máximo beneficio, y, si nos dejamos, incluso arrancarnos la piel. Lo que hay que hacer es protestar, protestar, protestar. Salir a la calle. No queda otra. Y que la juventud, que es el futuro, es nuestra esperanza, no pierda el sentido de la rebeldía, porque el capitalismo es insaciable. No hay más remedio que seguir peleando, no tenemos otra opción.
«Hay personas que, cuando se sienten en desacuerdo o se creen engañadas, estafadas, deciden dejar de lado la lucha; otras, más positivas, pasan a la acción y en la lucha común superan los errores, caminando con decisión hacia el futuro. Esta es la hora de salir a la calle, de calentar las plazas y pedir el respeto por nuestros derechos, los tuyos, los del otro y los de todos aquellos que lucharon para conseguirlos», leemos en Vale la pena luchar. «No te pierdas o no te dejes arrebatar lo que otros ganaron».
Cuenta en este libro que la prisión fue su universidad en muchos sentidos, que allí aprendió solidaridad y compañerismo, pero que ahora prima el individualismo.
Es la táctica del capitalismo, hacer del hombre un dios, que piense solo en sí mismo, el culto a cada uno en vez de la colectividad. Yo como divisa siempre he tenido que vivir para los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo. Yo soy feliz en la felicidad de los demás. La energía y el buen humor no hay que perderlos nunca. Fíjate si no era cruel la situación, pero en la cárcel compusimos incluso un chotis dedicado a la pena de muerte, la llamábamos La Pepa. Y cantábamos que La Pepa era una gachí que tenía debilidad por los rojillos… (Ríe envuelto en volutas de humor negro).
«Aunque no formulemos una lucha común contra el sistema, hay que decirle a la gente que es necesario erradicar todo aquello que solo busca cumplir con la ley del máximo beneficio. Es la misma lucha, ha existido siempre, entre lo público y lo privado. Alegan que las privatizaciones persiguen la creación de empleo y se escudan en falsedades para tomar unas decisiones que solo benefician a un pequeño grupo privilegiado», escribe en otro de los capítulos.
¿Cómo ve la ley de Memoria Histórica que promovió Zapatero, el castigo a Garzón por abrir el caso de los crímenes del franquismo, la manera en que jueces argentinos han retomado el asunto para intentar procesar a los torturadores de la dictadura?
La ley de Memoria Histórica de Zapatero fue una broma. Porque aquí lo que sigue es la memoria de los vencedores. En realidad, en España no ha habido transición; no cambió nada: siguieron los mismos policías y jueces que nos torturaron y juzgaron, no se movió nada. No hubo una Revolución de los Claveles, como en Portugal. Los presos siguen con sus condenas en los archivos. Eso no puede ser; lo primero que hay que hacer es anular esas condenas de un Gobierno ilegítimo donde nos califican de asesinos, porque no se puede tergiversar así la historia para los futuros investigadores.
«Pasábamos un hambre tremenda, y algunos de mis compañeros llegaron a morir en sus celdas. Recuerdo casos que aún me estremecen. Por ejemplo, en Porlier había un grupo de presos jienenses a los que su familia campesina mandaba pequeños paquetes de aceitunas. Muchos llegamos a cambiar prendas de ropa por los huesos de esas aceitunas. A veces los machacábamos; otras nos los tragábamos sin más. Cualquier cosa valía para echarla al estómago, incluso comíamos las hierbas que crecían entre las baldosas del patio. También recuerdo el caso de un muchacho al que llamábamos El Rumiante. Este chico se forzaba el vómito en los baños hasta devolver el rancho que había comido y volverlo a ingerir. Así se engañaba y le parecía que había comido más veces y más cantidad» (Capítulo 3 de Vale la pena luchar).
«¿Cómo puede ser que estas muertes y ejecuciones no aparezcan en los libros de historia? ¿Por qué no se quiere enseñar y dejar constancia de lo que ocurrió? ¿Por qué es tan difícil acceder a los sumarios de los consejos de guerra, a los nombres de los presos, de los condenados? ¿Por qué no tiene derecho el nieto de un preso político a saber en qué año, en qué día, dónde y por qué le quitaron la vida a su abuelo?» (Párrafo también del capítulo 3).
Recientemente aún desde los medios de Intereconomía se ha vuelto a organizar una campaña contra usted llamándole asesino.
Porque yo les di la lata desde el primer día. Otros optaron por callarse al salir de prisión; pero yo he estado décadas recorriendo todo el mundo. Ya en 1962 recorrí Europa. Y en 1963, América Latina. No he dejado de viajar. Y eso les ha molestado mucho.
¿Vivimos la época más difícil desde la Transición?
Sí, por recortes y por intolerancia. Han establecido hasta un sistema para calificar de terrorismo ciertas protestas. Hemos vuelto atrás. Por eso hay que moverse. La esperanza está en movimientos como el 15-M. Yo iba a menudo allí con ellos, a Sol; y me quedaba hasta las cuatro de la madrugada. Ayudó a que la gente despertara.
«Me entusiasmó el espíritu del 15-M», ha escrito Marcos Ana en su libro, «la rebeldía pacífica frente a los grandes partidos que se disputan la alternancia en el poder a espalda de los intereses reales de los ciudadanos. Durante los días y las noches que caminé por Sol, sentí admiración por todos aquellos muchachos y muchachas de gran madurez y sentido político que debatían las transformaciones que necesita nuestra sociedad».
¿En qué anda ahora?
Mis proyectos siguen siendo los solidarios, con causas como el Sáhara y Palestina, viajo a esos sitios… Aquí voy a institutos y escuelas a explicar nuestra historia. La semana pasada estuve en Suecia. Me siguen llamando de muchos sitios…
¿Y no se cansa?
Todo ha cambiado mucho; ya no vale eso de: me queda muy lejos de mi cama. Ahora son muy cortos los caminos, ya no hay distancias. Estamos obligados a ser solidarios, a una solidaridad mundial. Me lo pide la conciencia. No puedo quedarme en casa.
¿Cómo ve los medios de comunicación en España?
Los veo mal. Me gustan algunas cosas, como El Intermedio de Wyoming. Pero en general los veo mal. Hay noticias de las que ni te enteras. Rellenan los programas y las páginas con lo que les interesa.
¿Y las redes?
Las manejo, me sirven. Sobre todo con un grupo con cientos de seguidores que tengo en Facebook.
¿Pueden cambiar algo?
Evidentemente es un acceso a la información; ya la gente no se traga todo… Es que la situación aquí es tremenda, la cantidad de familias que viven sostenidas por los abuelos, por su pensión… Es tremendo.
«Es importante que todos, pero especialmente los jóvenes, mantengan viva la lucha por sus ideas y por su futuro», escribe en su libro. «Si se enfrentan a cada desafío de la vida, podrán salir adelante, pero ayudándose los unos a los otros. De su conciencia debe partir el empuje que les lleve a conseguir un mundo más justo y feliz. Yo elegí la vida revolucionaria, y sabía que aquello tenía un peaje: podía costarme la vida o llevarme a la cárcel. Pero no concebía otra cosa, ni antes de la guerra ni después, cuando me movió la firme promesa de no olvidar a mis compañeros».
En la cárcel comenzó también a escribir poemas, ¿sigue haciéndolo?
De vez en cuando. Cuando me enamoro. Soy viejo, pero me sigo enamorando.