Desde la Independencia nuestro país ha desarrollado una política hegemónica en el Pacífico sur. Es cierto que en el siglo XIX ésta fue una matriz común de Occidente, particularmente de los países europeos que se constituían en referentes «civilizatorios». En el caso de Chile esto se ve insinuado desde el momento que -en unión con […]
Desde la Independencia nuestro país ha desarrollado una política hegemónica en el Pacífico sur. Es cierto que en el siglo XIX ésta fue una matriz común de Occidente, particularmente de los países europeos que se constituían en referentes «civilizatorios».
En el caso de Chile esto se ve insinuado desde el momento que -en unión con Argentina- le imponen a Perú su independencia. Podemos hablar de «imposición», ya que un significativo sector de los peruanos no vio a la expedición chileno-argentina como libertadora. Así, el posterior presidente de Chile, Francisco Antonio Pinto, manifestó en el curso de dicha campaña -en 1822- su preocupación por la seguridad de las fuerzas chilenas, «porque casi todas las facciones de Lima nos miran como enemigos y sería un día de júbilo para ellas la noticia de nuestra derrota» (Sergio Villalobos, Chile y Perú. La historia que nos une y nos separa, 1535-1883; Edit. Universitaria, 2002; p. 15).
Lo anterior se institucionalizó como reacción al surgimiento de la Confederación Perú-Boliviana, que fue considerada inaceptable por la política exterior chilena de los años 30 del siglo XIX. De este modo, el virtual dictador de la época, Diego Portales, enunció una orientación claramente hegemónica en una carta al comandante en jefe de las fuerzas navales y militares de Chile, el general Manuel Blanco Encalada, del 10 de septiembre de 1836: «La posición de Chile frente a la Confederación Perú-Boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno, porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y la mayor alarma, la existencia de dos pueblos confederados, y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo (…) La Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América. Por su extensión geográfica; por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas del Perú y Bolivia, apenas explotadas ahora; por el dominio que la nueva organización trataría de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; (…) por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si bien de menos carácter que los chilenos; por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco. Cree el gobierno, y éste es un juicio también personal mío, que Chile sería o una dependencia de la Confederación como lo es hoy Perú, o bien la repulsa a la obra ideada con tanta inteligencia por Santa Cruz, debe de ser absoluta (…) Las fuerzas navales deben operar antes que las militares, dando golpes decisivos. Debemos dominar para siempre en el Pacífico: ésta debe ser su máxima ahora, y ojalá fuera la de Chile para siempre» (Ernesto de la Cruz, Epistolario de don Diego Portales, Tomo III; Impr. de la Dirección General de Prisiones, 1938; pp. 452-4).
Tanto o más decidoras que dichas palabras fueron los comentarios que de ellas hizo el connotado historiador Mario Góngora, ¡en 1986!: «Es posible que nunca haya sido visto con tanta claridad el destino de Chile, y a ese horizonte histórico de Portales correspondió precisamente la expansión territorial y la expansión comercial marítima de Chile en el siglo XIX». (Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Edit. Universitaria, 1992; p. 36).
DESCONFIANZA CON EE.UU.
Esta búsqueda de hegemonía fue complementada con otras dos características de nuestra política exterior, a su vez, íntimamente ligadas: la reticencia frente a la creciente expansión de la hegemonía de Estados Unidos en el continente y la promoción -al menos verbal- de la creación de una comunidad hispanoamericana de naciones.
Notablemente, ya en 1822 Diego Portales -lejano todavía de sus cargos políticos- escribía en carta a su amigo José Cea: «El presidente de la Federación de N. A., Mr Monroe, ha dicho: ‘Se reconoce que la América es para éstos’. ¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor (…) Yo creo que todo obedece a un plan combinado de antemano; y ese sería así: hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda esfera. Esto sucederá, tal vez hoy no; pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por estos dulces que los niños suelen comer por gusto, sin cuidarse de un envenenamiento» (Ernesto de la Cruz, Ibid, Tomo I; p. 12).
En la mitad de la década de 1850, El Mercurio de Valparaíso planteaba incluso que «no hay que engañarnos, la conquista de la América española está resuelta por el gabinete de la Unión» (2-2-1855); y se zahería a los «yanquis»: «Vosotros sois los únicos que habéis en el mundo inventado el medio civilizador de destruir todo lo que no os agrada (…) vosotros sois una amenaza viva a todo lo que os toca y os rodea, porque con vosotros nunca se puede vivir en paz por mucho tiempo. Este es el peligro de Chile y el de todas las repúblicas americano-españolas» (13-2-1855) (ver Hernán Ramírez Necochea, Historia del imperialismo en Chile; Edit. Austral, 1970; pp. 80-1).
Por otro lado, pero en relación con lo anterior, personalidades muy relevantes de la oligarquía chilena propusieron a mediados del siglo XIX una integración «hispano-americana». Así, Pedro Félix Vicuña (fundador de El Mercurio de Valparaíso) propuso ya en 1837 la creación de un Gran Congreso Americano con exclusión de Estados Unidos (ver Sociedad de la Unión Americana de Santiago de Chile, Colección de ensayos y documentos relativos a la Unión y Confederación de los Pueblos Hispano-Americanos; Impr. Chilena, 1862; pp. 213-25). A su vez, Manuel Carrasco Albano señaló en 1855 la necesidad de constituir un Congreso General Sudamericano cuyo «objeto primordial» fuera «concertar los medios de defensa necesarios para impedir las sucesivas usurpaciones del coloso norteamericano (…) estrechar los vínculos que unen (…) la América española, oponer a la Confederación política norteamericana la federación moral de una nacionalidad sudamericana» (Ibid; pp. 261-2).
Incluso el intelectual revolucionario Francisco Bilbao propuso en 1856, desde su exilio en París, la creación de una Confederación de Estados Sudamericanos que impidiera el dominio de Estados Unidos, que «extienden (sus garras) cada día más en esa partida de caza que han emprendido contra el Sur. Ya vemos caer fragmentos de América en las mandíbulas sajonas del boa magnetizador, que desenvuelve sus anillos tortuosos. Ayer Texas, después el norte de México y el Pacífico saludan a un nuevo amo. Hoy las guerrillas avanzadas despiertan el Istmo, y vemos a Panamá, esa futura Constantinopla de la América (…) mecer su destino en el abismo y preguntar: ¿seré del sur, seré del norte?» (Ibid.; pp. 280-1).
AFANES HEGEMONICOS
Sin embargo, la vocación latinoamericana chilena se entremezcló subrepticiamente con sus afanes hegemónicos en el Pacífico sur. Así, en 1855, cuando Ecuador suscribió un proyecto de tratado con Estados Unidos por el cual le entregaría en concesión las islas Galápagos (dado que se creía que allí había covaderas ricas en guanos) a cambio de su defensa de todo ataque exterior, el gobierno chileno (de Manuel Montt) dirigió una nota circular a las cancillerías americanas en la que señalaba que «Ecuador, sometido a la protección de Estados Unidos, tendrá por algún tiempo las apariencias de un Estado independiente y, en seguida, entrará a figurar como una colonia norteamericana»; agregando de modo amenazante: «Que Estados hermanos se degraden, abdicando de su nacionalidad, es para el gobierno del infrascrito una calamidad que no podrá ver acercarse y desenvolverse sin hacer todos los esfuerzos posibles para contrariarla, para alejarla de los Estados sudamericanos» (Mario Barros, Historia diplomática de Chile 1541-1938; Edit. Andrés Bello, 1990; p. 203).
Ante la indiferencia del resto de los países, el gobierno de Montt envió incluso un representante para disuadir a Ecuador. El desenlace fue que Estados Unidos se desinteresó del proyecto al comprobarse que no existía guano industrial en dichas islas (ver ibid.; p. 204).
Más notable aún fue el hecho de que Chile en 1865 liderara una guerra contra España (con Perú y Ecuador) por un conflicto entre este país y Perú, llegando incluso a apoyar el derrocamiento del presidente del país vecino, por considerar poco digno un acuerdo suscrito entre Perú y España para resolver el diferendo (ver Domingo Amunátegui, La democracia en Chile; Universidad de Chile, 1946; p. 167).
Posteriormente, en 1874, Chile delimitó territorios con Bolivia de manera tal que en una franja sur (entre los paralelos 23° y 24°) ésta quedó impedida de subir los impuestos a «las personas, industrias y capitales chilenos» por 25 años (ver Jaime Eyzaguirre, Breve historia de las fronteras de Chile; Edit. Universitaria, 2000; p. 70), a través de una cláusula bastante hegemónica y congruente con la expansión de la actividad económica chilena y el abandono boliviano de su propio litoral. Hay que tener presente que en 1879 la Antofagasta boliviana estaba poblada en un 93% por chilenos (ver ibid.; p. 71). De este modo, cuando el gobierno boliviano quiso en 1878 ejercer una plena soberanía económica sobre dicho territorio alzando los impuestos, Chile adujo la violación de aquella disposición como casus belli, invadiendo todo el litoral boliviano. Y como en temor al hegemonismo chileno, Bolivia y Perú habían suscrito un tratado secreto de alianza en 1873, este último se vio también arrastrado a la guerra.
A su vez, Estados Unidos, que ya durante la guerra de Chile contra la Confederación había tenido una disposición favorable a ésta (ver Heraldo Muñoz y Carlos Portales, Una amistad esquiva. Las relaciones de Estados Unidos y Chile; Edit. Pehuén, 1987; p. 21), durante la guerra del Pacífico presionó a Chile para evitar su anexión de territorios peruanos, lo que condujo a ambos países a una relación de hostilidad (ver Fredrick Pike, Chile and The United States. 1880-1962; University of Notre Dame Press, 1963; pp. 47-62).
EE.UU. IMPONE SU HEGEMONIA
Por otro lado, Estados Unidos quiso en 1881 efectuar una reunión interamericana para avanzar su hegemonía en el continente y contrarrestar el expansionismo chileno. Su fracaso fue recibido con alivio por el gobierno chileno (ver Ibid.; p. 60). Finalmente, EE.UU. logró en 1889 efectuar una Conferencia que dio origen a la Unión Panamericana, la que hasta bien entrado el siglo XX contó con la total reticencia de la oligarquía chilena, producto de su resistencia al hegemonismo global estadounidense y la defensa del hegemonismo chileno en el Pacífico sur. En todo caso, en dicha reunión se dio una sintomática unión de Chile con el país del norte en contra de un proyecto de tratado presentado por Argentina -apoyado por Brasil- de arbitraje general y obligatorio de disputas interamericanas y para declarar «inaceptable en América las adquisiciones pasadas o futuras de territorio a través de la amenaza o del uso de la agresión militar» (Ibid.; p. 64). Según Pike «el principal propósito de este paso fue avergonzar a Estados Unidos y Chile, colocando al primero a la defensiva por el Tratado de Guadalupe Hidalgo que terminó la guerra mexicana, y al segundo en relación al Tratado de Ancón» (Ibid.; p. 64).
La creciente hegemonía norteamericana en el continente fue generando diversos conflictos con nuestro país que derivaron, en dos casos, en sendas imposiciones de Estados Unidos a Chile. En el caso Baltimore en 1892 -provocado por la muerte de dos marinos estadounidenses en una gresca en Valparaíso, al recalar un barco- que terminó con disculpas públicas y reparaciones a las víctimas. Y en el caso Alsop en 1911 -provocado por reclamaciones de accionistas yanquis respecto de negocios desarrollados en territorios bolivianos conquistados por Chile- que terminó con un arbitraje del rey de Inglaterra y no del presidente de Brasil, como quería Chile.
MAR PARA BOLIVIA
Pero sin duda que la imposición más relevante fue la que obligó virtualmente a nuestro país a negociar un acuerdo satisfactorio para Perú respecto del destino final de Tacna y Arica; tema que había quedado pendiente de resolución mediante un plebiscito a efectuarse en 1894, de acuerdo al Tratado de Ancón, pero que Chile había postergado indefinidamente. La presión ejercida por Estados Unidos, en la década del 20, fue crucial para ello.
Si bien dicha negociación -traducida en el Tratado de Lima de 1929, que le restituyó Tacna a Perú- le permitió a Chile «reintegrarse» al escenario latinoamericano y dejar de ser «la Prusia de Sudamérica», como fue motejado a comienzos del siglo XX, una cláusula de dicho tratado le ha permitido a nuestro país seguir demostrando un hegemonismo decimonónico con Bolivia hasta el día de hoy. Se trata de la disposición que establece en los hechos que Chile solo podría negociar una salida soberana al mar para Bolivia -sin quedar partido en dos- con el acuerdo de Perú.
Pero en lugar de aprovechar positivamente dicha cláusula para resolver de manera satisfactoria para los tres países el que Bolivia obtenga una salida soberana al mar, y que terminemos con los resabios que enturbian nuestras relaciones, el Estado chileno prefiere el camino inmovilista de perpetuar la humillación y el resentimiento boliviano. Y con ello, indirectamente, continúa también preservando el resquemor peruano.
¿Cómo no nos damos cuenta que responde al interés nacional de Chile -y no solo a la ética y a la fraternidad humana- el abandono de toda pretensión hegemónica?
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios muy relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro de su autor: Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 819, 12 de diciembre, 2014