Las ilusiones generadas por el triunfo de Felipe González en 1982 fueron tan colosales que debían defraudar por definición. Pero con todo su desgaste de popularidad no fue meteórico. Ganó cinco elecciones generales y tuvieron que aliarse muchas circunstancias para propiciar su relevo al frente del gobierno. Esto no significa que fuera perfecto, ni muchísimo menos. Una vez en el poder hubo de adoptar decisiones que decepcionaron a los más forofos y no servían para convencer a sus detractores, pero no dejó de hacerlo.
Me ha impresionado un artículo de Javier Cercas publicado en El País con ocasión del 28-O. Aquellas elecciones que tuvieron lugar año y medio después de una intentona golpista muy compleja, relatada por el propio Cercas en Anatomía de un instante. Más de diez millones de votos dieron un vuelco electoral que no se suponía tan amplio. Jóvenes en la treintena y la cuarentena ocuparon La Moncloa como ministros. España se modernizó. Se hicieron reformas de calado con mucho tiento.
Había que neutralizar al ejército y no soliviantar a la Iglesia nostálgica del nacional catolicismo. La banca, el capital y los empresarios debían aceptar esta nueva orientación política en tiempos económicamente complicados, con elevadas tasas de inflación. Los atentados etarras intentaban convulsionar a las Fuerzas Armadas y generar un derrumbamiento del sistema. Había no pocos frentes abiertos.
Hubo que pactar y renunciar a un programa de máximos que se revelaba inaplicable. Pese a ello se consiguió una sanidad pública universal y los avances en materia educativa tampoco fueron menores. Entramos en Europa, se organizó la Expo y las Olimpiadas del 92. Entretanto se fueron dejando pelos en la gatera y se dio al traste con el apoyo sindical, siendo así que Nicolás Redondo apostó en Suresmes por Felipe, cuyo alias era Isidoro por aquel entonces.
De repente gobernaba España un andaluz con gracejo que tenía las Memorias de Adriano en su mesilla de noche y gastaba una labia en que hechizaba sin remedio al auditorio. El vicepresidente Guerra escuchaba música de Mahler. La gran estructura organizativa del Partido Comunista había dado mucho juego en la clandestinidad, pero un viejo partido socialista con timoneles recién electos recibió esta encomienda histórica.
Es comprensible que sin haber vivido aquella época, un sector de la izquierda con algún mando en plaza y en medio de la cuarentena, echen de menos quiméricos contrafácticos que les hagan despotricar del Régimen del 78. Sin embargo, Pablo Iglesias (no me refiero ahora desde luego al histórico fundador del PSOE) forzó elecciones varias veces para obtener la batuta y por ello se ha jubilado prematuramente de la política, igual que han hecho Albert Rivera y Pablo Casado. ¿Qué habrían hecho durante la Transición como líderes políticos? Cabe imaginarlo.
Como nos recuerda Cercas preferimos proclamarnos nietos de quienes protagonizaron una Guerra Civil y despreciamos el ser hijos de quienes hicieron la Transición. Quienes asistimos muy jóvenes a la muerte de dictador y vivimos en primera persona las dos décadas posteriores no podemos compartir ese desprecio, por mucho que pudiera defraudarnos en su momento.
Ciertamente algunos habríamos preferido un régimen republicano, que se deshicieran los acuerdos con el Vaticano y, puestos a pedir, un millón de cosas más. Pero la perspectiva histórica permite hacer un balance menos exigente y reconocer unos indudables logros, lo cual no significa obviar los errores de bulto que también se acumularon. No se trata de santificar cualquier tiempo pasado, pero poco se gana con demonizar hechos que admiten lecturas más positivas.
Gracias a esa Constitución totalmente perfectible, que contempla una intolerable inmunidad para el Jefe del Estado, pueden reivindicarse derechos que se han revertido y luchar por una justicia social que aminore las extremas desigualdades o una inquietante precariedad que roba el futuro a la juventud mejor formada de nuestra historia reciente, cuya dedicación da cien vueltas a sus maestros.
Entre las revoluciones y el reformismo no hay término medio. Se trata de ajustar las reformas necesarias que hagan prescindibles los procesos revolucionarios. Los maximalismos están muy bien para contentar a los partidarios, pero no suelen conseguir tanto como las complejas negociaciones entre puntos de vista muy enfrentados. Vetar de antemano todas las propuestas o candidaturas de otras fuerzas políticas no sirve absolutamente para nada.