La historia más reciente de Chile nos proporciona también evidencias abrumadoras de un pro- fundo autoengaño colectivo. Partiendo por el desconocimiento de que a fines de los 80 el lide- razgo de la Concertación llegó a una convergencia con el pensamiento económico de la derecha, «convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones […]
La historia más reciente de Chile nos proporciona también evidencias abrumadoras de un pro- fundo autoengaño colectivo. Partiendo por el desconocimiento de que a fines de los 80 el lide- razgo de la Concertación llegó a una convergencia con el pensamiento económico de la derecha, «convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer» (Edgardo Boeninger.- Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Andrés Bello, 1997; p. 369); y que «la incorporación de concepciones económicas más liberales a las propuestas de la Concertación se vio facilitada por la naturaleza del proceso político en dicho período, de ca- rácter notoriamente cupular, limitado a núcleos pequeños de dirigentes que actuaban con consi- derable libertad en un entorno de fuerte respaldo de adherentes y simpatizantes» (Ibid.; pp. 369-70). Y que para que dicha convergencia no quedase desnuda ante sus bases, aquel liderazgo le re- galó solapadamente a la futura oposición de derecha (a través de las reformas constitucionales concordadas en 1989) la inminente mayoría parlamentaria que le aguardaba de haber mantenido intacto el texto constitucional (Ver mi Chile: Una democracia tutelada, Capítulo III; Sudamericana, 2000).
También desconocemos que, para evitar los cuestionamientos de una prensa de centro e izquierda que no compartía esa convergencia con el neoliberalismo, los sucesivos gobiernos de la Concerta- ción adoptaron diversas políticas silenciosas, pero muy eficaces, para destruir dichos medios; co- mo lo ha denunciado reiteradamente -entre otros, y sin haber sido nunca desmentido- Juan Pablo Cárdenas. Dichas políticas incluyeron -desde Patricio Aylwin- la mantención de la discriminación del avisaje estatal que les había hecho la dictadura; el bloqueo gubernamental de sustanciales apoyos financieros prometidos por el gobierno de Holanda; y la compra de algunos de esos medios, por personeros concertacionistas, para luego cerrarlos. De este modo, aquellos gobiernos lograron en los 90 el cierre de La Epoca, Fortín Mapocho, Análisis, Apsi y de Hoy, entre otros. Asimismo, con políticas análogas lograron posteriormente la desaparición de Rocinante, Plan B y Punto Final; así como, luego de un larguísimo juicio internacional -sostenido tanto por los gobiernos concertacionistas como los de derecha propiamente tales-, impidieron que Víctor Pey pudiese obtener una indemnización con la que iba a reabrir el diario de izquierda Clarín.
Otro proceso fundamental -que en gran medida desconocemos- han sido las continuadas políticas de los diversos gobiernos concertacionistas en favor de la impunidad de las más graves violaciones de derechos humanos de la dictadura. De partida, como lo reconoció Boeninger, «una primera de- cisión fue no intentar la derogación o nulidad de la Ley de Amnistía de 1978, pese a que tal propó- sito estuvo incluido en el programa de la Concertación. Eso significaba aceptar que no habría cas- tigo por condena penal de los responsables de los crímenes cometidos con anterioridad a su pro- mulgación, con la sola excepción del asesinato de Orlando Letelier, explícitamente exceptuado de dicha ley por el propio gobierno de Pinochet» (Ibid.; p. 400).
En este sentido fue también sintomático que la Comisión Rettig, que hizo un valorable esfuerzo de búsqueda de la verdad al registrar oficialmente las víctimas fatales de la dictadura, se denominó de «Verdad y Reconciliación», denotando la idea de que no se requería la Justicia para el logro de una efectiva reconciliación entre los chilenos.
Luego, sistemáticamente, el liderazgo concertacionista buscó -infructuosamente- convalidar legis- lativamente aquel decreto-ley y/o lograr una sustantiva disminución de las penas de los agentes del Estado que cometieron graves violaciones de derechos humanos con posterioridad a esa fecha. Fueron los casos del Acuerdo-Marco de 1990; de las propuestas de los presidentes del Senado (Ga- briel Valdés) y de la Cámara de Diputados (José Antonio Viera Gallo) en 1991; del proyecto de ley Aylwin en 1993; del proyecto de ley Frei en 1995; del Acuerdo Figueroa-Otero del mismo año; de un proyecto de ley de la Comisión de Derechos Humanos del Senado en 1999; del proyecto de ley de inmunidad, presentado por Ricardo Lagos en 2003; de otro proyecto en esa misma dirección presentado por senadores concertacionistas y de derecha en 2005; y del intento de reflotamiento de ese proyecto por Michelle Bachelet en 2007. Todos estos intentos se vieron frustrados dada la gran oposición moral que generaron en las ONG de derechos humanos -nacionales e internacio- nales- y especialmente en las agrupaciones de familiares de las víctimas.
Posteriormente, se buscó ampliar la impunidad a los casos de tortura. Así, a los rechazos públicos de búsqueda de justicia en los casos de tortura expresados por el ministro del Interior de la época, José Miguel Insulza (Ver La Nación; 15-2-2001) y por el senador socialista, José Antonio Viera Gallo (Ver El Mercurio; 14-2-2001); se sumó el que el gobierno de Lagos se negara inicialmente -ante la Comisión Etica contra la Tortura- a establecer una Comisión para registrar las víctimas de aquello en dictadura; viéndose virtualmente forzado a ello, debido ¡a críticas surgidas desde la UDI respecto del abandono en que habían quedado sus víctimas! Pero se le dio a la convocatoria la menor publicidad posible y en un plazo tan corto, que posteriormente el gobierno de Bachelet la reabrió para recibir nuevas denuncias de casos.
Peor aún, en el proyecto de ley de reparación a dichas víctimas -aprobado en cuarenta y ocho horas a fines de 2004- se estipularon disposiciones tendientes a reforzar una impunidad moral y judicial para los autores de aquellos graves crímenes. Así, se estipuló un secreto ¡de 50 años! para el contenido de las denuncias presentadas; e incluso ¡se le impidió al Poder Judicial tener acceso al conocimiento de los delitos denunciados en ella!, contraviniendo con esto la Constitución, los tra- tados internacionales de derechos humanos y los principios más elementales del derecho. Y el pro- yecto presentado durante el segundo gobierno de Bachelet para derogar dichas disposiciones abe- rrantes quedó sin ser aprobado, dado que aquel le quitó toda urgencia…
El desentendimiento de los gobiernos de la Concertación respecto del tema llegó a tales grados que incluso se designó o intentó designar a embajadores o agregados militares que tenían un his- torial de vinculación con graves violaciones de derechos humanos. El caso más escandaloso fue el intento del gobierno de Frei Ruiz-Tagle de designar en 1994 como embajador en Suiza a Luis Winter, que había sido Fiscal Naval en Valparaíso luego del golpe, y que como tal había sido acusado cuando se desempeñaba como diplomático en Ginebra en 1977, por una periodista suiza, de haber ordenado torturar a dos presos políticos: Jorge Escalante y Leopoldo Luna. Habiéndose querellado por injurias en contra de la periodista frente a la Justicia suiza, ésta no le dio la razón (Ver La Suise; 10-1-1981). El intento de nombramiento de 1994 generó naturalmente una indignada reac- ción de los exiliados chilenos que quedaron en Suiza; por lo que el gobierno no pudo designarlo allí… ¡y lo nombró Cónsul General de Chile en Houston! Los posteriores gobiernos concertacionis- tas lo siguieron nombrando en altos cargos en la Cancillería, hasta que finalmente Bachelet lo designó en 2007, cuando jubiló, como abogado del Consejo de Defensa del Estado.
Entre los demás casos que suscitaron bochorno internacional para Chile, resalta el de Jaime Lepe (miembro de la Brigada Mulchén de la DINA, que se encargó del asesinato del español-chileno Carmelo Soria), a quien el gobierno de España se opuso que se lo nombrara en la Misión militar de Chile en ese país (Ver Ascanio Cavallo.- La historia oculta de la transición; Grijalbo, 1998; p. 350). También el de Pablo Belmar (igualmente de dicha brigada) que se intentó designar en Ecuador. Sin embargo, aquel «no pudo asumir, porque al rechazo del Parlamento de ese país se sumó la firme postura del embajador Roberto Pizarro, quien estuvo dispuesto a renunciar si asumía Belmar» (La Nación; 31-1-1996). Luego, el gobierno quiso nombrarlo en El Salvador, pero allí «el propio Presi- dente de la República (de la extrema derecha, ARENA), Armando Calderón Sol, confirmó las decla- raciones del canciller Ramón González Giner, en cuanto a que su gobierno rechaza la llegada al país» de Belmar «por las acusaciones que pesan en su contra sobre violaciones a los derechos hu- manos» (La Tercera; 17-2-1996).
Y quizá el que afectó más el prestigio global de Chile fue el del jefe de la Misión de Observadores de la ONU en la frontera indo-pakistaní, el general Sergio Espinoza Davies, que participó luego del golpe en un Consejo de Guerra en Calama «que el 29 de octubre de 1973 cambió una sentencia ya fallada para, bajo presión de mandos superiores, redactar una nueva y condenar a muerte a cuatro dirigentes del Partido Socialista de Iquique. Los dirigentes Freddy Taberna, Juan Antonio Ruz, Ro- dolfo Fuenzalida y José Sampson» (La Nación; 18-9-1998). Y, pese a la presión de Naciones Unidas para para que el gobierno chileno lo retirara, este prefirió que la propia ONU lo sacara: «Según fuentes e informaciones extraoficiales, el Gobierno prefirió este camino -que conlleva el bochorno internacional como lo planteó el canciller José Miguel Insulza- a tener que responder ante el Ejérci- to por llamar a retiro al brigadier general» (Ibid.; 17-10-1998).
Pero ciertamente que la conducta más escandalosa -y en muchos casos olvidada o desconocida- fue respecto de la búsqueda de impunidad del mismo Pinochet. La defensa que se hizo de él, una vez que fue detenido en Londres en 1998, representó la culminación de una permanente defensa de su figura en las reiteradas ocasiones en que sus visitas al extranjero y otros avatares le genera- ron duras críticas. Esto se dio ya en su primera visita a Inglaterra, en Mayo de 1991, cuando fue defendido por el ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa, frente a las duras críticas a Pinochet expresadas por parlamentarios laboristas (Ver La Nación; 5-5-1991). En ese mismo periplo -y ante el rechazo del gobierno francés de que pasara por allí- Correa dirigió una protesta al gobierno francés (Ver Fortín Mapocho; 29-5-1991). Y en la escala que hizo en Portugal, ante las duras críticas que le hicieron los periodistas lusos, Pinochet contó con la aprobación del ministro del Interior, Enrique Krauss (Ver La Tercera; 18-5-1991) y del presidente de la Cámara de Diputa- dos, Viera Gallo (Ver El Mercurio; 18-5-1991).
Y en Marzo de 1992 se prefiguraría perfectamente la conducta defensiva que haría el gobierno de Frei Ruiz Tagle a Pinochet en 1998. Así, cuando el exdictador realizó una visita privada a Ecuador, su presidente Rodrigo Borja declaró que «su presencia no es bienvenida». Ante esto, el gobierno de Aylwin efectuó una protesta formal, presentada por el ministro de RR. EE., Enrique Silva Ci- mma, al embajador de Ecuador (Ver La Epoca; 20-3-1992).
Sin duda, el antecedente más ominoso de la defensa de Pinochet en Londres, lo representó el duro cuestionamiento gubernativo a la acusación constitucional presentada por varios diputados de la Concertación en contra de Pinochet, para expresar por lo menos un rechazo moral y político a la entrada vitalicia de Pinochet al Senado, luego de cumplir su período como comandante en jefe del Ejército, en Marzo de 1998. Además, que la actitud gubernativa de defensa de Pinochet era «inne- cesaria», en la medida que la acusación de todas formas sería rechazada por la mayoría senatorial de derecha. De este modo, incluso antes que se presentara, el Gobierno inició una fuerte ofensiva «destinada a persuadir a los partidos de la Concertación, para que los parlamentarios oficialistas se desistan (…) según trascendió el Presidente Eduardo Frei instruyó personalmente a los ministros del Interior, Carlos Figueroa; de la secretaría general de la Presidencia, Juan Villarzú; y al de Gobierno, José Joaquín Brunner, para solicitar directamente a los presidentes de los partidos de la alianza, y para persuadir a los diputados de la Concertación en Valparaíso, a echar pie atrás en la acusación constitucional» (La Epoca; 7-1-1998).
A las presiones se agregaron ¡las represalias!, una vez que el Consejo del PDC aprobó por 21 vo- tos contra 20, dejar en libertad de acción a los diputados del partido para impulsar la acusación. Así, fue destituida de su cargo por votar favorablemente, Jacqueline Saintard, quien se desempe- ñaba como Directora del Programa del Desarrollo de la Mujer (PRODEMU); y Héctor Ballesteros, quien era funcionario de la Secretaría Nacional del PDC (Ver La Epoca; 15-3-1998). Pese a ello, seis diputados del PDC integraron los once diputados que finalmente presentaron la acusación. Ellos fueron los DC Mario Acuña, Gabriel Ascensio, Sergio Elgueta, Tomás Jocelyn-Holt, Zarko Luksic y Andrés Palma; los socialistas Sergio Aguiló, Isabel Allende, Jaime Naranjo y Fanny Pollaro- lo; y el PPD, Guido Girardi. Las feroces presiones gubernativas hicieron que finalmente la acusa- ción fuese derrotada por 62 votos contra 52, en lo que fueron claves 11 diputados del PDC. Por ello, el diputado DC -y principal líder sindical contra la dictadura-, Manuel Bustos, expresó: «Quiero pedir disculpas a más del 70 por ciento de los chilenos, por lo que han hecho algunos de mis cama- radas votando en contra de la acusación al dictador» (La Tercera; 10-4-1998).
Y respecto de la defensa de Pinochet en Londres, además de lo increíblemente vergonzoso del he- cho, se utilizaron argumentos particularmente sofísticos. Así, el entonces canciller Insulza señaló en marzo de 1999 a un diario español que «en España, tras la sentencia de los Lores, Pinochet sólo puede ser juzgado por torturas o conspiración para torturar por hechos cometidos después de 1988. En Chile no existe ninguna inmunidad ni ninguna amnistía (sic) que impida juzgar los actos que haya cometido. Las posibilidades de juzgarle aquí son mucho más amplias que en España. El juicio en su país (España) puede que les interese más a los que solo quieren un juicio simbólico» (El Mercurio; 28-3-1999). Todo ello, pese a que, en noviembre de 1997, al pronunciarse sobre las que- rellas ya presentadas en contra de Pinochet en España, el mismo Insulza expresó: «¿Por qué no se presentan esas querellas en Chile? Porque todo el mundo sabe que eso pondría en grave riesgo el proceso de transición» (La Epoca; 21-11-1997).
Además que, una vez conseguida la vuelta de Pinochet a Chile -por manifiestamente falsas razones de falta de salud mental- el gobierno de Lagos desarrolló una fuerte presión a los tribunales -que fueron finalmente exitosas- para lograr la impunidad de Pinochet, también so pretexto de su «sa- lud mental». Así, el entonces ministro del Interior, José Miguel Insulza, efectuó numerosas decla- raciones públicas a los tribunales en ese sentido: «Yo creo que Pinochet no está en condiciones de ser sometido a juicio (…) El tema Pinochet, en gran medida, ya fue resuelto por la Corte Suprema, mucho más allá de lo que era la expectativa de quienes lo acusaban (…) A mí me gustaría que si el juez (Juan) Guzmán y las Cortes deciden que por razones de enfermedad Pinochet no puede en- frentar un juicio, ojalá todo el mundo lo aceptara de buena gana, con buena voluntad. El gobierno lo haría así» (Que Pasa; 2-9-2000). Y, en este mismo sentido, Insulza efectuó varias otras declara- ciones periodísticas (Ver La Nación, 10-8-2000; Caras, 18-8-2000; y La Nación, 16-4-2001).
Y que no era por temor que se estaba defendiendo a Pinochet, lo dejaron meridianamente claro diversas personalidades concertacionistas. En particular, Alejandro Foxley (PDC) y Eugenio Tironi (PPD). Así, el primero dijo en favor del exdictador: «Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de an- ticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equi- po de economistas (…) con Sergio de Castro a la cabeza (…) que fueron capaces de persuadir a un gobierno militar (…) de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar; desregular; etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proce- so de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por to- dos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cam- biando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal (sic) es que, por las crueldades que se cometieron en materia de derechos humanos en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida» (Cosas; 5-5-2000).
Y Tironi escribió: «La sociedad de individuos, donde las personas entienden que el interés colectivo no es más que la resultante de la maximización de los intereses individuales, ya ha tomado cuerpo en las conductas cotidianas de los chilenos de todas las clases sociales y de todas las ideologías. Nada de esto lo va a revertir en el corto plazo ningún gobierno, líder o partido (…) Las transforma- ciones que han tenido lugar en la sociedad chilena de los 90 no podrían explicarse sin las reformas de corte liberalizador de los años 70 y 80 (…) Chile aprendió hace pocas décadas que no podía se- guir intentando remedar un modelo económico que lo dejaba al margen de las tendencias mun- diales. El cambio fue doloroso, pero era inevitable. Quienes lo diseñaron y emprendieron mostra- ron visión y liderazgo» (La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Grijalbo, 1999; pp. 36, 62 y 162).
Tampoco se ha reparado en el total giro que tuvo la política en favor de los derechos de los pue- blos indígenas que -excepcionalmente- tuvo el gobierno de Aylwin. A la aprobación de una Ley Indígena que revirtió la política de asimilación y subordinación que se había desarrollado desde la «pacificación de la Araucanía», se le sumó una CONADI que, bajo la dirección de José Bengoa, realizó una labor muy eficaz. Sin embargo, Frei Ruiz-Tagle revirtió dicha política con las ilegales presiones a los pehuenches para que permutaran sus tierras a la ENDESA para la construcción de la Central Ralco. A tal punto, que el gobierno destituyó a dos directores de la CONADI por negarse a tal predicamento (Mauricio Huenchulaf y Domingo Namuncura) y a los dos representantes de la Presidencia en el consejo de la CONADI (Mylene Valenzuela y Cristián Vives) por la misma razón (Ver Chile: Una democracia tutelada; pp. 313-4).
Posteriormente, Lagos pareció recuperar una política positiva al convocar a una comisión de per- sonalidades, académicos y dirigentes indígenas, presidida por Patricio Aylwin (Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas) para efectuar un estudio histórico de sus per- secuciones y discriminaciones; y proponer caminos de profundas reformas en su favor. Sin embar- go, el Informe consiguiente fue virtualmente archivado, tanto por aquel como por su sucesora Michelle Bachelet. Peor aún, ambos gobiernos aplicaron la ley antiterrorista en contra de los ma- puches que efectuaban prácticas incendiarias como método de lucha. Como lo señaló el director ejecutivo de la División de las Américas de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, «al utilizar el régimen legal más rígido posible contra los mapuches, el gobierno chileno los está equiparando injustamente con los responsables de crímenes atroces como los asesinatos en masa» (Universi- dad Diego Portales.- Informe Anual sobre Derechos Humanos en Chile 2005; p. 305).
Y, más grave aún, se estableció una pauta de maltrato en que «numerosos efectivos de Carabine- ros allanan las comunidades mapuches para realizar detenciones, continúan maltratando física- mente e insultando a los residentes, incluyendo a mujeres, niños y ancianos» (Human Rights Watch y Observatorio de Derechos de los Pueblos Indígenas.- Indebido proceso: Los Juicios antite- rroristas, los tribunales militares y los mapuches en el sur de Chile; Octubre, 2004; p. 50). Aquello derivó en ocasiones en aplicaciones de tortura estando detenidos; y en la muerte a balazos de in- dígenas, como los de Alex Lemun Saavedra (Noviembre de 2002), Matías Catrileo Quezada (Enero de 2008) y Jaime Mendoza Collío (Agosto de 2009).
También pasó desapercibido el que la Concertación, una vez que adquirió mayoría parlamentaria, continuó en la misma senda económico-social heredada de la dictadura. Así pasó cuando final- mente el gobierno de Lagos obtuvo dicha mayoría entre agosto de 2000 y marzo de 2002, por los desafueros combinados de los senadores Pinochet y Francisco Javier Errázuriz. Y, posteriormente, cuando Bachelet la obtuvo desde marzo de 2006 hasta diciembre de 2007, luego que el PDC expul- sara de sus filas al senador Adolfo Zaldívar. Y durante todo el segundo gobierno de aquella.
De este modo, en lugar de aprovechar dicha mayoría para modificar sustancialmente el modelo neoliberal, profundizó sus orientaciones en el ámbito de la privatización o concesión de servicios públicos y de la gran minería del cobre; y de la concentración del poder económico en algunas decenas de grandes grupos económicos. Además de mantener todas las estructuras socio-econó- micas fundamentales dejadas por la dictadura: Plan Laboral; AFP; Isapres; sistema tributario que favorece la «elusión» de impuestos de los más ricos; universidades privadas con fines de lucro; irrelevancia de los sindicatos, juntas de vecinos y demás organizaciones de sectores populares; etc. Es decir, legitimó, consolidó y perfeccionó pacíficamente, lo que la dictadura había impuesto a sangre y fuego…
Por si aquello fuese poco, finalmente el liderazgo de la Concertación asumió la Constitución del 80, luego de algunas reformas de importancia pero que no alteraron la esencia autoritaria y neoliberal de la Carta Fundamental. En particular, se mantuvieron los dispositivos que impiden que el Estado efectúe una planificación indicativa, como la que se realizó en Europa occidental de post-guerra y que permitió (en conjunto con la integración regional) la creación del Estado de bienestar. A tal punto la Concertación hizo suya la Constitución, que desde 2005 ¡aparece firmada por Lagos y por todos sus ministros!; entre ellos, Sergio Bitar, Jaime Ravinet, Francisco Vidal e Ignacio Walker.
Todo esto nos permite, además, comprender las razones de la exultante apología efectuada por destacadas personalidades de derecha de la obra de la Concertación, y particularmente, de quien fue originalmente el más temido de sus líderes: Ricardo Lagos. Así, el destacado cientista político y ex embajador de Piñera, Oscar Godoy, al ser consultado si observaba un desconcierto en la de- recha por la «capacidad que tuvo la Concertación de apropiarse del modelo económico», respon- dió: «Sí. Y creo que eso debería ser un motivo de gran alegría, porque es la satisfacción que le pro- duce a un creyente la conversión del otro. Por eso tengo tantos amigos en la Concertación; en mi tiempo éramos antagonistas y verlos ahora pensar como liberales, comprometidos en un proyecto de desarrollo de una construcción económica liberal, a mí me satisface mucho» (La Nación; 16-4-2006).
Por otro lado, el entonces presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Her- nán Somerville, señaló a fines de 2005 que a Lagos «mis empresarios todos lo aman, tanto en APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico) como acá (en Chile) (…) porque realmente le tienen una tremenda admiración por su nivel intelectual superior y porque además se ve am- pliamente favorecido por un país al que todo el mundo percibe como modelo» (La Segunda; 14- 10-2005). A su vez, el destacado empresario y economista, César Barros, sostuvo el día final del Gobierno de Lagos que «las alabanzas empresariales dejan pequeñas a las ‘declaraciones de amor’ que le hiciera la cúpula empresarial finalizada la APEC. Un grupo de amigos empresarios que de- nominaban a Don Ricardo ‘El Príncipe’ (tanto por aquello de Maquiavelo como por ser el primer ciudadano de la República) han optado en llamarlo, de ahora en adelante, ‘Zar de todos los Chiles’ (…) Antes (…) un príncipe socialista solo podría hacernos daño. Pero el hombre, trabajando con cuidado y con inteligencia, los convenció de que estaba siendo el mejor Presidente de derecha (sic) de todos los tiempos; y el temor y la desconfianza se transformaron en respeto y admiración» (La Tercera; 11-3-2006).
Por su parte, Herman Chadwick (UDI) señaló que el Gobierno de Lagos «fue muy bueno y que el ex Presidente tiene una importancia a nivel mundial que no podemos desaprovechar» (El Mercu- rio; 21-3-2006). Asimismo, el destacado empresario pinochetista, Ricardo Claro, declaró, en lo que quizás fue la última entrevista de su vida, que «Lagos es el único político en Chile con visión inter- nacional, y está muy al día. No encuentro ningún otro en la derecha ni en la DC» (El Mercurio; 12- 10-2008). Incluso, el ultraderechista, Hermógenes Pérez de Arce, planteó que «la derecha ha vis- to cómo el modelo de desarrollo económico-social que ponen en práctica los sucesivos gobiernos concertacionistas se parece mucho más al que ella siempre prohijó que a los proyectos propios y originales de la izquierda y de la DC» (El Mercurio; 19-3-2006).