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Hitler, Merkel y Renzi van a la ópera

Fuentes: La Jornada

Desde luego no hay que subestimar el poder de la música. Especialmente de la ópera que -al incorporar también lo visual y lo literario- puede ser un sugestivo vehículo de mensajes políticos. Richard Wagner (1813-83), tiene un claro mensaje político. Es un gran revolucionario de la ópera -y de la música en general (abriéndole la […]

Desde luego no hay que subestimar el poder de la música. Especialmente de la ópera que -al incorporar también lo visual y lo literario- puede ser un sugestivo vehículo de mensajes políticos.

Richard Wagner (1813-83), tiene un claro mensaje político. Es un gran revolucionario de la ópera -y de la música en general (abriéndole la puerta a la posterior llegada de dodecafonismo)- pero sobre todo es un gran ideólogo.

Como uno de los pocos compositores escribe sus propios libretos donde mete mucho de su pensamiento racista, sexista y antisemita; si estira el lenguaje musical de su época, lo hace para transmitir mejor (con más dramatismo) sus ideas de «supremacía teutona» y «renovación radical de la especie humana».

Adolf Hitler tiene doce años y por primera vez se va a la ópera, a ver a Lohengrin de Wagner: «Me quedé adicto inmediatamente. Mi entusiasmo por el maestro de Bayreuth no tenía límites», anota años más tarde en Mein kampf (1925).

Desde el principio convierte a aquella pequeña ciudad bávara en un nido del «nacional-socialismo», con su llegada al poder en el corazón cultural de la Tercer Reich y a Wagner en su «compositor oficial». Tras la «victoria final» planea ascender su música a niveles aun superiores.

Curioso: la mayoría de notables nazis no comparte el wagnerismo del Führer (el teatro en la Colina Verde a menudo se ve vacío y se llena solo por fuerza); alemanes comunes y corrientes al ir a la ópera prefieren otro repertorio (Verdi o Puccini).

Así que si bien no hay que desestimar la influencia de Wagner (en la medida en que el mismo Hitler se lo cree y/o planea -tal vez…- las invasiones al son de sus óperas o las de Strauss o Beethoven), darle demasiada importancia (como esto de explicar el auge del nazismo o la subsiguiente guerra con el poder de su música) es igualmente erróneo.

Una falacia que sintetiza -y aniquila- magistralmente Woody Allen en uno de sus clásicos «one-liners«: «No puedo escuchar a tanto Wagner… me dan ganas de invadir Polonia» (Manhattan murder mystery, 1993).

Aquí Lenin -y no solo aquí- está en los antípodas. Cuando invade Polonia -la guerra polaco-bolchevique de 1919-21- seguramente no escucha música. No puede. Le hace mal. Lo vuelve «emotivo» y «débil», como confiesa en una ocasión.

Una distinción crucial -la separación de música y política (y «muestra de su indudable humanidad», Slavoj Zizek dixit)- que no hacen los nazis, con Hitler en la cabeza, todos «melómanos-genocidas» (algunos músicos semi-profesionales).

A pesar de esto y citando la misma confesión de Lenin, un columnista inglés -en contexto del bicentenario del natalicio de Wagner (2013)- lo fustiga por «ignorar cultura y priorizar política», «una de las razones por la que fracasó su revolución».

La clase política inglesa «dominada por filisteos» es según él -en este aspecto- «leninista» (¡sic!): «ignora la vida artística», «una señal de la sociedad fallida»; un ejemplo a seguir es la clase política alemana -y Angela Merkel en particular- que regularmente va a Bayreuth, dando así «señal de salud de la sociedad civil» (The Guardian, 2/8/13).

Curioso: tener a uno de los festivales musicales más «democráticos» del mundo (los Proms de Londres) ignorado por políticos pero asistido por representantes de 99% de la sociedad -gracias a los boletos baratos- es «muestra de enfermedad»; tener a uno de los más elitistas (el de Bayreuth) accesible -por los precios astronómicos de boletos- solo a 1% de la sociedad (la elite económica y política) es «muestra de salud».

Y encima estas apariencias: una vez la «canciller de hierro» -que no enloquece tanto por Wagner: el más fan es su esposo, Joachim Sauer- va al festival con un vestido que ya lució anteriormente «demostrando su austeridad en tiempos de crisis».

Matteo Renzi está distanciado de Merkel. Construye toda su figura en oposición a ella: a su política migratoria y su negativa a más «elasticidad presupuestal» (Politico, 29/1/16), pero en cuanto a las apariencias (y la ópera) parece seguir sus pasos.

En Milán va a inaugurar la temporada en La Scala. Tocan a Verdi: Juana de Arco, pero la música es lo de menos. Lo importante es la noticia: «El primer ministro italiano desafía la seguridad por una noche en la ópera» (The Guardian, 7/12/15).

Los terroristas -dicen los servicios secretos- van a volar el teatro, pero el valiente político va «a pesar de todo» (y a pesar de las protestas anti-austeridad en las afueras, ya de costumbre en las inauguraciones de La Scala).

Hace unos años Daniel Barenboim -su ex director musical argentino-israelí, conocido interprete y defensor de Wagner («Lo peor que le pasó, fue el amor de Hitler a su música»)- protesta también adentro fustigando desde el podio los recortes a la cultura.

En fin. La ópera más que una solución, parece un problema. El gran Pierre Boulez (1925-2016) -compositor y conductor francés que fallece el enero pasado- tiene una elegante propuesta: «Volarlas todas» (Der Spiegel, 1967).

¿Mera provocación? Más bien un reflejo de su crítica de la cultura burguesa («la ópera de Paris es llena de polvo y mierda», dice en otro lugar), de su oposición a la estagnación del género y de su incansable promoción de la «nueva música» (dodecafonismo/serialismo).

Alguien en la policía suiza lee todo esto y retiene la memoria por casi 40 años. Su venganza será dulce: tres meses después de los atentados de 9/11 Boulez es sacado de su cama en un hotel en Basilea y acusado de «terrorismo» (BBC, 4/12/01).

Pero no es que no le guste la ópera; solo tiene gusto particular (ante todo Berg). Una vez -¡en Bayreuth!- realiza Der Ring des Nibelungen (1976) de Wagner como una saga capitalista en escenario industrial del siglo XIX. Con Jean Genet planean una ópera sobre la guerra de Argelia.

Sin embargo siempre es más radical allí donde se inclina por la música pura: la política no le hace falta (un gesto de separación bastante «leninista», pero a rebours); la sola fuerza de su creatividad es suficientemente subversiva (incluso -tiene razón Norman Pollack- anticapitalista, Counterpunch, 7/1/16).

Lo realmente revolucionario no es mezclar la música con la política; es ser fiel a cada una de estas esferas por separado.

¿Lenin y Boulez se dan la mano sin saberlo?

Maciek Wisniewski, Periodista polaco

Versión corregida del texto: http://www.jornada.unam.mx/2016/02/18/opinion/023a2pol