I Con motivo de una conferencia que pronunció en la Cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Gerona hace unos años, el conocido escritor y humanista George Steiner ofrecía esta declaración llamativa: «Hasta que los estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia, hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura […]
I
Con motivo de una conferencia que pronunció en la Cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Gerona hace unos años, el conocido escritor y humanista George Steiner ofrecía esta declaración llamativa: «Hasta que los estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia, hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no estudie también matemáticas, no estaremos preparando la mente humana para el mundo en que vivimos. Si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podemos entrar en los grandes debates que se avecinan. A los científicos les gustaría hablar con nosotros, pero nosotros no sabemos cómo escucharles. Este es el problema».
Es posible que el gran Steiner, decepcionado ya de lo que han sido en el siglo XX las humanidades clásicas y de lo que hemos llamado alta cultura humanística, exagere un poco en su vejez (eso sí, por reacción ante otras presunciones anteriores) al poner todas sus esperanzas en lo que, en esa misma entrevista, él denomina la moral implícita en la metodología científica. Pues tiende a identificar ahora la alegría que suele acompañar a la investigación científica en acto con la gaya ciencia nietzcheana. Y tal vez exagere otro poco al declarar, gozoso, que, finalmente, las matemáticas, la computación y el cálculo han venido a ocupar el lugar que ocuparon las humanidades y al confesar que él mismo se encuentra hoy mucho más a gusto entre los colegas científicos dedicados a la demostración del teorema de Fermat, o a explicar por qué la máquina Deep Blue pudo ganar a Kasparov, que leyendo la enésima tesis doctoral sobre Shakespeare o Baudelaire.
Para poner en su lugar las esperanzas del sabio y viejo humanista decepcionado de la alta cultura de los «letreros» y esa percepción externa de la
Uno de los descubrimientos más impresionantes [de este siglo] fue el del origen de la energía de las estrellas, que hace que sigan quemándose. Uno de los hombres que lo descubrió estaba con su novia la noche siguiente al momento en que comprendió que en las estrellas deben tener lugar reacciones nucleares para hacer que brillen. Ella dijo: Mira qué bellas brillan las estrellas. Él dijo: Sí, y en este momento yo soy el único hombre en el mundo que sabe por qué brillan. Ella simplemente le sonrió. No estaba impresionada por estar con el único hombre que, en ese instante, sabía por qué brillan las estrellas. Y bien, es triste estar solo, pero así son las cosas de este mundo.
Dejando aparte las exageraciones acerca de los estados de ánimo de los unos y los otros (sobre todo cuando los unos hablan de los otros y los otros de los unos), se ha de reconocer que Steiner no es el único humanista grande del siglo XXI que está diciendo cosas así.
Al afirmar que si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podremos ni siquiera entrar en los grandes debates públicos que se avecinan (o que están ya ahí), Steiner está apuntando a un problema real de nuestro tiempo. Pues, efectivamente, si se quiere hacer algo en serio a favor de una resolución racional y razonada de algunos de los grandes asuntos socioculturales y éticopolíticos controvertidos, en sociedades como las nuestras, en las cuales el complejo tecnocientífico ha pasado a tener un peso primordial, no cabe duda de que los humanistas van a necesitar cultura científica para superar actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones literarias. A lo que habría que añadir, como suelen hacer algunos de los grandes científicos contemporáneos, también ellos, por lo general, desde las alturas de edad, que tampoco hay duda de que los científicos y los tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea, histórico-filosófica, metodológica, literaria, histórico-artística, etcétera) para superar el viejo cientifismo de raíz positivista que todavía tiende a considerar el progreso humano como una mera derivación del progreso científico-técnico.
Este es el motivo de fondo por el que en los últimos tiempos, y desde perspectivas diferentes, científicos sensibles y humanistas comprometidos están dando tanta importancia a la indagación de lo que podría ser una tercera cultura.
II
Querría ilustrar un poco más lo que está en el fondo de la preocupación de humanistas como Steiner.
Sin cultura científica no hay posibilidad de intervención razonable en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que de verdad importan a la comunidad de la que formamos parte. Esto se debe a que, como se ha dicho tantas veces, la ciencia es ya parte sustancial de nuestras vidas. Un importante número de las discusiones públicas, ético-políticas o ético-jurídicas ahora relevantes, suponen y requieren cierto conocimiento del estado de la cuestión de una o de varias ciencias naturales (biología, genética, ecología, etología, física del núcleo atómico, termodinámica, neurología, etc). Pondré unos pocos ejemplos que me parecen significativos para argumentar esto.
Para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, sobre el uso que se hace de las energías disponibles y sobre la resolución de los problemas implicados en ese uso desde el punto de vista de lo que llamamos sostenibilidad, ayuda mucho la recta comprensión del sentido de los principios de la termodinámica, en particular de la idea de entropía, como mostraron hace ya años, entre otros autores, y desde perspectivas diferentes, el economista matemático Nicolás Georgescu-Roegen y el ecólogo Barry Commoner.
Para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica (o al menos no antropocéntrica en el limitado sentido de la ética tradicional) ayuda mucho la recta comprensión de la teoría sintética de la evolución (y no sólo en su formulación darwiniana), como ha venido mostrando el paleontólogo S. J. Gould hasta su reciente fallecimiento.
Para diferenciar, con la necesaria corrección metodológica, entre diversidad biológica, defensa de la biodiversidad y aspiración a la igualdad social (un asunto que ha producido y sigue produciendo innumerables equívocos) ayuda mucho la comprensión de la genética y de los resultados alcanzado por la biología molecular, como puso de manifiesto hace ya años Teodosius Dobzhansky.
Para empezar a combatir con argumentos racionales el racismo y la xenofobia que algunos ven implicados en los choques culturales del cambio de siglo y de milenio puede ayudar mucho el conocimiento de los descubrimientos relativamente recientes de la genética de poblaciones, como viene mostrando en las últimas décadas L.L. Cavalli Sforza.
A repensar lo que habitualmente venimos llamando «alma» y «conciencia», base de sensibilidad moral de los humanos y objeto durante mucho tiempo de la atención exclusiva de la religión y de la filosofía, ayudan las reflexiones del recientemente fallecido Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN sobre la estructura neuronal del cerebro, es decir, sobre aquello que Ramón y Cajal llamó «las misteriosas mariposas del alma». Ayudan más aún si el ciudadano de este inicio de siglo lee a Crick en paralelo, o compara lo que él ha escrito a este respecto, con las obras del neurólogo Oliver Sacks, amante de la literatura, y en particular del Borges de Funes el memorioso. Y, aún más en general, a replantear el viejo problema filosófico de la relación mente-cuerpo, que tantas metáforas ha producido a lo largo de la historia de la humanidad, ayuda al humanista, más que cualquier otra cosa, el fascinante libro del físico Roger Penrose, La nueva mente del emperador.
Incluso para entender bien el por qué de la necesidad de una nueva ética de la responsabilidad, que apunta hacia nuestro compromiso con el futuro, y para actuar en consecuencia, ayuda mucho el conocimiento preciso de los avances contemporáneos en el ámbito de las ciencias de la vida que fundamentan la medicina contemporánea, como ha puesto de manifiesto en sus obras Hans Jonas.
La lista podría ser mucho más larga. Pero la moraleja que se puede hacer seguir de esos pocos ejemplos es esta: desconocer que la cultura científica es parte esencial de lo que llamamos cultura (en cualquier acepción seria de la palabra) y despreciar la base naturalista y evolutiva desconocimiento científico contemporáneo equivale en última instancia, y en las condiciones actuales, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada.
Ahora bien, por otra parte -y nos conviene no olvidar la otra parte- si queremos tener una noción clara y precisa de hasta dónde llega y puede llegar razonablemente la ayuda de las ciencias naturales en la resolución de estos problemas éticos-políticos contemporáneos también es evidente que los científicos en activo necesitan formación humanística. Pues la ciencia sin más no genera conciencia ético-política, del conocimiento científico no se deriva directamente la conciencia ciudadana, y las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco acerca de las complicadas mediaciones por las que el ser humano pasa de la teoría en sentido propio a la decisión de actuar, por ejemplo, en favor de la conservación del medio ambiente, en favor de un modo de producir y de vivir ecológicamente fundamentado, del respeto a la diversidad o de la sostenibilidad ecológica. Viene aquí a cuento -precisamente porque a partir de ella se puede empezar a generalizar sobre la complicada relación entre ciencia y conciencia, entre teoría y decisión- una interesante declaración autocrítica del genetista francés Albert Jacquard:
Gracias a la biología, yo, el genetista, creía ayudar a la gente a que viese las cosas más claramente, diciéndoles: Vosotros habláis de raza, pero ¿qué es eso en realidad? Y acto seguido les demostraba que el concepto de raza no se puede definir sin caer en arbitrariedades y ambigüedades […] En otras palabras: que el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable.
III
En líneas generales creo que se puede decir que hay conciencia pública de la necesidad de un acercamiento o reconciliación entre ciencias y humanidades desde la década de los sesenta del siglo XX y que el debate provocado por Charles Percy Snow a propósito de lo que él llamó las dos culturas ha sido un elemento central en la difusión de esta conciencia. No voy a entrar aquí en las consideraciones de Snow sobre las causas del hiato entre cultura literaria y cultura científica ni tampoco en las acusaciones de ignorancia mutua que se han producido a partir de aquel debate. Daré por conocido que en el transcurso de esa controversia se dijeron algunas simplezas trivializadoras tanto sobre el papel de los científicos de la naturaleza como sobre el papel de los literatos en la primera mitad del siglo XX. Lo que importa ahora es reconocer que C.P. Snow estaba apuntando a una realidad, a un problema de esos de los que se dice que está el aire, en el ambiente, y no sólo -como se ha dicho a veces- en las universidades inglesas de entonces, sino en la mayoría de los países que se autodenominaban avanzados. De manera que me concentraré en las preguntas siguientes: ¿qué se ha hecho en las últimas décadas para superar el hiato entre las dos culturas? ¿qué ideas convendría tomar en consideración cuando se postula ahora una tercera cultura?
Desde mediada la década de los sesenta del siglo pasado ha habido varios intentos, institucionales unos y meramente teóricos otros, de cerrar o paliar el hiato entre ciencias y humanidades. De ahí que podría decirse que durante el último tercio del siglo XX ha habido tantas candidaturas a ocupar el lugar de cultura-puente entre las ciencias y las humanidades como candidatos hubo a ser el Newton de las incipientes ciencias sociales durante el siglo XIX. Hubo, como digo, varias tentativas pero la mayoría de ellas han resultado insatisfactorias.
Por eso recientemente se ha dado en considerar que una forma adecuada de paliar al menos los efectos más desoladores de la incomunicación entre las dos culturas es propiciar la generalización de la «cultura científica», argumentando que si la ciencia misma es una pieza cultural entonces hay que valorar no sólo la investigación científica propiamente dicha (como se suele hacer en la evaluación de los curricula académicos) sino también la comunicación y la divulgación de las teorías y resultados de las ciencias de la naturaleza y de la vida. Por «cultura científica» se entiende, en ese contexto, no ya la ciencia misma (tal como aparece en la mayoría de los artículos publicados por las revistas científicas, en Nature o Science, por ejemplo), sino la comunicación y divulgación seria de los principales resultados de las ciencias para un público culto, en la línea de lo que han estado haciendo desde la década de los setenta en EE.UU personalidades como Isaac Asimov, Stephen Jay Gould, Carl Sagan y Lewis Thomas.
Ese mismo espíritu ha inspirado en España, desde los años ochenta, algunas interesantes colecciones de libros, como, por ejemplo, la Biblioteca Científica Salvat, las colecciones de divulgación científica de RBA y de Orbis, la colección Drakontos de Editorial Crítica, la colección Metatemas de Tusquets, etc, propiciadas por científicos atentos también a las humanidades (Jesús Mosterin, Jaume Llosa, Jorge Wagensberg, José Manuel Sánchez Ron, Pere Puigdomènech, Fernández Rañada o Joandomènec Ros). Expresiones más recientes y más próximas de este punto de vista son la revista Quark (ciencia, medicina, comunicación y cultura) publicada por el Observatorio de Comunicación Científica de la UPF y algunos programas de televisión como Redes (en TVE-2) y Einstein a la platja (en BTV).
IV
La idea de que la cultura científica compartida, en el sentido antes dicho, puede ayudar a superar el hiato entre las dos culturas ha acabado cuajando durante la última década en la propuesta de una tercera cultura que, en última instancia, habría de conducir a unas humanidades nuevas, de base científica, a la altura de las necesidades del siglo XXI. Probablemente la propuesta más conocida en este sentido ha sido la formulada por John Brockman desde EE.UU.
En la introducción a La tercera cultura. Más allá de la revolución científica, John Brockman caracteriza la tercera cultura a partir de las aportaciones de una serie de científicos y pensadores que, según él, están ocupando ya el lugar del intelectual tradicional al dedicarse a dilucidar el sentido más profundo de nuestra vida. Para Brockman, la fuerza de esta tercera cultura estriba en que, admitiendo desacuerdos acerca de las ideas que merecen ser tomadas en serio, no se demora ya en el tipo de disputas marginales que ocupaban y ocupan a «los mandarines pendencieros», sino precisamente en aquellas cuestiones que afectarán a las vidas de todos los habitantes del planeta. Brockman se refiere ahí a los temas científicos que han recibido y están recibiendo un tratamiento destacado en las páginas dedicadas a la cultura científica en periódicos y revistas a lo largo de los últimos años: la biología molecular, la inteligencia artificial, la vida artificial, la teoría del caos, las redes neuronales, el universo inflacionario, los fractales, los sistemas complejos adaptativos, las supercuerdas, la biodiversidad, la nanotecnología, el genoma humano, el equilibrio puntuado, la lógica borrosa, la hipótesis Gaia, la realidad virtual, etc.
Brockman alude explícitamente a la distinción entre las dos culturas introducida por Snow, llama «reaccionarios» a los intelectuales estadounidenses de tipo tradicional, pero subraya el cambio que a este respecto se ha producido en las últimas décadas, cuando, a diferencia de lo que ocurría hasta los años sesenta, el intelectual-científico se hace visible. Aclara, además, que aunque en su proyecto ha adoptado el lema propuesto por Snow en la revisión que éste hizo, en 1963, de su primer ensayo (revisión en la que Snow hablaba, efectivamente, de tercera cultura), ésta, según la entiende él, no describe ya el tipo de cultura que Snow predijo al anunciar que en el futuro los intelectuales de letras se entenderían con los de ciencias. Pues, en su opinión, los intelectuales de letras siguen sin comunicarse con los científicos, de manera que son estos últimos, los científicos, quienes están comunicándose directamente con el gran público: «Hoy en día los pensadores de la tercera cultura tienden a prescindir de intermediarios y procuran expresar sus reflexiones más profundas de una manera accesible para el público lector inteligente». Esto quiere decir que la emergencia de la tercera cultura, en la acepción de Brockman y de la fundación que dirige, apunta en realidad hacia una nueva filosofía natural fundada en la comprensión de la importancia de la complejidad y de la evolución. De ahí se sigue la aparición de un nuevo conjunto de metáforas para describirnos a nosotros mismos, nuestras mentes, el universo y todas las cosas que sabemos de él.
V
Pero la idea de una tercera cultura en esta acepción de Brockman ha sido también criticada desde diferentes puntos de vista. Y no sólo por representantes de la cultura de letras o humanista, que empiezan por aducir el hecho, en su opinión sospechosamente sintomático, de que entre los representantes de la tercera cultura sólo aparezca un filósofo (Daniel C. Dennet), sino también por algunos filósofos de la ciencia y por analistas dedicados a la comunicación científica y tecnológica que ven en esta propuesta demasiado reductivismo. Me referiré aquí a dos de las críticas dirigidas contra esta idea de la tercera cultura en los últimos años.
La primera crítica a la tercera cultura en la versión de Brockman viene a decir que lo que están proponiendo éste no es en realidad una cultura puente, es decir, una nueva cultura superadora del hiato entre las dos culturas de Show, sino más bien una ampliación, epistemológicamente colonialista, de la cultura científico-natural en su estado actual; la segunda crítica, aunque comparte la intención y aplaude lo hecho por algunos de los científicos mencionados por Brockman para aproximar la cultura científica y tecnológica actual al gran público, rechaza la idea misma de tercera cultura que de ahí se deriva; y la rechaza en nombre, precisamente, de la cultura en singular, de la cultura bien entendida.
La argumentación de la primera crítica a Brockman dice que, pese a lo que la denominación de tercera cultura quiere dar a entender, ocurre que lo que se está proponiendo de hecho no es propiamente una vía intermedia o una síntesis superadora de las dos culturas, sino una nueva versión de una vieja aspiración, que estaba ya presente, por lo demás, en la primera conferencia de Snow: la de promover, en todos los ámbitos culturales importantes, la autoridad intelectual de los científicos de la naturaleza, sin más requisitos que su formación como científicos. Entendida así, la llamada tercera cultura sería una derivación del mero hecho, observable, de que los científicos, o por lo menos, algunos científicos, pueden ser también humanistas si así lo quieren, e incluso pueden hacerlo mejor, como humanistas, de lo que otros lo han hecho hasta el momento.
Pero es evidente, según esta argumentación crítica, que el proyecto de tercera cultura, entendido -repito- en la acepción de Brockman, está en las antípodas de un verdadero acercamiento entre las ciencias y las humanidades, pues la propuesta no sólo no contribuye a desdibujar fronteras, sino que las da por reales y bien asentadas; se limita a dictaminar que el territorio que encierra una de ellas, la humanística tradicional, está todavía gobernado por gente inapropiada. Se supone, por tanto, que el viejo problema denunciado por Snow podría solucionarse sin necesidad siquiera de una anexión de las humanidades; bastaría con establecer «un buen gobierno colonial» manejado con paternalismo por virreyes científicos prestigiosos. Ante un intento semejante cabe replicar que, si bien es imprescindible tener una formación científica básica para entender muchos aspectos de la sociedad actual, la formación científica (básica o sofisticada) no habilita por sí sola para realizar una crítica aguda del mundo contemporáneo. Si la hibridación a la que se aspira es posible, entonces la ciencia misma, tal como la hemos conocido en las últimas décadas, no debería quedar intacta, sino que también ella tendría que experimentar cambios notables al tratar de abordar cuestiones de fondo que incluyen la crítica social. En suma: a la tercera cultura de Brockman le faltaría reciprocidad.
La otra crítica que se suele aducir contra el proyecto de Brockman es en cierto modo más drástica, puesto que comprendiendo la intención inicial de superación del hiato entre las culturas viene a negarse a continuación que la expresión misma, tercera cultura, sea hoy relevante. Se sugiere entonces, siguiendo una consideración del sociólogo Pierre Bourdieu, que lo que llamamos tercera cultura es una derivación más de la cultura de lo efímero y de la cultura de la redundancia, que son características, negativas, de nuestra época. Así se ha expresado, por ejemplo, Vladimir de Semir en un número de revista Quark:: «Hemos de luchar activamente para evitar que consiga cuajar la tercera cultura que se nos quiere imponer, la acultura basada en lo superficial y en la mediocre uniformidad de la circulación circular de las ideas enraizada en el pensamiento único y dirigido».
Claro que esta afirmación no implica que todo lo que ha escrito Brockman en la introducción a su libro sobre la tercera cultura caiga bajo el rótulo de la acultura mediocre, y menos aún lo que han escrito algunos de los científicos y pensadores que colaboran en su libro más emblemático, pero sí apunta en una dirección muy distinta de abordar el problema, y, en cierto modo, también más clásica, a saber: que las dos culturas deben confluir no un una tercera cultura, sino en la cultura, es decir, en una cultura sólida, basada en el pensamiento crítico, que es la única que «nos permite ser auténticos responsables de nuestra evolución para convertirnos en ciudadanos competentes en sociedades cohesionadas y más justas».
VI
¿Qué conclusiones podríamos sacar de este recorrido por las preocupaciones actuales acerca de las relaciones entre ciencia y humanidades? Tal vez las siguientes:
1ª El humanista de nuestra época no tiene por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente puede serlo), pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica. Si se limita a ser esa contrafigura, el filósofo, el historiador o crítico de arte, el literato, el intelectual tradicional (el humanista, en suma) tiene todas las de perder. Puede, desde luego, optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las implicaciones de estos descubrimientos. Sólo que entonces dejará de ser un contemporáneo. Con lo cual se desembocaría en una paradoja cada vez más frecuente: la del filósofo posmoderno contemporáneo de la pre-modernidad (europea u oriental).
2ª Consciente de ello, el humanista de nuestra época podría ser también un amigo de la ciencia. Un amigo de la ciencia en un sentido parecido a como lo son, a veces, los críticos literarios o los historiadores del arte, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos. Eso exige reciprocidad. La manera de entender la reciprocidad entre lo que se viene llamando las dos culturas, es decir, entre la cultura literaria y la cultura científica, y la asunción compartida del ignoramos e ignoraremos, tal como fue formulada en su tiempo (1872) por el fisiólogo alemán Emile du Bois-Reymond son, en mi opinión, dos factores esenciales para perfilar el tipo de cultura que se necesita al empezar el siglo XXI.
3ª Si, como se viene diciendo, hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura bien entendida, a otra cultura, y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no dependerá ya tanto o tan sólo de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos, literatos e historiadores del arte, de un lado, y científicos de la naturaleza y de la vida, de otro, como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales. Lo cual implica también una mayor interrelación entre los departamentos y secciones en que hoy están divididas las comunidades científicas.
4ª Esto último obliga, naturalmente, a prestar atención no sólo a la captación de datos y a su elaboración, a la estructura de las teorías y a la lógica deductiva en la formulación de hipótesis, o sea, al método de investigación, sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos llamaban método de exposición. Si se concede importancia al método de exposición, a la forma de exponer los resultados científicos alcanzados -y parece que nos conviene hacerlo para religar ciencia y ciudadanía- entonces hay que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades y que dieron además mucha importancia a la forma arquitectónica de la exposición de los resultados de la creación y de la investigación: Goethe y Marx. Pues, independientemente de lo que ahora se piense de los resultados sustantivos por ellos alcanzados en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, a Goethe y a Marx les debemos, entre otras cosas valiosas, consideraciones y reflexiones sobre el método de exposición cuyo valor se apreciará tanto más cuanto mayor sea nuestra atención a la ciencia como pieza cultural.
5º Que el humanista o el estudiante de humanidades lleguen a ser amigos de las ciencias no depende sólo y exclusivamente de la enseñanza universitaria reglada, ni tampoco de los planes de estudio que acaben imponiéndose en ella. La enseñanza reglada y la reforma de los planes de estudio cuentan, desde luego. Pero tanto como los planes académicos y las reglamentaciones podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida. El sapere aude de la Ilustración no era, al fin y al cabo, una mala palabra. Sólo que esta palabra se tendría que complementar con otra, surgida de la reconsideración de la idea de progreso y de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX, la del ignoramos e ignoraremos, que implica autocontención, conciencia de la limitación. Y si ignoramos e ignoraremos, lo razonable es pedir tiempo para pasar del saber al hacer, atender al principio de precaución, como nos vienen recordando algunos científicos sensatos.
Con lo que quedaría para el caso: atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, cuando no sólo plausible, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del inicio del nuevo siglo. Aunque por lo general, y en lo relativo a las cuestiones ético-políticas, esta ayuda se produzca por vía negativa: indicándonos lo que no podemos hacer o lo que no nos conviene hacer. Como escribió Nicolás Maquiavelo: «Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos».
(*) Discurso leído en la inauguración del curso 2005-2006 en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona el día 3 de octubre de 2005.