Si uno va a una librería a comprar la novela por la que Flaubert se ha hecho famoso, si uno tiene un curso sobre novela francesa del XIX, si uno habla sobre clásicos de la literatura universal o uno hace una búsqueda en los ficheros de la biblioteca de la universidad, ineludiblemente va a toparse […]
Si uno va a una librería a comprar la novela por la que Flaubert se ha hecho famoso, si uno tiene un curso sobre novela francesa del XIX, si uno habla sobre clásicos de la literatura universal o uno hace una búsqueda en los ficheros de la biblioteca de la universidad, ineludiblemente va a toparse siempre con las mismas palabras, con el mismo nombre que se ha convertido, como la misma Emma modestamente reconocerá en el texto, en una más del imaginario del tradicional ejército de adúlteras clásicas: Mme. Bovary. Es precisamente ahí donde comienzan los problemas de la crítica, en un nombre propio, con apellido, que se ha convertido en casi el único título y materia, indiscutible, de la novela de Flaubert. Así, se puede leer en Gonzalo Sobejano que «la tragedia de Madame Bovary es personal, ambiental y esencial. Por temperamento y carácter, Emma se adelanta hacia su perdición, pero sin falsificar su naturaleza, y el suicidio la redime» («De Flaubert a Clarín», 26); o, más adelante, se puede apreciar cómo se centra en cualidades morales de los personajes, capacidad amatoria y preferencias «persona(ja)les», como cuando dice que «ningún otro personaje de La Regenta ni de Madame Bovary es capaz de esta clase de amor». También en su artículo «Madame Bovary en La Regenta», se centra Sobejano en las similitudes y diferencias entre ambos personajes, sus decisiones, sentimientos, deseos y frustraciones, etc., como si estuviese haciendo crítica, más que literaria, del comportamiento humano. Igualmente, la psiquiatra Louise J. Kaplan, en su magnífico Female Perversions, usa la novela para encontrar ejemplos y situaciones que le sirvan para ilustrar discretamente comportamientos que ha podido constatar en pacientes suyos sobre los cuales, por cuestiones profesionales, no puede hablar y dice que «since I would not use my patients to illustrate what I was discovering about female perversions, I was happy to discover Flaubert’s penchant for creating perverse scenarios» (203), para más adelante criticar a Rodolphe, el primer amante de Emma Bovary, diciendo que «Rodolphe’s glossy infatuation could not survive the impact of the real woman [1]» (209).
El problema que late en el fondo es el de centrar el análisis del texto en un personaje, aunque sea protagonista, en un oasis de ilusión empírico-positivista donde el ojo crítico mantiene una relación directa con su objeto, sin darse cuenta de que, en el fondo, está creando su propio objeto de estudio, o sea, que si, como nos enseñó Spinoza, «el concepto de perro no ladra», Mme. Bovary tampoco tiene por qué amar, sentir o padecer. Como apunta Juan Carlos Rodríguez en su introducción al Proletariado que existió de Carlos Enríquez del Árbol:
La noción clave de que «el concepto de perro no ladra» (o de que el concepto de «círculo» no es circular) implicaría más bien otra cuestión: la aludida diferencia entre «objeto real» y «objeto de conocimiento». Y, en consecuencia, la problemática teórico / histórica en que cada hecho o cada dato se inscribe y desde la que se los interpreta (13).
El hecho de ignorar el subtítulo da lugar a posturas y enunciados críticos que, como en el caso de Tony Tanner, pueden llegar a inclinar la aproximación crítica a terrenos donde se confunde más que se aclara (si es que acaso el «objetivo» de la crítica es «aclarar» los textos, lo cual también es discutible), como cuando asume y da por hecho que «we should note, first of all, that the title of the book, Madame Bovary, does not refer unequivocally to Emma, since there are three Madame Bovarys in the book and two of them, Charles’s mother and his first wife, are encountered in the first chapter» (Adultery in the Novel, 236), creando una ilusión de ambigüedad donde no debería de haberla o, al menos, en cuanto al referente, ya que de haber tenido en cuenta el subtítulo, Costumbres de provincia [3], hubiese caído en la cuenta de que no es el personaje lo que cuenta, sino esas costumbres provincianas que en el fondo mueven el texto y aparecen equiparadas al nombre de Mme. Bovary. La ecuación final sería, siendo fieles al texto y al título de la novela, Mme. Bovary es igual a costumbres de provincias y no Mme. Bovary es igual a Emma, la primera esposa de Charles o su madre, tanto en el nivel del título como en el nivel del texto. Este problema es el que se va a tratar de analizar en este trabajo, intentando hablar del deseo y la satisfacción o insatisfacción de Emma no como deseo de un personaje tratado como persona, como si viviese fuera del texto, sino en tanto que deseo de clase oscura de provincias y elemento estructural de la novela, generador de ironías y discurso narrativo. Claro que se hablará del personaje de Emma Bovary, sería prácticamente imposible realizar este proyecto dejándola fuera, pero en tanto que elemento dentro de una producción ideológica dada, la novela Madame Bovary: costumbres de provincia.
El argumento de la historia es de sobra conocido y no voy a entrar a ofrecer un resumen en estas páginas, aunque sí quiero destacar el hecho de que la historia transcurre íntegramente fuera de París (lo que se conoce como «en provincias»), a pesar de que la capital francesa está presente como referente en las vidas de los personajes (bien para admirarla, bien para criticarla y hasta denigrarla) y es el lugar que genera más formas de deseo en el mapa de las fantasías de Emma Bovary [4], hasta el punto de que su mera mención es, a oídos de la protagonista, un argumento de autoridad:
… Lo que vamos a hacer no está bien visto, ¿comprende?
-¿Que no está bien visto? -replicó él-. ¡Pues en París se hace como la cosa más corriente!
Aquella frase impresionó a Emma como un argumento sin vuelta de hoja (279).
Así, París representa el lugar en el cual una forma de vida se ha asentado y se sigue generando, se ha convertido ya en la vida moderna en oposición a la que se desarrolla en provincias, pueblos o capitales de provincias, como en el caso de Rouen. Lo que el personaje de Emma ve que la capital francesa genera para la individuación de un estilo de vida es, en la base, el buen gusto al que ella aspira y que es, como siempre, un gusto, en el fondo, de clase; en este caso, de una clase que se define en el texto por lo que nos cuentan o por las aspiraciones y deseos de los que miran a París desde la lontananza geográfica, económica, de clase e ideológica. De esta manera, las revistas, anuncios, rumores que llegan de la ciudad, la golondrina, el comercio, la moda, los teatros y bailes se van a convertir en vehículos de transmisión de esa serie de características de lo que será a ojos de las comunidades provinciales la vida moderna.
Lo que me interesa subrayar al comenzar a hablar de París como referencia sin referente real en el texto [5] no es en exclusiva el tema de la modernidad y sus formas de transmisión ideológicas y reales, sino la distancia que el texto establece y enfatiza entre provincias y capital en tanto que metáfora del deseo. Ya Tanner trata el tema del deseo en la novela pero no se aproxima desde el punto de vista de la distancia entre lo deseante y lo deseado, sino desde el esquema lacaniano que define al deseo como presencia de una ausencia:
The initiation into the handling of gaps (or in Lacan terms, the hard lesson of being forced to divert immediate and total needs throught the «defiles of the signifier», which both break up the specific needs and introduce previously nonexisting holes into the experience of the utterer), at the same time implants a «lack in being» in the speaker; this is a crucial phenomenon that Flaubert seems to have been uncannily aware of (244).
Adam Roberts en su texto Fredric Jameson también intenta explicar la noción del deseo en Lacan:
For Lacan, individuals seek the others they desire, but by doing so they can never actually satisfy their desire because these others are merely standing in for the real desire, for the absent body of the mother that can never be replaced. In his language, desire is a pursuit of the fixed signified (‘the real’) in which the desired object is constantly sliding into a signifier (for instance, a particular person, a material possession, and so on). A woman falling in love with a beautiful man, or a man desiring a sports car, are actually desiring symbolic signifiers: these signifiers relate to the signified (the real, the body of the mother) but -as is the way with signs- they can never actually aprehend or fix the signified. Desire involves ‘the incessant sliding of the signified under the signifier’ (67).
En lo que a este trabajo concierne, es una noción clave ésta del deseo ya que es lo que provoca el movimiento constante de la historia, del argumento, de la protagonista y de los otros personajes, pero sólo en tanto hay una estructura previa que habilita ese movimiento y ese tipo específico de movimiento: el mercado y la mercancía. Es esa estructura previa, el capitalismo entrando en su fase de consumo como señala Jo Labanyi en «Adultery and the Exchange Economy» (98-99), sobre la que se establece la cadena deseante que empuja a la novela hacia su final trágico. Así, para que haya movimiento, por definición, tiene que haber una distancia que salvar, un objeto al que perseguir, y es en esa distancia en la que el texto se resarce en tanto que la presenta como insatisfacción de un deseo de clase: Emma no puede ascender desde su condición de hija de campesina a mujer sofisticada sin pagar el precio de la tragedia dejando de paso al descubierto «sus orígenes de aldeana codiciosa» (328), Rouen no puede aspirar a ser París [6], a salvar la distancia, como la vida de provincias no puede llegar a librarse del lastre de sus costumbres para llegar a ser una vida como la capitalina.
Para el análisis de la novela desde su producción ideológica [7] la noción de distancia en tanto que categoría segregada desde una ideología dada ofrece la ventaja de poder incluir otras nociones que en el texto son fundamentales y que conviene tratarlas desde los mismos parámetros de estudio. Así, el tema del viaje estaría íntimamente relacionado con el de la distancia en tanto que para el inconsciente ideológico burgués la vida se concibe como una acumulación de experiencias [8], como la novela que se analiza en estas páginas deja bien claro en la fascinación que Emma Bovary siente por los nobles que viajan y han tenido experiencias directas en contraposición con las experiencias a través de la lectura que ha tenido ella, lectora, como por ejemplo en el capítulo en el que Charles y Emma visitan el palacio de La Vaubyessard. En este pasaje hay que destacar el papel del narrador quien, en el estilo libre indirecto característico de la voz narrativa, parece ir describiendo a través de la perspectiva de Emma Bovary, pero constantemente creando una distancia con respecto a la información que presenta, funcionando como bisagra irónica entre la mirada de la protagonista y la realidad sobre la que se supone que el narrador realista informa como, por ejemplo, después de la descripción del duque de Laverdière, en la que se subrayan más bien los rasgos de decadencia física, impotencia y soledad casi moral (61):
Un criado, de pie detrás de su asiento, le iba diciendo en voz alta cerca del oído el nombre de los platos que él, tartamudeando, le señalaba con el dedo. Los ojos de Emma salían continuamente de su ensimismamiento para posarse sobre aquel viejo de labios caídos como sobre un ser augusto y extraordinario [9]. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado con reinas!
Emma está fascinada con un viejo noble trasnochado y decadente por el mero hecho de haber tenido una vida extraordinaria por la cual hay que entender una serie de experiencias y aventuras donjuanescas más propias de lo que ella había leído que de lo que ella había vivido. Para el narrador, por otra parte, el duque de Laverdière no es más que un viejo decadente y, como toda la nobleza, un resto fosilizado de una formación social parasitaria a la que le queda poco que decir. Sin embargo, para el personaje de Emma lo que siempre cuenta, lo que siempre encuentra admirable es, precisamente, ese tiempo consumido que se ha ido llenando de correrías fuera de lo cotidiano y lo prosaico, sobre las que ella posa una mirada fuertemente estetizada. Así, para la protagonista de la novela, la satisfacción del deseo sólo puede darse en la vida y sólo a través de experiencias fuera de la cotidianidad, de ahí que el gran enemigo de Emma sea el aburrimiento, el hastío, la quietud, la falta de movimiento y, su gran esperanza, que algo suceda (76):
Pero allá en lo más profundo de su alma siempre estaba esperando algo que iba a pasar [10] . Paseaba sus ojos desalentados por el yermo de su existencia, oteando la lejanía, como un marinero en peligro, por si veía aparecer alguna vela blanca entre las brumas del horizonte. […] Pero desde que abría los ojos por la mañana empezaba a esperarlo ya durante todo el día, acechaba todos los ruidos, se incorporaba sobresaltada, no le cabía en la cabeza que no llegara.
Es así que se entiende la fascinación que siente Emma frente a los nobles de La Vaubyessard: en sus vidas pasan cosas y sus deseos se satisfacen otorgándoles ese halo de superioridad que encandila a la de Bovary ya que «en sus miradas indiferentes vagaba la beatitud de las pasiones saciadas a diario» (64) y ostentan un conocimiento de primera mano que funciona como signo de clase [11]:
A tres pasos de Emma, un caballero con frac azul estaba contándole cosas de Italia a una mujer joven y pálida con aderezo de perlas. Exaltaban las colosales pilastras de San Pedro, Tívoli, el Vesubio, Castellamare, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna (64).
Esa pulsión deseante es la misma que ya se había anunciado cuando, aún en Tostes, intenta imaginar a sus antiguas compañeras de escuela viviendo en la ciudad «una existencia apta para dilatar el corazón y esponjar los sentidos» (57). La ciudad, frente al campo (o la vida en la capital frente a la vida en las provincias), lo que ofrece es precisamente todo lo que desea la protagonista de la novela, y lo que impone es la circulación constante como mandamiento absoluto, como condición sine qua non, de manera que, en el momento que la circulación se detiene, lo único que queda es la muerte. Es precisamente esta directriz del inconsciente ideológico burgués la que Emma Bovary asume como verdad absoluta de lo que su vida (la vida) tiene que ser y es de manera que «Emma, in a half dozen years, clocks more mileage from the hearth than most women of her social class and station in life would do in a lifetime» (Kaplan, 326), de lo que se aprovechará Lheureux para sacar beneficio, que es, en el fondo, lo que mantiene al mercado saludable: extracción de la plusvalía a través de la explotación de los trabajadores y de la circulación de la mercancía que los mismos trabajadores han producido y que luego tendrán que comprar. Lo que Emma Bovary no puede ver es que precisamente esa maquinaria engrasada con la sangre y el sudor de los trabajadores es la misma que produce las nociones vitales, los sueños, los miedos y deseos que ella piensa que la van a liberar de una vida mediocre en provincias, a lo que también apunta Kaplan: «Consciously at least, Flaubert’s condemnation was not of Emma or her passions, but of the social conditions that bound her in the role of a demeaned woman» (312).
Con estas directrices básicas que se han tratado en este trabajo por ahora (primeramente, el deseo como distancia insalvable; en segundo lugar, el movimiento que necesariamente implica por una parte ese mismo deseo; y que por otra se genera gracias a las exigencias de un mercado capitalista; y, finalmente, la noción de vida producida por la matriz ideológica burguesa como acumulación de experiencias), como segregación de una matriz ideológica y que proporcionan líneas de análisis del texto como producción ideológica, se garantiza un andamiaje primordial para pasar a otros temas que no son de menos importancia en la novela como puedan ser los sentimientos y la literatura como función y, más profunda en las estructuras básicas de la ideología burguesa pero pospuesta aquí por razones estratégicas, la noción de transparencia y su funcionamiento.
Se pasa de esta manera a uno de los temas que más llaman la atención en la novela de Flaubert: el tratamiento que hace el narrador acerca de los sentimientos de Emma Bovary y su relación con la literatura. Emma es un lectora voraz que consume novelas sentimentales desde su adolescencia en el colegio, sigue leyendo una vez casada y, con León, cuando se conocen y antes de llegar a ser amantes, se intercambian novelas de esas en las que los sentimientos fluyen a raudales hasta el punto de que parecieran salir de las páginas calando hasta los huesos a los lectores que no guardan una sana distancia de seguridad. Así, si la novela está dividida en tres partes, ya en la primera el narrador va a dejar clara la dinámica en la que va a entrar la protagonista, su paso, se podría decir, de la teoría a la práctica (de la literatura a la vida); para en las secciones segunda y tercera, centrarse en las dos historias con sus dos amantes y cerrar trágicamente la historia de Emma Bovary y su familia y dar noticias de lo que ocurrirá con el resto de los personajes que van desfilando por el resto de la novela.
La dinámica que se plantea en el texto entre teoría y práctica o literatura y vida no es una novedad en el momento en el que Flaubert escribe y el francés ya está absolutamente inscrito y escribe desde un inconsciente ideológico pleno, aunque no libre de fisuras, que ha establecido sus parámetros de interpretación de la realidad. Ya Goethe plantea esa relación entre teoría y práctica en términos similares y con consecuencias parecidas en su Werther, como más adelante se verá, y es ésta una dialéctica típica de las formaciones sociales burguesas. Para la burguesía, y Kant lo teorizó ejemplarmente en sus Críticas (y piénsese en el plan que traza el filósofo alemán al establecer tres volúmenes dedicando cada uno respectivamente a la razón práctica, la razón teórica y el juicio), el saber teórico y la práctica son compartimentos estancos cuyo funcionamiento establece que la teoría debe preceder a la práctica en tanto que, más adelante, la aplicación y recolección de datos obtenidos de la aplicación de los conocimientos en un nivel empírico, alimentarán a la teoría para que siga avanzando hacia un mayor desarrollo del conocimiento. Este esquema, sin duda, es el que sigue Emma Bovary durante el desarrollo de la novela y el que se plantea en la primera parte, obviamente, con ciertas especificidades.
Para Emma, esa especificidad reside en el despliegue de sentimientos que contempla en las novelas sentimentales que lee. En la literatura los sentimientos apasionados se presentan en una pureza típica del nivel teórico (ese espacio supuestamente aséptico modelo de tantos laboratorios) que se supone tiene su correlato idéntico en la práctica vital, en la vida. Ahora bien, si lo específico de la literatura, o de «la buena literatura», reside a ojos de Emma Bovary (o de León) en ese despliegue de sentimientos y el movimiento continuo de los protagonistas, como en la primera y decisiva charla que Emma sostiene con León:
-Tiene usted razón -dijo él-, esas obras que no conmueven el alma pienso que se desvían de la verdadera finalidad del arte. En medio de las decepciones de la vida, ¡es tan dulce poder trasladarse con el pensamiento a esos caracteres nobles, a esos sentimientos puros, a esas escenas de felicidad! Por lo menos a mí, que vivo aquí, tan apartado del mundo, la lectura es mi única distracción. Porque es que Yonville ¡ofrece tan pocos alicientes! (101)
o sea, si en el nivel teórico se encuentran esas directrices, esos ejes que articulan las vidas leídas, esos mismos ejes o directrices deben de aplicarse en una relación especular en el terreno de la práctica, en la vida. Obviamente, hay un componente más que se entremezcla ya que, a fin de cuentas, ¿qué es la literatura sino una forma artística, estética, un vehículo de expresión (contenido) cuyo continente es la forma estética que ha pasado a estetizar al mismo contenido, a la expresión? Por lo tanto, las vidas de las novelas son vidas estetizadas que se oponen a las vidas prosaicas del nivel empírico, aunque, como explicará Rodolphe, hay que alimentar las pasiones en la vida ya que son lo más bello y, como bello en estado puro, fuente de toda las demás bellezas y arte:
¿Qué razón hay para estar siempre clamando contra las pasiones? ¿No son ellas acaso lo único hermoso que existe sobre la faz de la tierra, la única fuente de heroísmo, de entusiasmo, de poesía, fuente de la música y el arte, de todo, en una palabra? (166)
Es a través de este esquema cómo la protagonista de la novela va a ir desplazando contenidos típicos de su experiencia como lectora a su vida y cómo el texto habilita que esa paulatina estetización de la vida se vaya realizando. La consecuencia para la protagonista es, básicamente, el despliegue del lenguaje de las pasiones típico de las novelas sentimentales en las relaciones que va a ir estableciendo con sus amantes, lo que antes pasa por decidirse a dar ese paso que la lleva de la literatura o el arte a la vida, lo que por otra parte desencadena necesariamente un gradual abandono de la expresión artística por parte de la protagonista a favor de la vida [12]. Así, el narrador nos informa pocas páginas antes del final de la primera parte que Emma
Quitaba el polvo de la estantería, se miraba al espejo, cogía un libro y luego, dejando vagar por las líneas una mirada soñadora, lo abandonaba sobre las rodillas. Sentía ansias de correr mundo o de volverse a vivir al convento. Anhelaba al mismo tiempo morirse y vivir en París (73).
El narrador sugiere el estado psicológico de la protagonista a través de acciones que implican en la narración un hastío (el muy debatido ennui de Emma Bovary), una insatisfacción con la vida para, más adelante, establecer las posibilidades [13] que la protagonista se plantea frente a su muy rutinaria vida doméstica: bien el convento (la muerte), bien la vida plena (París). Si se lee cuidadosamente, no obstante, se puede apreciar el tono irónico que el narrador aplica a la escena para insinuar que ambas salidas son igualmente estetizadas y, por otra parte, ridículas según el contexto establecido. Otra escena en la que la voz narrativa plantea el componente quijotesco de esa constante estetización de la vida que va hilando Emma Bovary como si de un texto se tratara es la que ocurre cuando Emma está en el jardín con Rodolphe:
[A Emma] le hubiera gustado que se comportara con mayor seriedad, incluso que adoptara a veces un tono trágico [14], como por ejemplo una noche en que les pareció oír un rumor de pasos que se acercaba por el jardín.
-¡Alguien llega! -exclamó ella.
Rodolphe apagó la luz.
-¿Has traído tu pistola? -le preguntó Emma.
-¿Pistola? ¿Para qué?
-Pues… no sé…, para defenderte.
-¿De tu marido? -sonrió Rodolphe-. ¡Pobre hombre!
Y subrayó la frase con un gesto que daba a entender algo así como: «¡si no tiene media bofetada!».
A Emma, aunque le impresionó su valentía, le pareció que latía bajo ella una cierta desconsideración y hasta algo de grosería inconsciente que no dejó de desagradarle.
A Rodolphe aquello de la pistola se le quedó muy grabado. Si Emma lo había dicho en serio, resultaba algo no sólo ridículo sino bastante ruin… (195).
Emma, en su intento de llevar el ejemplo de las novelas sentimentales a su vida, no pierde de vista el hecho de que va a necesitar también un lector [15]. Su esposo no le sirve ya que no tiene la capacidad lectora que ella piensa que deba tener, lo que es parte fundamental en la escena de la ópera en la que a ella le molesta que él no sea capaz de seguir la representación, en la que confunde a los personajes y las acciones. Esa necesidad de encontrar un interlocutor que la entienda es parte del proceso de estetización de su vida, de la repetición constante de puestas en escena en la que convertirá sus días con sus amantes. Por eso, también, Rodolphe se convierte en su primer amante: él sabe leerla bien desde el primer momento e incluso sabe ya el final, como si de un folletín barato se tratara, de la historia y los problemas que le iba a plantear:
¡Se tiene que aburrir! Le gustaría vivir en una ciudad grande, ir por las noches a bailar polca. ¡Pobre chica! Está dando boqueadas en busca de amor como un barbo recién sacado del río sobre la mesa de la cocina. Lo que es a ésa, con tres meses de galanteo, seguro que la tenía a mis pies. Y sería una maravilla, toda ternura. ¡Claro que, luego, cualquiera se la iba a quitar de encima! (152).
Rodolphe sabe leerla y, en consecuencia, sabe cómo hablarle y la seduce a través de un discurso en el que ella siente que se relaja «al calor de aquel lenguaje, como […] dentro de un baño turco» (179). También, cuando se decide a dejarla, sabe que lo que mejor va a funcionar es una carta escrita en términos cargados de patetismo que ella acepte como el final trágico de una novela.
Emma Bovary, después de la decepción brutal que se lleva y que la arrastra a la crisis nerviosa, mantendrá por un tiempo el mismo esquema, pero aplicado a la religión, de manera que, cuando entra en su etapa mística lo hace con una fijación en las formas, en la estética. La protagonista busca un consuelo cambiando, de alguna manera, el guión, pero sin cambiar la estructura de base. Para ello cuenta, cómo no, con la ayuda de un mercado que entra en sus habitaciones a través de Lheureux y que la provee con toda la parafernalia necesaria para montar un escenario distinto [16]. La aparición del mercado en este capítulo es fundamental ya que subraya la imbricación de éste con la vida y las opciones que plantea hasta el punto de que para el mercado todo se reduce a lo mismo: mercancía, de manera que «El librero, con la misma indiferencia que habría mandado baratijas a unos salvajes, hizo un paquete en el que metió a la buena de Dios todo lo que tenía en la tienda sobre temas piadosos» (244).
Este capítulo, el catorce de la segunda parte, plantea el modus operandi de Emma Bovary a lo largo de la novela, pero sin amantes. No obstante, como se intenta subrayar en estas líneas, el resultado es el mismo. La consecuencia de esto reside en la certeza de que, para una lectura de la novela, lo que realmente importa no es la anécdota en la que se ha convertido la vida disoluta de Mme. Bovary, ni siquiera ella, sino las estructuras que subyacen al texto y que plantean esa separación entre teoría y práctica, o entre literatura / arte y vida, y habilitan ese desplazamiento de un terreno a otro. En este sentido, Flaubert no aparece como un escritor antiburgués, sino todo lo contrario: completamente inmerso en su inconsciente ideológico de clase, ya que los ejes básicos segregados por la matriz ideológica burguesa se mantienen firmemente establecidos a lo largo de todo el texto. Si acaso, se podría decir, antirromántico, ya que es ese predominio de los sentimientos sobre la razón, o ese arrastrar una sensibilidad exacerbada a la vida (como plantearía, por ejemplo, Diderot), que es una de las claves del romanticismo segregado por la pequeña burguesía, sólo lleva a la muerte. Volviendo al Quijote, por ejemplo, el hecho de que Alonso Quijano entre en esa espiral de delirios caballerescos, no implica que la novela de Cervantes sea una novela de caballerías. De la misma manera, el hecho de que Emma Bovary sea una lectora voraz de novelas sentimentales y románticas (y ella no es la única: recuérdese la presencia de Sir Walter Scott entre los volúmenes de la biblioteca de Monsieur Homais) no convierte a Mme. Bovary en una novela romántica, y aún menos a Flaubert en un representante del movimiento, dentro o fuera del armario byroniano [17].
Otra de las nociones claves producidas por la matriz ideológica burguesa es la de la transparencia entre los distintos niveles que se establecen, siendo los niveles básicos los que aparecen al hacer la división entre lo público y lo privado. Para el buen funcionamiento de cualquier formación social burguesa, idealmente, la división entre esos dos niveles no debe de ser opaca, sino que, por ejemplo, el nivel privado familiar tiene que funcionar bien de manera que su armonía se transparente en el nivel público político. Así, si la institución familiar funciona correctamente, el Estado (nivel público) también lo hará y viceversa. La noción de transparencia tiene un origen, no obstante y a pesar de sus esfuerzos luminotécnicos, más oscuro: el mercado capitalista. Para poder establecer un contrato de trabajo ambas partes contratantes tienen que estar de acuerdo en un, y valga la redundancia, contrato, al que las voluntades de ambas partes llegan, se asoman, miran a través y se dan un apretón de manos [18]. En teoría, el contrato es transparente, es el acuerdo entre verdades privadas y, como la virgen, inmaculado, sin un borrón: sin trampa ni cartón. Flaubert, lo que plantea en la novela, es que esa transparencia no se da: que sí hay trampas, y mortales…
La primera vez que Monsieur Lheureux aparece por casa de los Bovary, el comerciante va a intentar engatusar a Emma con sus mercaderías y le sugiere a la esposa del médico (y dependiente económicamente de él) que, si no tiene dinero en ese momento, puede comprar a crédito [19]:
-¿Qué precio tienen? -preguntó.
-Nada, una insignificancia; pero además, ¿qué prisa hay? Me los paga usted cuando quiera, no estamos haciendo un trato entre judíos [20].
[…] -Lo que quiero decir -continuó él con un aire campechano después de la broma- es que para mí el dinero no es ningún problema… Si le hiciera a usted falta, se lo podría dar (123).
Las implicaciones de ese «no estamos haciendo un trato entre judíos» son claras: no te preocupes, todo está claro, yo no te voy a engañar. La presencia del judío como individuo de poco fiar se remonta a la Edad Media e, incluso en la Edad Moderna, la imagen del judío sigue manteniendo en el imaginario social el halo de persona que en sus tratos va a sacar ventaja a costa de la otra persona. Monsieur Lheureux, por lo tanto, está sugiriéndole a Emma que el trato que le ofrece es limpio, que él no va a sacar un beneficio, que no está haciendo un negocio, lo cual ensuciaría una relación amigable (que son, supuestamente y para el inconsciente ideológico burgués, puras y desinteresadas [21]). El final de la historia con Monsieur Lheureux es todo lo contrario de lo que se pueda esperar por la manera, la limpieza, con la que se acerca a Emma: él le da la puntilla, podría decirse, exigiéndole unos pagos a los que él la ha ido conduciendo a través de creación de necesidades, espirales de deseo y circulación mercantilista, como acertadamente apunta Tanner (297-9).
Claro que, y Labanyi se encamina por estos derroteros en su análisis, el contrato no se reduce a lo meramente económico, sino que el matrimonio también se configura como contrato en el que la libertad (y la explotación, sobre todo en la siniestra ecuación libertad de explotación) juega un papel muy importante. Para Labanyi
The wife is confined to the private sphere of the family yet in some sense, as a signatory to the marriage contract, part of civil society. Tony Tanner has suggested that what is disturbing about the adulteress is that, in her dual role of wife and lover, she is both inside and outside the marriage, blurring the distinction between private and public spheres («Adultery and Exchange Economy», 101).
Si bien la esposa, efectivamente, está entre la esfera privada y la pública (civil society), eso es así para todos los demás también y el hecho de que una esposa cometa adulterio no implica necesariamente que emborrone la división entre la esfera de lo privado y lo público. En la relación que la adúltera establece con su amante, de hecho, lo único que hace es reproducir el mismo esquema (privado), con otro hombre: lo que sale a la luz pública, si acaso y sólo por torpeza, es «la verdad» de su adulterio, de la ruina de su matrimonio. Así, por ejemplo, cuando Emma Bovary está con León, la muy adúltera desea tener una segunda casa con él y de hecho el texto lo deja bastante claro:
Tanto se embebían en la complacencia de poseerse, que aquélla les parecía una casa propia, en la que iban a vivir hasta el final de sus días, como un matrimonio en perpetua luna de miel. Decían «nuestro cuarto», «nuestra alfombra», «nuestras butacas» y Emma decía «mis zapatillas» de unas que León le había regalado porque se encaprichó de ellas (303).
Las relaciones amorosas, o eróticas, por definición, se establecen dentro de un ámbito privado y el peligro que se cierne sobre la sociedad cada vez que se plantea un caso de adulterio es, en el fondo, el de la falta de honestidad entre las partes contratantes, la falta de crédito de la pareja. Por eso, cuando Labanyi en el mismo trabajo comenta con respecto al adulterio que incluso en el caso de Mme. Bovary que se entrega de balde (y cuando tiene la oportunidad de hacerlo por dinero, de ponerse a la venta, se niega en rotundo alegando que ella es una mujer digna de compasión) «consumerism is still the key» (101), habría que precisar que, sin duda, la sociedad de consumo es un aspecto fundamental como ya señaló Tanner, pero que en el fondo lo que se plantea como problema de base es esa falta de transparencia en el contrato que se establece entre dos sujetos libres.
Volviendo a las aventuras adúlteras de Emma Bovary y su relación con la literatura, lo que está operando es ese mismo esquema: Emma piensa que las relaciones amorosas basadas en los sentimientos, en la pasión, son naturales y puras, tal y como se plantea la dialéctica en las novelas sentimentales, y que el contrato social, el matrimonio en su caso, es artificial. Juan Carlos Rodríguez, en su capítulo «Escena árbitro/estado árbitro» de La norma literaria discute precisamente cómo Rousseau establece para la pequeño burguesía las nociones de la pureza de los sentimientos frente a la artificialidad de las estructuras que se establecen en el espacio público, o sea, que mientras que la vida en pareja es el estado natural, y sirva esto de ejemplo, el matrimonio en tanto que institución civil sería artificial y, por lo tanto, represor de lo verdadero natural. Emma, pues, valora las relaciones con sus amantes como naturales, ya que los sentimientos y su expresión (todo lo que sale naturalmente del alma: lágrimas, suspiros, miradas, etc.) se manifiestan en toda su pureza, mientras que su vida matrimonial, marcada por un contrato y carente de «buenos sentimientos» en gran parte debido a que Charles no tiene la pasión que ella cree requisito necesario, no funciona. En el capítulo quinto de la segunda parte, por ejemplo, Emma se presenta a ojos de León y de todo el pueblo en el papel de la perfecta esposa, madre y ama de casa, hasta el punto que Homais comenta que «es una mujer fuera de lo corriente [y que] haría un gran papel como vicepresidenta» (127), para unas líneas más adelante revelarse la verdad privada, interior, de Emma:
Y sin embargo, ella estaba henchida de oscuros apetitos, de rabia, de desprecio. Aquellas ropas que le caían en pliegues rectos escondían un corazón atormentado y sus labios pudorosos jamás hablarían de aquella tormenta. Estaba enamorada de León y se refugiaba en la soledad para poder deleitarse a sus anchas evocando su imagen (127).
Los sentimientos están dentro del alma de ella y van a ir buscando, como agua que se desborda, una salida. Lo único que contiene a esa verdad del alma de Emma Bovary, hasta la materialización del adulterio, es el hecho de haber firmado un contrato cuya apariencia pública hay que mantener, por el cual se convierte en la esposa de Charles Bovary. De esta manera, con una verdad privada y otra pública muy distinta, la transparencia entre ambos niveles se convierte en una línea borrosa, prácticamente opaca. Su deseo privado, esa secreta y enconada concupiscencia, entra en un conflicto [22] que para ella se establece entre lo natural de sus sentimientos y lo artificial del contrato y que Emma terminará resolviendo a favor de lo primero:
Se tumbaban encima de la hierba, buscando algún lugar escondido entre los álamos para besarse a su gusto. Les hubiera gustado vivir siempre así, como dos robinsones23 , en aquel lugar del mundo que les parecía, en su apacibilidad, el lugar más paradisíaco de cuantos pudieran existir (293).
La voz del narrador es, para finalizar, la que da ese giro de tuerca que hace de esta novela una obra maestra de la literatura. Si Emma Bovary está viviendo ese conflicto entre lo natural de su deseo (siendo esa naturalidad ideológica y aprendida a través de sus lecturas) y lo artificial, el narrador siempre marca, a través de la ironía, esa distancia entre la realidad vivida por la protagonista y esa otra realidad que se va insinuando a lo largo del texto y que hace de contrapunto respecto a las ilusiones (en sus dos acepciones básicas) de Emma Bovary. Por otra parte, esa misma voz narrativa es la que no para de recordarle al lector esa otra distancia que hay entre la vida en provincias y la vida en la capital, entre una sociedad que es moderna y, como la voz del narrador, plenamente burguesa; y otra que aspira a serlo pero que no puede salvar la distancia, el lastre de unas estructuras sociales marcadas por una forma de vida en la que los intereses de la pequeña burguesía y su modus operandi caracterizados en Homais, Lheureux y hasta el mismo León, terminan imponiendo su voluntad, su ritmo y su mentira: esa falta de transparencia que resuena con ecos de pesimismo en el aullido del ciego y en la soledad de un adolescente enamorado ante la tumba de Emma Bovary, la eterna insatisfecha que murió sin haber llegado a donde ella siempre quiso: París.
Bibliografía
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Labanyi, Jo.:
– «Adultery and Exchange Economy». Scarlet Letters. En Fictions of Adultery from Antiquity to the 1990’s. Ed. Nicholas White & Naomi Segal. New York: MacMillans, St. Martins, 1997.
– «City, Country and Adultery in La Regenta». Bulletin of Hispanic Studies, 63 (1983), pp. 61-2.
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Rodríguez, J. C. La norma literaria. 2ª ed. Granada: Diputación General de Granada, 1994.
Sobejano, Gonzalo:
– «De Flaubert a Clarín» en Quimera, 5 (1981): 25-29.
– «Madame Bovary en La Regenta» en Los Cuadernos del Norte, Oviedo, Año II, No. 7, Mayo-Junio (1981).
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Weinberg, Henry H. «Irony and ‘Style Indirect Libre’ in Madame Bovary» en Canadian Review of Comparative Literature, 8, No. 1 (1981): 1-9.
[1] Las cursivas son del autor.
[2] Kaplan recuerda que
The year that this review was appeared, 1857, the Public Ministry of Paris, in bringing Flaubert to trial, declared that Madame Bovary: Provincial Morals was (1) an offense against public morals and (2) an offense against religious morals. In his opening remarks, the prosecutor slyly suggested that the deceptively innocent subtitle be replaced by the more accurate The Story of the Adulteries of a Provincial Housewife (329).
La parte querellante, obviamente, sigue el mismo patrón de lectura que muchos siguen empleando hoy hasta el punto de ofrecer un subtítulo que es más una descripción o resumen de la vida (sic) de Emma Bovary, dando ya el salto desde la noción de clase social y geográfica implícita en el subtítulo original, a la noción del sujeto, del individuo que, en este caso, es una amenaza para la estructura familiarista y el patriarcado burgués.
[3] Opto por esta traducción del subtítulo, ya que me parece más apropiada que otras que he podido constatar en ediciones en lengua inglesa, que ofrecen traducciones de Moeurs de province equivalentes a A Story of Porvincial Life, Patterns of Provincial life o Provincial manners. La palabra francesa «moeurs» es un derivado de la palabra latina «mos, -ris» y no equivale a moral (del latín «moralis»), ni a vida, ni a maneras (sean buenas o malas), sino a todas y ninguna a la vez, sino a ese «conjunto de cualidades o inclinaciones y usos que forman el carácter distintivo de una nación o persona» según la definición que da el DRAE de la entrada «costumbres».
[4] No exclusivamente París. También la visita que hace con Charles a La Vaubyessard será otro de los referentes que el texto ofrece a través de las peripecias de la protagonista y que se opondrá constantemente y como estilo de vida a la existencia provinciana del matrimonio.
[5] O mejor dicho, referente por ausencia: la capital no aparece jamás en el texto salvo por referencias de los personajes, como tampoco presenta la novela a ningún parisino auténtico. La referencia más concreta que se nos ofrece es la de León y en ella el narrador destaca el hecho de que León, en el fondo, no está a la altura de París ni sus mujeres (de clase alta, las de clase trabajadora, parece sugerir el narrador, no son las parisinas verdaderas): «Durante los últimos años de la carrera de derecho, León había alternado sus estudios con algunas visitas a La Chaumière, local donde tuvo bastante éxito con las modistillas, que lo encontraban distinguido» (265), para dos párrafos más adelante espetar que «ante una parisina vestida de encaje a quien le hubiera presentado en los salones algún doctor ilustre con rico carruaje y lleno de condecoraciones, el pobre pasante se habría comportado como un niño encogido» (265).
[6] Recuérdese la escena definitiva del teatro: los espectáculos de verdad buenos sólo llegan a la capital; a Rouen, capital de provincias, no del estado, sólo llegan actores y espectáculos de segunda categoría, como deja claro el texto a través de la crítica que le hace León en su gusto ya refinado por sus años de estudios y vida en París. La escena, por supuesto, no está exenta de ironía.
[7] Para una definición de lo que se entiende en este trabajo por ideología o inconsciente ideológico la mejor definición es la que ofrecen Carlos Enríquez del Árbol y Carlos Torregrosa en su El proletariado que existió (233-4).
[8] Piénsese en la estructura del curriculum vitae o la más literaria (sic) pero ni más ni menos ideológica de la autobiografía en la que un yo encadena las experiencias que le han llevado hasta el punto de escribirlas.
[9] El subrayado es del autor.
[10] El subrayado es del autor.
[11] No en vano el narrador señala y subraya el parecido dentro del grupo, la clase:
Un grupo como de quince hombres, entre los veinticinco y los cuarenta años, diseminados entre los bailarines o charlando unos con otros junto a las puertas, se diferenciaban de los demás por una especie de aire de familia, por muy distintos que fueran sus rostros, sus atuendos o su edad (63).
[12] En el último capítulo de la primera parte ya lo deja claro la novela a través del narrador haciendo referencia a Emma: «No merece la pena molestarse en estudiar» (76), y en labios de su protagonista: «ya lo he leído todo» (77). El paso de la teoría a la práctica, en estos ejemplos, es de una claridad meridiana. Por otra parte, a lo largo de la novela, se puede rastrear el paulatino abandono por parte de Emma de actividades artísticas (leer, escribir, tocar el piano…), en favor de una «práctica vital». No es el único caso en la literatura. Goethe en su Werther hace el mismo planteamiento: el protagonista irá abandonando el arte y practicando más el lenguaje de las pasiones en su vida. Curiosamente, también termina suicidándose el joven plañidero…
[13] Las posibilidades, las opciones, la libertad de elección es otro de los ejes que articulan la vida para el inconsciente ideológico burgués. Emma Bovary, por supuesto, no es una excepción.
[14] La cursiva es del autor.
[15] No sin ironía el narrador informa de que ella le habla a su marido «…porque al fin y al cabo Charles no dejaba de ser alguien, un oído siempre alerta y dispuesto a estar de acuerdo con lo que escuchaba. ¿No le contaba ella cosas hasta a su perrita? Hasta a las brasas de la chimenea y al péndulo del reloj se las habría contado» (75).
[16] Es imposible no pensar en el clásico cervantino y cómo, Don Quijote, pasada su «crisis caballeresca», le plantea a Sancho que se hagan pastores. Salvando las distancias entre los textos (la lógica interna de la novela de Cervantes es radicalmente distinta a la de Mme. Bovary), el proceso que plantean ambos autores es muy parecido, al menos en su esquizofrenia.
[17] En lo que concierne al romanticismo de Flaubert, me alejo de la opinión de Kaplan para quien el novelista es «an incurable closet Romantic» (202). De todas formas, si fuese el francés un romántico, sería sin duda «incurable» ya que, ¿acaso hay alguna otra forma de serlo? ¿Romántico?
[18] Labanyi cita a C. B. Macpherson para recordar que «the ability to enter the market is the classic liberal definition of freedom» («Adultery and the Exchange Economy», 99). Efectivamente, el mercado libre requiere que ambas partes contratantes lleguen en libertad, no coaccionados, al contrato, pero es la estructura de ese contrato y su funcionamiento lo que Labanyi pasa por alto, lo cual es del todo excusable teniendo en cuenta la dirección que marca su trabajo.
[19] Palabras no menos cargadas de espejismos de transparencia.
[20] Las cursivas son del autor.
[21] El mito burgués aún da coletazos, como por ejemplo en el famoso «no mezclar amor y negocios».
[22] El conflicto lo resume magistralmente en una metáfora Flaubert cuando dice que «sus sueños eran demasiado altos y su casa demasiado estrecha» (128).
[23] La cursiva es del autor.
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