Transcripción y notas de Eleutheria Lekona
«Si entendemos por ideología el conjunto de ideas (políticas, económicas, sociales, jurídicas, etc.) que justifican los intereses de una clase dominante y que los salvaguardan en un momento histórico determinado, nos repugna, en principio, asociar esta palabra con otra: literatura. Porque ya no es necesario probar que la literatura es una de las artes y porque espontáneamente continuamos creyendo que el arte es una actividad espiritual incondicionada y que, como todo lo sublime, su raíz y sus manifestaciones se encuentran más allá de este mundo de necesidades y de lucha por los satisfactores en el que cotidianamente se mueven los hombres.
Se ha hablado de un arte puro hasta el grado de carecer de destinatario y cuyo origen se encontraría en la urgencia absolutamente privada del artista por representar o expresar los objetos o las vivencias subjetivas. Ante esta posición extrema se suscita una extrema reacción: la del arte comprometido que confiere la categoría estética a cualquier manifestación, aunque no llene los más elementales requisitos de técnica y de forma, con tal que se ponga al servicio de una causa.
No vamos a discutir aquí cuál de las dos actitudes es la que contiene una dosis más pequeña o más grande de error ni vamos a considerar en abstracto cómo debe o cómo puede ser la literatura, en su relación con la ideología, sino que examinaremos las relaciones que ambos hechos han guardado y guardan dentro de una tradición próxima y por eso mismo conocida y al alcance de la comprobación. Nos referimos a la tradición literaria mexicana.
Para abarcarla íntegramente es necesario remontarnos hasta nuestros antepasados indígenas. Gracias a las investigaciones del padre Ángel María Garibay y de Miguel León Portilla sabemos ahora que entre los aztecas, por ejemplo, los cultivadores de las letras recibían un adiestramiento especial y heredaban una serie de fórmulas propias para cada uno de los asuntos que fueran a tratarse. El poeta servía, al través de sus obras y en el anonimato de un trabajo colectivo, a los intereses de la tribu. Unas veces consignando sus hazañas y exaltando a sus héroes; otras encerrando en cláusulas de fácil recordación los hallazgos de su sabiduría o exaltando la grandeza y el misterio de sus dioses. El monumento literario debía ser acicate para el guerrero, consejo para el gobernante, oración para el sacerdote, guía para el memorioso. Aun la lírica no cantaba más que temas de esparcimiento y objetos de melancólica meditación que fuesen gratos a los señores.
Con la Conquista cambia el idioma pero no la función de la literatura. Los primeros documentos son las crónicas que tienen tanto de alegato ante la instancia superior del monarca. La crónica sirve para extender y eternizar las famas de capitanes y adelantados, para reclamar las debidas recompensas, para pedir la absolución para los errores y aun para los crímenes, para hacer y contrahacer la historia. Luego vienen los largos poemas descriptivos en que se levanta un inventario del país recién descubierto y dominado.
Con el asentamiento de los colonizadores se trasplantan las modas literarias vigentes en la península española. Aquí habrán de imitarse con servilismo pero también con decoro.
Nadie se atreverá a traspasar los límites del lugar común religioso, amoroso y cortesano.
La imposición de los estilos es la imposición de los modos extranjeros de pensar, de sentir, de expresarse. Pero hay también otros contenidos más graves que es preciso difundir. Y para dilatar más el poder del trono y arraigar el dominio e incorporar a su ser propio el ser extraño de las culturas sometidas, los colonizadores evangelizan a los habitantes de la Nueva España por medio de autos sacramentales, villancicos y todos aquellos géneros que reúnen a su alrededor a las multitudes.
Las corrientes que hemos enumerado y las que se nos olvidan confluyen en Sor Juana Inés de la Cruz y alcanzan en ella un punto no igualado de excelencia.
Al través de su voz hablan sus contemporáneos y en sus versos comienza a despuntar la conciencia nacional que entonces no había alcanzado un nivel más alto que el de la mera geografía. Sor Juana, con su «don de gentes» rescata en sus obras aun a las figuras más humildes y humilladas de la sociedad novohispana: el indio, el negro. Pero no por ello deja de acatar, de creer y de proclamar la validez del sistema jerárquico que los ha colocado en su base. Hasta «en ese papelillo llamado El sueño» construye una especie de summa de los conocimientos que sustentaban el orden de aquel mundo que se quería inmutable.
Por desgarradores que hayan sido los conflictos entre la personalidad de Sor Juana y las exigencias de la sociedad de su época, por gravemente que haya padecido sus frustraciones y sus derrotas individuales, nada de ello trasciende a su obra. Allí es la católica más ortodoxa y movida por mayor afán misionero; allí es la súbdita más fiel de la corona a la que rinde públicos homenajes; allí es la más celosa observante de las costumbres imperantes.
El grito de independencia repercutió en un género que hasta entonces da sus primeros frutos nacionales: la novela. En El periquillo sarniento no sólo es evidente la tentativa de sacudir las cadenas de las influencias europeas (por medio de la observación directa de la realidad y del uso de los modismos peculiares del lenguaje), sino que aparece, además, otro propósito: el moralizador. Fernández de Lizardi quería ayudar, con sus textos, a que se encaminara por la buena senda el país que se hallaba en trance de gestación. Quería que se hicieran a un lado los obstáculos más inmediatos para su desarrollo y señalaba los vicios más dañosos, proponiendo medidas para su remedio, aconsejando, amonestando, aleccionando.
Esta actitud aislada alcanza la categoría de un lema colectivo al fundarse la Academia de Letrán, que fue creada con el fin de «mexicanizar a la literatura, emancipándola de toda otra y dándole un carácter peculiar». ¿Difiere mucho esta declaración de principios de la terminología usada por los redactores de manifiestos políticos en aquella época?
Ignacio Altamirano pugnaba por unas letras útiles y éstas lo eran, según su criterio, cuando tenían como única fuente de inspiración nuestra propia historia y nuestra «bellísima y fecunda naturaleza».
El romanticismo en la poesía y el costumbrismo en la prosa cumplen estos postulados. El lenguaje no constituye una preocupación más que cuando se convierte en una dificultad para que la obra sea comprendida por la gran masa de iletrados a la que se dirige. Y ser escritor no es entregarse a una vocación absorbente y exclusiva, sino es cumplir con una faceta más del hombre público, de aquel con cuyo esfuerzo se está dando figura y ser a la nación.
La paz porfiriana está regida por las constelaciones de cientificismo positivista. El literato se convierte aquí en el centro de una contradicción. Por una parte se exalta su actividad como la más importante y la más noble a que pueda un ser humano dedicarse y, por la otra, esta actividad no cuenta de una manera real en el haber del país, no ejerce ninguna influencia perceptible sobre las decisiones de los políticos ni proporciona un estilo al modo de vivir de los poderosos, aunque a ambos el mecenazgo les sirva de adorno. Al escritor se le colma de distinciones simbólicas pero se le remunera con parquedad. Como que lo que produce carece de utilidad y de función.
El escritor porfiriano, para huir de sus condiciones mezquinas de vida, se refugia en una torre de marfil en la que se da a imaginar un mundo en el que nada exótico le es ajeno. Desde la Grecia apolínea hasta el Japón imperial, el cisne del modernismo se deslizó sobre la superficie de todos los lagos, aun de los propios, convenientemente dragados de vulgaridades por los artificios de una retórica muy sabia y muy rica.
En cuanto a la prosa, por naturalista que fuera, no llega a tocar más que con timidez la raíz y el meollo de los conflictos que encara. Entre el autor y el contemplador se interpone no únicamente la sombra del modelo europeo que se está imitando, sino también el miedo a la censura estricta del buen gusto, de la moral ambiente y de las conveniencias políticas. Evasión o frustración: tal es la alternativa.
Con el estallido de la Revolución vuelan en pedazos las torres de marfil de los poetas y los gabinetes de los novelistas y la literatura sale al aire libre. Los hechos que se presencian y que quieren consignarse desbordan todos los moldes. El narrador no puede ceñirse a la estructura de la novela y se queda en las anécdotas. Al través de ellas se transparente mejor la realidad que acaba, otra vez, de descubrirse y que corresponde tan poco a los prejuicios que sobre ella se dan por verdaderos. En los narradores de la Revolución hay varios elementos que pueden ser característicos: la fidelidad para transcribir su testimonio, la sorpresa, el asombro ante lo que se ha visto y, en muchos casos, la decepción. Como a los hombres de la Independencia y de la Reforma, a los escritores de la época revolucionaria los hechos los espolean, los urgen y no les conceden espacio para pulir las páginas, para meditar sobre ellas, para elevarse por encima del caos en que México estaba debatiéndose. Es esta imagen la que logran captar y si no alcanzan a hacerla tan vívida y tan convincente como la de los pintores es que su medio de expresión es la palabra y que la realidad a la que se enfrentaban es irreductible al concepto.
El primer síntoma literario de que la Revolución se ha hecho Gobierno podemos encontrarlo en la integración del grupo de los Contemporáneos. El escritor crea (como lo ha creado ya el militar y el hombre de negocios) las instituciones a través de las cuales su oficio pueda rendir los mejores frutos. Pertenece a una sociedad en que se ha dividido el trabajo y se permite el lujo de dejar la tarea de la educación al maestro y del entretenimiento al empresario de diversiones. El escritor debe consagrarse a investigar a fondo la disciplina literaria, a experimentar nuevos modos de expresión, a partir a la búsqueda de esencias para ser aprehendidas.
Si esto, en los poetas, puede acabar por conducir a una concepción mágica de la palabra (que al ser pronunciada hace surgir a los objetos a los que mienta) en los prosistas lleva a su uso crítico. Dramaturgos y novelistas se vuelven a nuestra historia o a nuestras circunstancias actuales para examinarlas, para comprenderlas y para calificarlas.
Situados en la perspectiva de los ideales de la Revolución, muchas veces traicionados, otras cumplidos a medias, otras ya inoperantes, los escritores de las últimas décadas valúan el presente y avizoran el futuro.
Sin embargo, se advierten, en esta actitud lúcida y judicativa, signos de cansancio y veleidades de evasión. Paralela y complementaria de la corriente que acabamos de esbozar, crece la prosa fantástica. Prosa estilísticamente muy cuidada, escasamente humorística y sombría desmontadora de mecanismos que causan horror cuando no repugnancia, esta prosa se distingue sólo por el contenido de sus visiones de la que sirvió de opio a los modernistas porfirianos.
He aquí, pues, a muy grandes rasgos, la imagen de la tradición literaria mexicana. Instrumento, reflejo o víctima de la ideología, nunca ha roto sus vínculos con ella. En algunas ocasiones ha llegado a sacrificar sus elementos más propios en aras de la eficacia, como si la eficacia no estuviera condicionada por la perfección. Pero, ni aun perfecta, la literatura ha sido nunca el vehículo de expresión más idóneo de la ideología, lo cual se entiende por la dificultad inherente a todo arte y por el contado número de iniciados capaces de gustar y comprender las manifestaciones estéticas.»
Rosarios Castellanos, Juicios Sumarios
NOTAS Y FICHA DEL LIBRO
[1] Decidí transcribir esto texto e intentar -al mismo tiempo- hacerlo llegar al mayor número de personas posibles por las siguientes razones: 1. Por su evidente importancia histórica. 2. Remite a uno de los debates centrales acerca de las funciones del arte en nuestra época. 3. Enaltece y da cuenta de los valores literarios de la nación mexicana a lo largo de varios siglos y de su vinculación con la ideología. 4. Hay una importante crítica social en el mismo. 5. Fue escrito por una de las pensadoras latinoamericanas más importantes del siglo que culminó.
[2] La ficha del libro es: ▪ Castellanos, Rosario (1984) Juicios Sumarios Vol. I. México: Fondo de Cultura Económica / SEP Cultura.
[3] Rosario Castellanos es una de las pensadoras más importantes continentales. Nació en Comitán Chiapas un 25 de mayo de 1925. Estudió la licenciatura y maestría en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Impartió clases de literatura en Bloomington Indiana y otras universidades fuera del país. Promotora incansable del mundo indígena a través de novelas como Balún Canán y Ciudad Real. Ensayista, poeta y novelista. Su obra poética aparece reunida en el volumen Poesía no eres tú editado por el Fondo de Cultura Económica y su libro de ensayos más importante se intitula Mujer que sabe latín. Muere en 1974 en Israel mientras se hallaba adscrita al servicio pleripotencial mexicano. Junto a Elena Garro es la gran escritora del siglo XX mexicano.
[4] Fragmentos de este mismo libro los había compartido ya, previamente, hacia principios de 2013, en mi blog público, a propósito de Simone Weil y Simone de Beauvoir, en este enlace: http://la-ciudad-de-