El anuncio del sorteo de lotería de Navidad de este año no tiene pérdida. Quienes lo han visto, lo saben. Es una invitación a la ilusión, a la esperanza. No hay un solo fotograma del spot que no rezume un fervor puro, un anhelo de redención sin límites. Sobra decir que esta emoción contenida no […]
El anuncio del sorteo de lotería de Navidad de este año no tiene pérdida. Quienes lo han visto, lo saben. Es una invitación a la ilusión, a la esperanza. No hay un solo fotograma del spot que no rezume un fervor puro, un anhelo de redención sin límites.
Sobra decir que esta emoción contenida no tiene otro objeto de deseo más que el premio gordo. En un estado de cosas decadente, donde apenas hay lugar para la dicha, la única recompensa imaginable se inscribe en el orden de lo milagroso, en ese ámbito de la consciencia colectiva donde los pecados son absueltos, la justicia irrumpe con estrépito y el mendigo, pese a todo, deviene rey. Hablamos de dinero, claro.
Pero no sólo de dinero. Tras un nada sorprendente giro social del marketing actual, la ficción publicitaria deja de mostrar a figuras cómicas de la escena española, a los payasos de turno y a otros famosos, para pasar el testigo a Antonio, a Manu y a las mujeres que no parecen estar a su lado más que para soportarlos y aliviar sus pesares. El relevo de Montserrat Caballé y de Rafael son esos miembros de nuestra comunidad de vecinos y esos propietarios del bar de la esquina que atraviesan no pocas dificultades para resolver su dramática situación vital. Se trata de la gente normal, del ciudadano medio, de la clase trabajadora. En otras palabras, del estereotipo al uso de nuestra identidad real.
El cierre del anuncio deja en evidencia una aberrante inquina moral. La estrategia comercial es la que es: la trágica peripecia del protagonista, Manu, concluye con la revelación súbita de su propia salvación. Ésta viene de la mano de su viejo amigo, Antonio, quien lo apremia a no perderla. «La ilusión», dice. «No la pierdas». ¿Pero en qué consiste esta ilusión? ¿O en qué su pérdida? Lo lamentable no es que consista en una farsa absurda, en una ceguera intelectual o en una fragmentación definitiva de la percepción crítica. Lo lamentable es que, al fin y al cabo, la ilusión se imponga. Que, quiérase o no, termine por imponerse. Sin duda, una pantomima más de la astuta moral burguesa.
Da reparos hablar abiertamente de «moral», es cierto. Y no digamos ya de «moral burguesa». Parecería que no nos referimos sino a un sistema de valores anclado en el pasado, conservador, retrógrado, clasista. Sin embargo, a pesar de lo que parezca, son unos determinados valores burgueses los que se acaban destacando siempre en el espacio de las relaciones sociales. No en vano, las tendencias de lo revolucionario siguen teniendo un marcado carácter burgués, y cuesta imaginar que no lo vayan a seguir teniendo en el futuro. Estos valores se retroalimentan desde las prácticas discursivas que en un momento dado pueden defender el ahorro, en otros, la inversión, aquí un feliz consumo, y allí, la austeridad.
La emoción que intenta inspirar este spot revela la quintaesencia de la psicología burguesa dominante, que no tiene otra razón de ser que la ilusión misma, es decir, la ilusión como ecuación de engaño y esperanza. De forma novedosa, no obstante, la ilusión aquí se zafa no sólo de todo lastre imaginario, del supuesto engaño, sino también de toda deuda contraída de algún modo con el porvenir, esto es, con la esperanza. El impío se asombra de su impiedad. Comoquiera que antes se dudase, ahora se ha de creer. La delegación de responsabilidad es inminente, inconsciente y total.
Así, Manu no tiene por qué esperar el milagro. Antonio lo espera por él. Ya ni siquiera hace falta que soltemos veinte euros por un mísero décimo. Si no tenemos un duro, no importa -alguien habrá que lo dé por nosotros. El otro no es la pesadilla de Sartre, sino la posibilidad de lo sagrado -acaso de Lévinas. Y como en un franco alarde de ironía, resulta que lo sagrado, efectivamente, ocurre, sí, ¿pero a que no sabéis dónde? ¿A que no sabéis a qué precio? Al final, es la televisión la que retransmite el milagro. Sentado frente al televisor, el público no hace sino holgarse en el júbilo desatado por la concesión del premio, en el espectáculo de su propia apatía -y su suerte.
Pero la suerte, como el dinero, no lo es todo. Estas Navidades, la ONCE no se contenta con vender ilusión y esperanza; sorprendentemente, no se limita al sorteo. Lo que hace es, antes bien, anticiparse a una realidad remota o imposible, tendiendo puentes con los avatares del juego y la riqueza y recordándonos así que lo que importa no es lo que creamos, lo que sintamos o lo que esperemos, sino lo que otros creen, sientes y esperan por nosotros. Quién hubiera pensado que mirar hacia delante consistía no en resignarse a los caprichos del azar, sino en coquetear con la necesidad, en aspirar a lo fatal mismo y en abrazar aquello que, inevitablemente, ha de suceder.
Alguien dijo una vez que las categorías psicológicas se habían vuelto las nuevas categorías políticas. Ahora que es claro que otros ahorran, invierten y consumen por nosotros, ¿resulta que también sueñan por nosotros? ¿Qué clase de iniquidad es ésta? ¿Qué clase de expolio? Porque existe, claro está, una clase expropiada cuya mayor ilusión consiste en tener derechos propios y cuya mayor esperanza consiste en que éstos lleguen a cumplirse. La publicidad de la pura ilusión se consolida y prevalece, así, en la ilusión política de lo público, en la esperanza del propio público y en el espectáculo de la ideología burguesa como psicología humana misma.
La lotería se reviste aquí del aura de un todopoderoso milagro social, de un acontecimiento religioso, místico y sin precedentes. Que a las clases medias y bajas no les quede otro remedio que echarse una mano en los momentos difíciles, es algo que, como es natural, merece nuestra complacencia. El gesto que tiene Antonio para con Manu es, pues, digno de elogio, y en sí mismo sería el acto de una voluntad ética encomiable. Pero que la burguesía atesore como botín nuestra esperanza, nuestra ilusión y nuestro futuro mismo, eso ya es cosa bien distinta. Porque el futuro, mal que nos pese, no depende de lo que pase en un sorteo, como tampoco el presente se echa a suertes. Vamos, que no hay peor ciego que el que no quiere saber.
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