A los ojos de muchos, y al amparo del siempre turbio fetiche de la política de Estado, no ha lugar a remover las aguas que surca el barco de las relaciones externas abrazadas por nuestros sucesivos gobernantes. Establecidos los principios, los intereses y los acuerdos de obligado cumplimiento, las disputas –se nos dice- sobran. Malo […]
A los ojos de muchos, y al amparo del siempre turbio fetiche de la política de Estado, no ha lugar a remover las aguas que surca el barco de las relaciones externas abrazadas por nuestros sucesivos gobernantes. Establecidos los principios, los intereses y los acuerdos de obligado cumplimiento, las disputas –se nos dice- sobran.
Malo sería que acatásemos semejante dictado y renunciásemos a determinar lo que entendemos saludable. No es lo mismo postular una obscena integración en el club de los más ricos que apostar por la solidaridad con los preteridos, como no es lo mismo otorgar franca primacía a lo militar que porfiar en la construcción de redes civiles iguales e interconectadas. Llamados estamos, por lo demás, a denunciar la distancia, a menudo alarmante, que media entre las palabras y los hechos, y a desmontar, en paralelo, algunos de los interesados mitos que ahora nos acosan. El más granado de éstos, zarandeado por un PP malencarado y maledicente, es el que viene a concluir que desde marzo se ha perfilado en la diplomacia española un abrupto corte con un pasado repleto –parece– de dicha y consecuencia.
Nada invita a engullir semejante mito, que bebe en exclusiva de un avatar de aliento recortado: la retirada de los militares presentes en Iraq. En todo lo demás lo que se aprecian son poderosas líneas de continuidad, y ello por mucho que se presenten con formas menos ásperas. Porque, y vayamos a lo nuestro, la retirada en cuestión en nada ha removido una relación de atávica sumisión a Estados Unidos, bien retratada en las reiteradas aseveraciones del ministro de Defensa, quien gusta de subrayar que España es un aliado fiel del gigante norteamericano. El nuevo gobierno, que en modo alguno considera, claro, el desmantelamiento de las bases de Morón y de Rota, acata sin rebozo la inmundicia de las reglas del juego que emanan de la OTAN, por un lado, y del Fondo Monetario, por el otro, los dos grandes pilares de la férula que EE.UU. ejerce sobre el planeta. El anunciado despliegue, en Afganistán, de soldados españoles sólo puede explicarse merced al propósito de recuperar el beneplácito de Washington, tanto más cuanto que, fanfarria retórica aparte, la trama del conflicto afgano es muy similar a la de Iraq. Qué no decir, en fin, del sorprendente apoyo del gobierno a una resolución del Consejo de Seguridad que ha dado en legitimar la presencia norteamericana en el último país mencionado.
Pese a las admoniciones ultramontanas proferidas por el ex presidente Aznar, tampoco faltan las líneas de continuidad en lo que a la UE respecta. La cordialidad que el gobierno ha recuperado en sus relaciones con Francia y Alemania a duras penas oculta la comunidad de perspectivas que socialistas y populares mantienen en lo que se refiere a la Constitución en ciernes –déjesenos ver en ella una sórdida combinación entre lo que otrora llamábamos la Europa de los mercaderes y el designio de forjar una inexpugnable fortaleza–, al plan de estabilidad y al porvenir de los fondos de cohesión.
Convengamos, con todo, que Rodríguez Zapatero ha dado una de cal y otra de arena: si la primera la ha aportado la aceptación de un régimen de votos y vetos que –por mucho que pese la regañina de un Aznar enfermizamente preocupado, al parecer, por obstruir las decisiones de otros– es tan razonable como inevitable, la segunda ha llegado de la mano de un espasmo de nacionalismo estrecho que acosa a quienes presumen de miras más altas. La perplejidad es la única respuesta sensata cuando socialistas y populares defienden con ahínco la presencia de españoles, sin distingos en lo que hace a su vinculación política, en puestos de relieve dentro de la UE. Se trata de la misma perversión que ha empujado al PSOE a respaldar la candidatura de Rato para encabezar el Fondo Monetario o a apoyar, en otro terreno, la de Durão Barroso para hacer lo propio con la Comisión Europea, en significado olvido de la doble condición –anfitrión de la malhadada cumbre de las Azores, responsable de un formidable fiasco neoliberal– del primer ministro portugués.
Agregaré, y nada me gustaría más que equivocarme, que el palpable imperio de la realpolitik obliga a recelar, una vez más, de la aserción de que nos hallamos ante un giro copernicano en la diplomacia española. Mientras el deseo, respetabilísimo, de mejorar las encalladas relaciones con Marruecos parece llamado a traducirse en el enésimo olvido de deberes históricos en lo que atañe al Sáhara occidental, apenas se ha escuchado la voz del gobierno ante las tropelías que Sharon hace valer en Palestina (la UE sigue sin mover un dedo, por cierto, para cancelar el sinfín de privilegios comerciales con que obsequia, desde mucho tiempo atrás, a Israel) y es más cómodo amonestar a Castro y a Chávez que cantarle las cuarenta a Bush por sus desafueros latinoamericanos.
Así las cosas, el entrampamiento en las reglas del juego instituidas por los poderosos se antoja tal que uno puede barruntar que el gran proyecto que acariciaba Aznar –emplazar a España en plenitud en el ya mentado, y selecto, club de los países más ricos–, impregnado de altivez, mezquina insolidaridad y miopía, no es ajeno, tampoco, y acaso muy a su pesar, a las querencias de Rodríguez Zapatero. Bueno será que, como quiera que crédito no nos van a conceder, al menos se comprometan, tirios y troyanos, a no contarnos más cuentos.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.