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Una Ilustracion verosímil

Ilustración y fragilidad: la defensa de las cosas

Fuentes: Rebelión

Texto de la intervención del autor en las jornadas sobre Ilustración celebradas en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense en mayo de 2010.

En 1932, en su novela quizás más famosa, La marcha Radetzky, el escritor austriaco Joseph Roth escribía:

«En aquel tiempo, antes de la Gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con lentitud y circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa al ver el solar vacío. Así eran entonces las cosas. Todo cuanto crecía, necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos, de la misma forma que hoy se vive para olvidar rápida y profundamente» [1] .

Esta experiencia de «vivir para olvidar rápida y profundamente» es de alguna manera también el tema del último cuento que escribió Franz Kafka en 1924, pocos meses antes de morir. Josefina la cantora o el pueblo de los ratones describe, en efecto, la vida cotidiana de una comunidad «atareada y olvidadiza» cuyos miembros se azacanean sin descanso por los pasillos y corredores de su madriguera, siempre amenazados, siempre hambrientos, arrebatados por una loca actividad, en estado de permanente emergencia. Como ratones que son, la supervivencia de la comunidad depende de que no se distraigan ni un segundo; no tienen tiempo ni para el juego ni para el arte; están tan ocupados en reunir alimentos y cerrar todas las grietas y rendijas que ni siquiera tienen tiempo para criar a sus niños, los cuales crecen tan deprisa que, antes de que se den cuenta sus padres, están ya corriendo también a su lado, profusamente dispersos por todas las galerías. Privados de escuelas y de maestros, desprovistos de asambleas y tribunas, una generación sucediendo a la siguiente sin posibilidad de distinguirlas «a causa de su cantidad y su premura», el pueblo de los ratones carece de una «verdadera infancia» y precisamente por eso -dice el narrador- «vivimos en una inagotable e inarraigable niñez» al mismo tiempo que en una «prematura y fatigada senilidad». Simultáneamente niños y viejos, el correr y discurrir y pasar de los ratones es el del tiempo mismo que los devora, el de la inmanencia líquida por la que se precipitan sin aliento.

Pero hete aquí que, en medio de este infatigable trajín, Josefina se detiene en un recodo, hincha el pecho y rompe a cantar. Y entonces, de pronto, todos los ratones interrumpen sus ocupaciones y se reúnen a su alrededor para escucharla; no importa lo que estén haciendo en ese momento, no importa la urgencia ni la relevancia de sus tareas, no importa tampoco el peligro que esta suspensión entraña: sin saber muy bien por qué, todos se paran, arriman sus cuerpos y tienden el oído en religioso silencio. ¿Por qué -por qué- se paran? ¿Canta tan bien Josefina? ¿Es siquiera cantar lo que ella hace? Porque Josefina es un ratón y se expresa como un ratón; aunque está convencida de las excelencias de sus «coloraturas operísticas», el sonido que sale de su boca es, en realidad, «un simple chillido», un «vulgar chillido» que -si acaso- se distingue del de sus congéneres por su «delicadeza y debilidad». Y sin embargo, cada vez que Josefina frena su carrera, adopta la pose del bel canto y eleva su chillido ratonil sobre el bullicio de los otros gritos, el pueblo de los ratones -uno por uno y todos a la vez- suspende inmediatamente toda su actividad, forma un corro o una plaza y se mantiene inmóvil y silencioso, unido por un instante en una «extraña liberación de sí mismo». Josefina chilla exactamente igual que los otros ratones, de una manera tal vez más afectada o presuntuosa y agravando además la vulnerabilidad de todos, pero «juro» -dice el narrador- que no quisiéramos, por nada del mundo, faltar a estos conciertos».

El final del cuento es trágicamente previsible. Un día Josefina, que ha amagado a menudo su retirada para tratar inútilmente de mantener en tensión a su público, desaparece en las pasadizos, como cualquier otro ratón, y no deja más huella en la memoria que este último recuerdo, materializado en el relato, que el narrador no podrá tampoco conservar por mucho tiempo:

«Josefina, libre ya de los afanes terrenos, se aleja jubilosamente en medio de la multitud innumerable de los héroes de nuestro pueblo, para entrar muy pronto, como todos sus hermanos, ya que desdeñamos la historia, en la exaltada redención del olvido» [2] .

El cuento de Kafka, que puede leerse como una reflexión sobre la infundamentada autenticidad del arte (el de un acto cotidiano enmarcado en una ceremoniosa solemnidad), explora también el enigma de la victoria social sobre el tiempo. ¿Por qué se paraban los ratones? Esta pregunta, estribillo casi de la narración kafkiana, solapa otra cuya respuesta es necesariamente tautológica:

¿Para qué servía el canto de Josefina?

Precisamente para pararse.

¿En qué se distinguía el canto de Josefina?

Precisamente en eso; en que paraba al pueblo de los ratones.

Parémonos también nosotros un instante y comencemos desde otro recodo.

La producción de imágenes manufacturadas, que permite separar el cuerpo de su doble visual, introduce en nuestra conciencia una cenestesia de caducidad permanente que no ha producido ella. Quiero decir que este acto, esta mañana de abril, no es más que una vieja película -como la propia filmación demostrará- de la primera década del siglo XXI. Nuestros vestidos son de época, nuestros muebles son de época, nuestro propio lenguaje es ya un lenguaje de época. Nos levantamos por la mañana y nos ponemos nuestros pantalones de época, cogemos nuestros transportes de época, acometemos nuestros saludos, nuestras ceremonias, nuestros rebuscados ademanes de época. Nos disfrazamos de hombres y mujeres del año 2011. Nuestros cuerpos están aquí y nuestras imágenes, sueltas, emancipadas, multiplicadas, circulan por todo el mundo, más verdaderas y quizás más valiosas que nuestros cuerpos, pero en todo caso demostrativas de un anclaje un poco ridículo en un tiempo -mientras las contemplamos- ya superado por el propio tiempo.

No podemos engañarnos. Somos hijos de nuestro tiempo, somos fruto de nuestra historia. Chesterton bromeaba sobre ese capataz esclavista que se habría justificado a sí mismo razonando que había nacido demasiado pronto para cuestionar la esclavitud, pero que estaba dispuesto a esperar unos cuantos siglos para volverse -con arreglo también a los tiempos- encendido defensor de la igualdad y la libertad de todos los seres humanos. El capataz de Chesterton es un oxímoron viviente, una de esas paradojas mediante las cuales el escritor católico se burlaba del relativismo: si uno sabe que es hijo de su época, ¿no puede rebelarse contra ella? Si uno sabe que es hijo de su época, ¿no puede ser también, precisamente por eso, hijo de la razón, hijo de la justicia, vástago de -pongamos- la dignidad humana? ¿Descendiente de un tiempo pasado o futuro, de un tiempo mejor?La conciencia de ser hijos de la época, que las imágenes manufacturadas inscriben bajo nuestra piel, es lo propio de nuestra época; ese sabernos atrapados en el tiempo, efecto también de la Ilustración, es una de las características de nuestro tiempo. ¿Qué contenido tiene, pues, una época que se sabe de época, un tiempo consciente de su permanente solubilidad en el tiempo? ¿De qué está lleno el tiempo del relativismo histórico?

El pensamiento 525 de Pascal dice: «Montaigne no tiene razón. La costumbre no debe ser seguida más que porque es costumbre y no porque sea razonable o justa; pero el pueblo la sigue por esta sola razón, que la cree justa. Si no, no la seguiría más, aunque fuera costumbre, pues no quiere sujetarse más que a la razón o a la justicia» [3] . De todos los pensamientos de Pascal, éste es quizás uno de los más profundos y, por desgracia, de los menos efectistas. En él, por una parte, se nos advierte contra las aporías del relativismo: si sólo para mí mi religión es verdadera, es que no tengo religión. Las costumbres se siguen sólo por eso, porque son costumbres, en virtud, pues, de leyes completamente ajenas a la verdad y a la libertad; pero hay que creerlas verdaderas para que sigan comprometiéndonos. Tenemos que convencernos de que somos nosotros las que las hemos elegido a ellas y no ellas a nosotros y que las hemos elegido, además, por la cantidad de razón y de justicia que contienen. Pero así -y ésta es la segunda lección a extraer-la razón aparece siempre en el horizonte del comportamiento humano como el único valor que, incluso cuando encubre otras tiranías y otras leyes, obliga realmente a los hombres. Hagan lo que hagan, incluso en sus manifestaciones más extremas, o más intolerables, los hombres quieren ser justos y razonables. Como es la costumbre la que se defiende, y los otros también defienden las suyas, el fanatismo, la guerra, la violencia -imposibles si no se las creyera razonables- definen las relaciones entre las culturas; pero como se las cree razonables, y se busca la razón a través de ellas, todavía es posible cambiar de costumbre; es decir, mientras se someten al mismo tiempo a la costumbre y a la razón, los hombres siguen siendo susceptibles de persuasión: se les puede convencer. Existe, al menos, la conversión. En este sentido, Montesquieu recordaba el papel sucedáneo que cumplían las costumbres en tiempos de crisis; ejercían algo así como de razón interina o de guardia, conservaban al menos la sombra de lo justo y lo verdadero a la espera de que las Luces y con ellas la mayoría de edad se impusieran entre los hombres (y cabe ver en el actual retroceso a la premodernidad casi una tentativa atroz de remendar con liturgias, ceremonias, neurosis colectivas, una razón maltrecha).

¿Qué ocurre -siguiendo a Pascal- en una época que se sabe hija de si misma, consciente de que las costumbres se siguen con independencia de la verdad o justicia que contengan? ¿Se pueden seguir las costumbres sólo porque son costumbres? ¿Se puede vivir sin costumbres? La conciencia de estar atrapados en nuestro tiempo, ¿cumple paradójicamente el sueño ilustrado de la mayoría de edad y su victoria sobre las tradiciones, sobre las supersticiones, sobre «el peso de las generaciones muertas», por decirlo con Marx? Somos hijos de nuestro tiempo y somos hijos de este sabernos hijos de nuestro tiempo, y es así como en las sociedades capitalistas hiperindustriales se ha abierto un hueco o un bostezo, esa distancia «irónica» que, de Nietzsche a Liotard, se ha identificado con la postmodernidad.

Todas las sociedades han conocido zonas, por así decirlo, de prevaricación antropológica: seguir una costumbre a sabiendas de que no tiene ninguna relación con la verdad ni con la justicia. Entre las clases altas del Ancien Regime y enseguida, tras la expansión del capitalismo y de la confección industrial, en todas las clases sociales, la moda representa el ejemplo más acendrado de «prevaricación» cultural, al menos en occidente: seguir la moda es sencillamente seguir los tiempos, declarar la voluntad de seguir a los tiempos hasta el final, vestirse -por así decirlo- de tiempo desnudo, y si se impone dictatorialmente lo hace al margen de la fuerza y al margen del deber moral. Es un culto fanático a la historia; una aceptación gozosa de los dictados de la época. La moda entraña una actitud pueril con la que podemos mostrarnos indulgentes: todas las sociedades deben reservarse espacios para la puerilidad. Pero, ¿qué pasa cuando la prevaricación antropológica se extiende, desde el campo de la moda, a la religión, el arte, la política, la ciencia, la cultura en general? ¿Se puede concebir una sociedad de prevaricación generalizada que, al mismo tiempo, que convierte todo en costumbre, no puede ver en las costumbres otra cosa -y es consciente de ello- que dictados de los tiempos, imposiciones de la época? ¿Una sociedad -exageremos- que considera el teorema de Pitágoras una costumbre griega y los derechos humanos una costumbre occidental y que, al mismo tiempo que condesciende a todas las costumbres por igual, no puede ni quiere justificar ninguna?

La prevaricación antropológica se puede concebir también, por utilizar la expresión de Celia Amorós, como una deriva perversa de la ilustración: la lucha contra las costumbres (y las supersticiones) se habría traducido en la victoria sobre la verdad espectral que ellas contenían, sobre la justicia vectorial que albergaban, pero no sobre las costumbres mismas, las cuales, bien al contrario, se multiplican sin descanso, sin necesidad de justificarse, al margen de toda objeción racional, reclamando tolerancia desde todos los ángulos. Costumbres, pues, sin adhesión fiduciaria, sin pretensiones de verdad o de justicia, como la minifalda o el juego de la brisca: un estado general, por tanto, de «minoría de edad culpable», por decirlo con Kant, en el que la prevaricación antropológica, como actitud vital y nueva subjetividad, voltea por completo el concepto de «cultura».

¿De qué se llena -quién llena- un tiempo sólo lleno de actos plurales de sumisión voluntaria al tiempo? ¿En qué mundo discurre? Precisamente en ninguno. Eso es lo que señala con enorme perspicacia el filósofo Gunther Anders en la introducción a su libro Hombres sin mundo cuando aborda con ceñuda irritación la cuestión de la «tolerancia» y el «pluralismo» de nuestra época: que eso que yo he llamado aquí «prevaricación antropológica generalizada» es en realidad un acosmismo:

«Con la expresión «hombre sin mundo» hago referencia al hombre en la época del pluralismo cultural; a ese hombre que, por participar a la vez en muchos, demasiados mundos, no tiene un mundo determinado y, por tanto, no tiene ninguno».

Y añade:

«(…) forma parte de la esencia del pluralismo permitir algo considerado falso; que la verdad del pluralismo consiste, en último término, en no tener ningún interés por la verdad o, más exactamente, en no tomar en serio la pretensión de verdad de la posición tolerada (y, a la postre, tampoco de la propia)».

La tolerancia, interpretada como indiferencia frente a la verdad y/o la justicia de una proposición o una acción, convierte todos los compromisos mundanos del hombre -la religión, la política, el arte- en simple «cultura», con la consiguiente degradación también de este concepto, entendido ahora en el sentido de pura disolución del gesto en su propio tiempo, de asunción consciente y alborozada de la propia época y todos sus contenidos. Todo, por así decirlo, imita a la moda; todo es, como en el pueblo de los ratones de Kafka, «niñez inarraigable» y «senilidad fatigada». Ahora bien, como asimismo observa Anders, esta «tolerancia» y «pluralismo», tan profundamente anti-ilustradas, así como el acosmismo que los acompaña, no son «fruto de la época» sino de la base material que la define:

«El hecho de que nosotros, generosos o tolerantes o sin carácter o indiferentes o, incluso, con entusiasmo, estemos dispuestos a decir de manera indistinta a todo, no es primordialmente un hecho espiritual sino comercial. Somos tolerantes e indiferentes, etcétera, porque cada objeto, sea lo que represente (incluido cualquier «dios»), por su carácter de mercancía, exige el mismo derecho a disfrutar, o a ser igualmente válido y, por tanto, in-diferente» [4] .

Es la propia lógica material, económica, de la comparecencia de los fenómenos en el marco de un mercado que absorbe y delimita ahora todo lo ente, natural y artefacto, al mismo tiempo que aumenta sin cesar la velocidad de su renovación en el espacio, la que opera una radical desontologización del mundo. Digamos que el hegelianismo melancólico postmoderno -la razón que, en su despliegue, en lugar de alcanzar su autorrealización, se niega a sí misma desde dentro- es inseparable del proceso material por el cual la generalización de la forma mercancía ha acabado por impedir la constitución misma de los objetos. Merced a su propio movimiento destituyente, el capitalismo impone un acosmismo, aboca al ser humano a una existencia fuera del mundo, en ningún mundo, ni posible ni imposible. Las citas de Roth y Kafka con las que arrancan estas líneas se inscriben precisamente en una situación de guerra, porque la guerra es ese estado de emergencia en el que el espacio -el hueco entre los cuerpos- es devorado por el tiempo; es decir, por los ciclos puros de la reproducción biológica, por la inmanencia rápida de la subsistencia apeiron. La guerra es un acosmismo; el capitalismo -como estado del alma y como estado del mundo, por citar de nuevo a Kafka- es en realidad una guerra. Cada mercancía es una llamada a la destrucción. A lo largo de la historia, el hombre ha vivido en distintos tipos de sociedades deficitarias; sociedades descritas a posteriori por aquello que les faltaba o no habían alcanzado todavía: sociedades sin escritura, sin agricultura, sin Estado, sin amor, sin libertad, sin hierro o sin petroleo: pero es la primera vez en la historia de la humanidad en que una sociedad vive sin cosas.

Pero, ¿qué es lo que define a las cosas? ¿Por qué no podemos vivir sin ellas? Las reconocemos al menos por tres rasgos:

1. Las cosas se paran, nos paran: son paradas, y lo son porque duran lo bastante para mirarlas y porque constituyen altos en el camino. Son la trascendencia mínima y máxima de un mundo que, de otro modo, permanecería sumergido en la pura energía de su impulso; son grumos de tiempo que frenan y rompen el flujo temporal o se lo revelan a las manos y a los ojos (revelando al mismo tiempo la existencia de las manos y del ojo). Las cosas, en este sentido, definen el campo de lo visible por oposición al de lo comestible. Y por eso, la Josefina de Kafka es también una cosa; al pararse, se convierte en cosa y convierte en cosas a todos los que la escuchan.

2. Las cosas constituyen depósitos materiales de memoria individual y colectiva. Son, por así decir, la materialización del pasado delante de nuestros ojos. Naturales o artefactas, pertenecen al tiempo narrativo (por oposición al digestivo) y nos cuentan una historia. Una montaña es una catedral que ha crecido sola en un determinado terreno; una catedral es una montaña que han construido los hombres en determinadas condiciones; y ese terreno y esas condiciones -junto con todas las intervenciones adventicias, senderos y huellas- se relatan en la disposición y altura de sus piedras. Por eso mismo, las cosas pueden contar una historia falsa, un relato amañado o tramposo o sencillamente metonímico: es lo que Freud y Marx llaman fetichismo. Pero las cosas son también manuales de fabricación: una silla nos cuenta no sólo de dónde ha venido y en qué condiciones se ha hecho sino también cómo se hace una silla, de manera que a partir de un solitario ejemplar, abandonado en el mundo y encontrado dentro de un millón de años, un superviviente podría reproducir sillas y sillas sin necesidad de instrucciones. En ese sentido, las cosas no sólo son pasado materializado sino también futuro anticipado; no sólo memoria del trabajo sino también condición de nuevos trabajos; no sólo recuerdo en cuero o en mármol sino también en marcha.

3. Pero cosa es también todo aquello que se rompe y que tarde o temprano no se puede ya recomponer; todo lo que está desprotegido, todo lo que requiere cuidados, todo lo que se vuelve irreemplazable con el paso del tiempo y cuya ausencia, por eso mismo, deja también una especie de cosa intangible y triste en su lugar. La silla que me ha soportado tantos años, el libro, el jarrón, el mar, la tierra misma, condición de todas las demás, son cosas. Un niño y un amado son cosas. Y nos guste o no, en la medida en que somos cuerpos y estamos a merced de todos los otros, los seres humanos somos también cosas. Ser cosa, convertirse en cosa -como en el ejemplo de Josefina- significa subrayar la propia fragilidad y pasar a estar, por tanto, amenazado.

Las mercancías, ¿son cosas? ¿Vivimos en una sociedad de abundancia, como se pretende? El topos del capitalismo no es la plaza sino el pasillo, por el que discurren las mercancías a tal velocidad -al paso de los segundos mismos- que todos los entes se convierten en su eidos; es decir, en puras imágenes y, por eso mismo y paradójicamente, en una eterna exhibición de caducidad temporal, así como en un reclamo publicitario de la próxima destitución objetual. Es la renovación permanente y acelerada de las mercancías -motor de la producción capitalista- la que convierte todos los objetos espaciales en objetos temporales, con arreglo a la caracterización que reserva el filósofo francés Bernard Stiegler para los flujos de conciencia regulados desde el exterior por las nuevas tecnologías. Las casas, los coches, las sillas -como las imágenes mismas- se disuelven en fotogramas o notas musicales cuya aparición y desaparición son hasta tal punto simultáneas que no admiten ningún vínculo o compromiso; excluyen en su presentarse mismo toda proceso de simbolización [5] . Si Heráclito decía que «es imposible bañarse dos veces en el mismo río», su «panta rei» lo ha extendido el capitalismo hasta el delirio: «no es posible sentarse dos veces en la misma silla» (porque, apenas nos levantamos, el mercado ha sustituido la vieja por una nueva, de mejor marca, más sofisticada, de otro color).

Allí donde toda la riqueza sólo puede aparecer bajo la forma mercancía, según la definición de Marx, y donde la mercancía consiste -contra las «trascendencias» que la constituyen materialmente- en una demanda de destrucción (no «úsame» sino «tírame» o «cámbiame por otra»), allí donde el 90% de la producción mundial seis meses después está en la basura y la obsolescencia programada acorta cada vez más la vida de los productos, el trabajo vivo no llega nunca a convertirse en cosa sino que es desde el principio, de antemano y para siempre, sólo residuo. En términos ontológicos, en efecto, el capitalismo no produce objetos sino residuos, hasta el punto de poder decir que las cosas son, en realidad, residuales respecto del residuo; son el residuo de los residuos: lo que sobra al resto en el que ha de convertirse y en el que reside su valor económico.

En estas condiciones, los tres rasgos que aquí hemos asociado a la cosa, son claramente insostenibles. Ni objetos de atención ni objetos de atenciones ni depósitos de memoria, las mercancías destituyen sin interrupción la constitución de esos límites -el mundo mismo- sin los cuales la obra de la razón (y de la imaginación y de la experiencia) son imposibles. La generalización de la forma mercancía ha suprimido los objetos mismos en provecho de una pura rapsodia de sincronías placenteras; las mercancías no «contratan» la mirada y no relatan ninguna historia (ni siquiera la fraudulenta del fetichismo marxista). Pero hay más: la radical fragilización del mundo ha desterrado también, paradójicamente, la idea misma de fragilidad.

Antes la burguesía era propietaria de tiempo materializado y acumulaba, por eso mismo, muchas cosas en sus salones; ahora sólo los pobres conservan algunas pocas con vergüenza y aspiran precisamente a liberarse de ellas. Las cosas han desaparecido. Cuando algo está a punto de convertirse en una cosa, se corre al mercado a cambiarla por otra. Nada se rompe porque todo lo tiramos mientras aún sirve o funciona; nada llega a estar ausente porque no le damos tiempo para estar presente. El mercado capitalista constituye un «hombre nuevo» porque establece un lugar antropológico sin precedentes en el que todo lo existente -todas las criaturas, naturales y artefactas- se pueden reemplazar. De los costes ecológicos de esta ilusión de intercambiabilidad y reemplazabilidad (que se alimenta de recursos finitos y de un planeta diminuto e insustituible) se habla a menudo; lo que no se dice con tanta frecuencia es que, en un mundo sin cosas, en un mundo en el que los humanos no alcanzamos ni siquiera el rango de cosas, en el que nada nunca llega a romperse, todo se puede tratar por igual sin ningún cuidado.

Lo que aquí he llamado «prevaricación antropológica» está inscrito en el paradigma mismo de la así denominada -sin que nadie se estremezca- «sociedad de consumo»: sólo por debajo de cierto nivel de acceso a los mercados -allí donde la pobreza es la regla- sigue habiendo cosas y sigue manteniéndose también esa relación con ellas, universal e individual, que llamamos verdad y biografía. Sólo el mundo antiguo conserva las ideas de «verdad» y «biografía»; y no porque sea «antiguo» sino porque sigue siendo mundo. Sólo allí donde hay todavía «cosas» -y hay que defenderlas- sobrevive también el concepto de justicia. En el ámbito capitalista de la «prevaricación antropológica», nuestro derecho no es el derecho a la justicia sino el derecho a experimentar -a través del consumo- la justicia y la injusticia como dos placeres indiferentes.

Pero esta «ausencia de mundo» -resultado del exceso mismo- sólo es posible porque la «prevaricación antropológica» consiste, en su raíz material, en «olvidar rápida y profundamente» lo que Josefina, en su condición cósica, deteniéndose y deteniendo a los demás, nos recuerda en su recodo del pasillo: la existencia de la tierra, de la muerte, de la fragilidad de los cuerpos como datos -donées, dones- de la razón finita.

La afirmación de un «sujeto de razón» es inseparable, en efecto, de la comparecencia de un objeto (de cuidados). Que la razón finita, al contrario que la divina, no pueda proporcionarse sus propios contenidos quiere decir que los seres humanos tenemos que aceptar siempre algunos datos; es decir, algunas determinaciones siempre ya dadas, sin las cuales todo contrato social es no sólo imposible sino irrepresentable. Uno de esos datos es la condición cósica del hombre: el hecho de ser -y producir- cuerpos o, lo que es lo mismo, obstáculos en el espacio devorados desde dentro por el tiempo. Sin dioses y sin amos, nos dice la ilustración, todos los seres humanos son igualmente sujetos de razón, pero por eso mismo se reconocen también como igualmente frágiles. Y el mandamiento político ilustrado es, por tanto, doble: razonad como si fueseis más que hombres, cuidaos los unos a los otros porque no hay más que hombres. Tenemos derecho a ser tratados como cosas y este derecho a ser tratados como objetos (de cuidados) es no menos ilustrado, y no menos anticapitalista, que el derecho a ser tratados, en pie de igualdad, como sujetos jurídicos, políticos y sexuales. Y si ocurre que este derecho se convierte en muchos casos en nostalgia de sumisión (de velos islámicos y desnudeces televisivas), una tal «deriva perversa de la Ilustración» obedece precisamente a la fundamental «falta de cuidado» con la que el capitalismo trata a los cuerpos.

El capitalismo, como el cristianismo, es -lo hemos dicho- un acosmismo: niega al mismo tiempo la consistencia y la mortalidad de los cuerpos. Extensión del régimen doméstico al conjunto de la «ciudad» -eso que Aristóteles llamaba tiranía en el orden político y crematística en el económico- el capitalismo sólo puede funcionar como un proceso siempre constituyente, siempre destituyente, incompatible al mismo tiempo con las instituciones y con las cosas. De esa manera, el vacío de dioses y de amos que debía llenarse de igualdades formales y diferencias reales, se pobló enseguida de mercancías o, valga decir, de indiferencia radical. Una ilustración verosímil debe empezar por recordar que sin mínimos antropológicos -datos antepuestos a nuestra intervención: límites u obstáculos, cuerpos y cosas- el deseo «ineducable» -el otro dato del que se ha ocupado aquí Carlos Fernández Liria- opera a velocidad cada vez mayor la radical desontologización y desimbolización del mundo.

En este sentido, la idea de «caña pensante» de Pascal era fundamentalmente ilustrada, excepto porque Pascal introducía ese final hollywwodiano en el que, ya sobre el precipicio, Dios salvaba al ser humano de su propia fragilidad con un gesto verticalmente soberano. Pero no es eso: la idea de un mundo no tutelado -ni por dioses ni por banqueros ni por maridos- es la idea de un mundo de dependencias y cuidados recíprocos. Si los dioses no existen, somos sujetos iguales, sí, pero también cosas (sin reparación, sustitución o salvación en otro mundo, ni mercantil ni escatológico) y tenemos por ello que prestarnos atención los unos a los otros. Si los dioses no existen, tenemos que juzgarnos los unos a los otros. Si los dioses no existen, tenemos que convencernos los unos a los otros. Eso es la ilustración, la «mayoría de edad» a la que aspiramos desde hace al menos 4.000 años. Y si esa mayoría de edad es incompatible con la tradición y la superstición, lo es también con el capitalismo, cuyo acosmismo radical devuelve al ser humano a la prehistoria, a esa bruma primitiva -tiempo puro, tiempo desnudo, época ininterrumpida- en la que ni siquiera había «sombras interinas» de la razón: ceremonias, mitos, costumbres, liturgias, religiones.

Apenas se pone en marcha, lo primero que reconoce la razón son sus límites: cuidarse, juzgarse, convencerse recíprocamente. Pero este triple imperativo de la razón finita, siempre amenazado desde la superstición y desde el mercado, siempre a punto de sucumbir a la guerra y sus pasillos, sólo puede protegerse en instituciones cuya libertad se ponga ininterrumpidamente a cubierto de toda decisión posterior, privada o colectiva. Eso es democracia; eso es constitución.

El teorema de Pitágoras no era una costumbre griega, la esclavitud sí, pero frente a ella los esclavos, con independencia de que lo supieran o no, fueron siempre sujetos de razón, como el teorema de Pitágoras era verdadero antes de formularlo. El proceso de liberación de los esclavos es histórico; su condición humana no. Y por eso, a despecho de la pertenencia a la propia época, puede haber «mayorías de uno», como decía Henry David Thourau contra la «mayoría democrática esclavista». Y puede haber también situaciones en las que Nadie es la mayoría, hasta que Alguien se atreva a formular -o descubra- lo que siempre ha sido justo. Materialismo histórico quiere decir sencillamente que sólo descubrimos retrospectivamente lo que siempre ha sido así: la igualdad, por ejemplo, de blancos y negros o de hombres y mujeres. Pero una vez que se ha descubierto lo que es justo, ya no puede ser cuestionado; y la única manera de que no sea cuestionado es que se materialice en instituciones sagradas -sagradas no porque procedan de Dios sino porque se sustentan en ese fuera común a todos los seres humanos, en la soberanía tranquila y general de la razón finita. O lo que es lo mismo: en la garantía recíproca de nuestro derecho a ser sujetos sin sujetar al otro y ser objetos sin someterse al otro.

¿Ilustración verosímil? Asamblea, universidad, hospital, tribunal públicos. Todo lo que impida esa humanidad mínima, y todo lo que la amenace, tribu o mercado, religión o modo de producción, debe ser combatido como contrario a la dignidad -y a la supervivencia- del género humano. Por eso, ilustración verosímil, en un mundo sin cosas, en un mundo sin mundo, quiere decir de entrada -revolución económica, reformismo institucional, conservadurismo ontológico- defensa inquebrantable de lo común.



[1] Joseph Roth, La marcha radetzky, Ediciones Edhasa 1989.

[2] Franz Kafka, Josefina la cantora o el pueblo de los ratones, recogido en La Condena, EMECE editores, Buenos Aires 1967.

[3] Blaise Pascal, Pensées, Edition de Seuil, París 1962, pag. 249.

[4] Todas las citas de Günther Anderes peretenecen a Hombre sin mundo, Pre-Textos, Valencia 2007.

[5] De Bernard Stiegler, ver La técnica y el tiempo, Editorial Hiru, Hondarribia 2002; Mécréance et discrédit, Galilée, París 2007; y De la misere symbolique, Galilée, Paris 2005.