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Imágenes de las «catástrofes naturales»: la tormenta Ágata en Centroamérica

Fuentes: Rebelión

Una de las principales representaciones respecto a las catástrofes naturales es que son, precisamente, naturales. Sin embargo, considerarlas de esta forma resulta muy inadecuado. Indudablemente existen eventos de la naturaleza que provocan destrucción y muerte, no obstante, llegado a cierto punto de desarrollo, los efectos que estos eventos de la naturaleza provocan, tienen que ver […]

Una de las principales representaciones respecto a las catástrofes naturales es que son, precisamente, naturales. Sin embargo, considerarlas de esta forma resulta muy inadecuado. Indudablemente existen eventos de la naturaleza que provocan destrucción y muerte, no obstante, llegado a cierto punto de desarrollo, los efectos que estos eventos de la naturaleza provocan, tienen que ver con condiciones sociales que los colectivos humanos han creado. [1]

En otras palabras, fenómenos como las sequías, las inundaciones, las tormentas, los terremotos, etc., son fenómenos de la naturaleza que tienen efectos en función de las condiciones sociales que el hombre ha creado. Se puede comparar, por ejemplo, los efectos del terremoto de Haití con el terremoto de Chile y ver que son enormemente distintos en términos de vidas humanas, que me parece, el criterio último para considerarlos. Esta diferencia tan enorme se explica desde las condiciones sociales que se han dado (o se les ha impuesto) a los países, en función de su inserción en la economía global, pero también en función de otros aspectos de la institucionalidad que se han dado.

La pertinencia de esta observación se ve en lo sucedido recientemente en Centro América (Honduras, El Salvador y especialmente Guatemala) por el paso de la tormenta Ághata. Los efectos de la tormenta son significativamente diferenciados de acuerdo a variables profundamente sociales como la calidad de las construcciones y la ubicación geográfica. No es casual que sean los sectores más pobres y rurales los que resulten mayormente afectados. En los mismos centros urbanos los efectos son distintos. Las precarias construcciones montadas en los terrenos más precarios son los que sufren más los impactos de las lluvias. Traducción: las personas más pobres sufren más en los desastres.

Encima de esto, la respuesta del débil, ineficiente y disminuido Estado existente en estos países es totalmente inadecuada: incapaz de formular políticas y planes de prevención adecuados, así como atender eficientemente los efectos de las catástrofes. Todavía hay proyectos «post Stan» [2] en Guatemala que no han sido terminados.

Si se observa esta situación, es claro que los efectos de una catástrofe tienen relación con las condiciones que en tanto colectivo humano nos damos para vivir. Condiciones que incluyen la organización económica, política y social: nuestras instituciones. Y lo que revelan catástrofes «naturales» como las sequías, terremotos, tormentas, etc., es que en ciertos lugares del mundo, no estamos preparados para afrontarlas, ni parece interesar realmente puesto que no es posible organizar acciones preventivas y respuestas eficaces.

Si fuera un asunto de verdadero interés se podría reducir fuertemente los impactos de estos eventos como sucede en Cuba, país que no es rico pero que afronta de una forma muchísimo más eficiente este tipo de eventos porque, pese a las críticas de siempre, valora la vida de sus habitantes y la protege (basta ver cómo se reacciona frente a huracanes más fuertes que Ághata). Mientras que en las sociedades centroamericanas, los Estados se colocan en función de los intereses del capital y han quedado tan disminuidos que no pueden formular políticas ni dar respuestas adecuadas. [3]

Esta condición profundamente social del impacto de los desastres se ve en dos imágenes que deja Ágatha.

Las más fuerte es la imagen que muestra a cuatro hermanos (menores de 10 años) que murieron por un deslave en una zona pobre, rural e indígena. En la portada de un diario, se observa la fotografía de los niños fallecidos sobre sus ataúdes y los familiares con trajes indígenas que quedaron. Es el desastre que se abate sobre la pobreza, pues en el momento del deslave la madre estaba fuera de su casa trabajando en una tortillería y su pareja se ocupaba de unas láminas sin que tuviera posibilidad de salvar a los pequeños. ¿Qué hace uno con esta imagen? ¿No será, como lo señala en algún lugar S. Alba, que alguna maldición nos castigará por quedar impunes frente a tal visión (pues no podemos hacer nada)?

La otra imagen, que también nos desnuda, fue relatada por una persona que vive en Amatitlán (lugar urbano cercano a un lago). El niño, de unos seis años, avanza dificultosamente por el lodo que cubre las calles. En sus brazos lleva una bolsa de plástico (¿con su ropa?) y un par de zapatos. Avanza dificultosamente. Atrás camina el padre con un televisor en los brazos y una mochila en los hombros. El comentario de quien relata esta imagen es que, en lugar de cargar al hijo, el padre cargaba con el televisor. No quisiera juzgar ni interpretar esta imagen, sino más bien dejarla como un acto de esos que revelan nuestra condición frente a la catástrofe.

Al final, no se puede dar respuesta a estas imágenes. Sólo queda dejar constancia de ellas. [4]



[1] Ahora se habla que también la acción humana ha contribuido a generar ciertas «catástrofes naturales», por la forma suicida de organizar la producción y el consumo y así alterar significativamente el equilibrio natural.

[2] El huracán Stan afectó un área más grande en Centro América y México en 2005.

[3] La destrucción de cosechas que provocó Ágatha originará crisis alimentarias en poco tiempo. El Estado guatemalteco no tiene la institucionalidad necesaria para responder a esta situación. En el gobierno de A. Arzú, se eliminaron los silos estatales que almacenaban granos y podían servir para responder a una emergencia de este tipo.

[4] No obstante, quisiera recordar lo que dice el escritor E. Sábato en boca de Bruno, uno de los personajes de Sobre héroes y tumbas, refiriéndose al hombre: «no está sólo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor…por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.