Fue correcto apoyar a Juan Manuel Santos en las elecciones de 2014. Había que frenar a Uribe. El problema principal en Colombia es salir del conflicto armado en forma negociada. Sin embargo, para acertar se deben identificar los matices de los problemas. Hacerlo permite señalar con precisión los indispensables énfasis. Allí está la esencia de […]
Fue correcto apoyar a Juan Manuel Santos en las elecciones de 2014. Había que frenar a Uribe. El problema principal en Colombia es salir del conflicto armado en forma negociada. Sin embargo, para acertar se deben identificar los matices de los problemas. Hacerlo permite señalar con precisión los indispensables énfasis. Allí está la esencia de la táctica.
Hace 18 meses era necesario convencer a la mayoría de los demócratas de votar por un presidente en ejercicio que no sólo es conocido por ser un representante de la oligarquía colombiana sino que es un político definidamente neoliberal. No era fácil, pero era la única alternativa frente a la posibilidad inminente de que fuera elegido el candidato de Uribe.
Por ello, el énfasis en ese momento y, en los meses siguientes, era mantener ese apoyo político para asegurar el desarrollo de los diálogos, derrotar al «capo de los capos» y superar el escepticismo e incredulidad de los colombianos. Siempre insistiendo en no generar falsas ilusiones en el supuesto «progresismo» y «reformismo» de Santos.
Decíamos que el imperio estadounidense y la casta dominante «nacional» le apuestan a la «paz» -ahora sí en serio-, no por sentimientos altruistas y humanitarios sino por necesidades estratégicas y económicas. Y además, ellos saben que lograron derrotar políticamente a la guerrilla pero que no la pueden acabar por la vía militar. Diversos factores geográficos, económicos, sociales y culturales facilitan la sobrevivencia de grupos armados ilegales.
Igualmente, es un hecho que las FARC cuentan con una base social en regiones donde construyeron relaciones estrechas con campesinos-colonos. En esas zonas ha surgido una burguesía emergente que ha acumulado riqueza surgida de la economía del narcotráfico y de la minería ilegal. La gran burguesía aspira legalizar, bancarizar e integrar ese capital al mercado nacional e internacional.
Esa decisión imperial de respaldar la salida negociada del conflicto armado colombiano se ratifica en abril de 2015 en Panamá. Obama oficializa en el encuentro con Raúl Castro una nueva política para América Latina, de cooperación con Brasil, distensión con Cuba, apoyo a la oposición «moderada» para derrotar al «chavismo» dentro de la institucionalidad venezolana y, en general, aplicar la política del «paternalismo liberal» o del «golpe suave» [1].
Es decir, el verdadero poder detrás del gran capital en Colombia tomó una posición. Es, a la vez, un respaldo y una orden. Uribe a partir de ese momento empieza a diseñar una estrategia, ya no para impedir la firma de los acuerdos, sino para garantizar el tratamiento especial de los militares, funcionarios y personas particulares involucradas en delitos y crímenes relacionados con la guerra, que es la única fórmula para asegurar su impunidad.
Por ello y, por las razones que tienen los dirigentes de las FARC, la terminación del conflicto armado en nuestro país es un hecho. No hay reversa en ese proceso. Y esa situación es muy alentadora para las fuerzas democráticas. Especialmente para las agrupaciones de izquierda que desde el terreno de la civilidad siempre rechazamos por inconveniente la vía armada como método para lograr la democratización del país y la construcción de una nación independiente y autónoma. Así lo demostró la vida.
Pero, desde el momento en que estamos seguros que los acuerdos son una realidad, hay que cambiar el énfasis. Así lo enseña la teoría. Ahora hay que impedir que el gobierno convierta los «la paz» en un engaño para el pueblo. El gobierno intenta limitar las luchas populares a la implementación de los acuerdos e ilusionar con una automática democratización del país que se daría por el sólo efecto de cambiar unas cuantas normas.
En esencia es la misma receta que nos administraron en 1991. Bajo la cobertura de una «muy progresista» constitución política que otorga infinidad de derechos en el papel, la oligarquía colombiana logró -con el concurso de un sector de la izquierda-, implementar su primer paquete neoliberal. Ahora, a la sombra de este nuevo proceso ya iniciaron la aplicación de su segundo paquete, más agresivo, más profundo y letal. Claro… ¡en paz!
Es por esa razón que se debe recoger el cheque en blanco que se le entregó a Santos en mayo de 2014. Hay que sostener el apoyo a la terminación consensuada del conflicto armado pero hacer claridad que ese acuerdo no significa la conquista de una efectiva paz, y que los logros obtenidos por la guerrilla son de aplicación parcial para sus regiones de influencia.
Es indispensable realizar una labor pedagógica y propagandística para aclarar que en esos acuerdos los problemas centrales que sufre la Nación no fueron ni siquiera tratados. Y no podían serlo porque la guerrilla no tenía la correlación de fuerzas suficiente. Además, el presidente Santos ha sido bien claro y reitera a cada rato: «No está en discusión ni se negocia el modelo económico del país ni el carácter del Estado».
La lucha social y política que han convocado sectores de jóvenes en diversas partes del país en contra de las agresivas políticas del gobierno en materia de salario mínimo, nuevos impuestos, costo de la gasolina, privatización de ISAGEN, arrasamiento de nuestra naturaleza a manos de la gran minería y los megaproyectos, situación del sector salud, corrupción, etc., nos marcan la dirección y las tareas del momento.
La consigna de las próximas movilizaciones debe ser bien clara y contundente para impedir que el uribismo juegue al oportunismo: ¡Si a la terminación negociada del conflicto armado pero rechazo total a las políticas «santistas» contra el pueblo!
La izquierda colombiana debe sacudirse y dejar de ser vagón de cola de la burguesía. El «coco uribista» es cosa del pasado. Hay que impedir que la oligarquía ahora instrumentalice la «paz» como logró hacerlo con el conflicto armado. ¡No más miedo!
Notas
[1] Teoría de Cass Sunstein, esposo de Samantha Power, quien es una estadounidense de origen irlandés académica, escritora y diplomática que actualmente se desempeña como embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas. Sunstein es el teórico del «golpe suave».
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