En el capítulo II del Manifiesto Comunista, Marx y Engels exponían la necesidad de que los partidos obreros luchasen para imponer, entre otras cosas, impuestos fuertemente progresivos y la creación de un banco estatal que centralizase el crédito. Cuando estalló la gran estafa capitalista que ha dado lugar a esta crisis, muchos creyeron llegada, por […]
En el capítulo II del Manifiesto Comunista, Marx y Engels exponían la necesidad de que los partidos obreros luchasen para imponer, entre otras cosas, impuestos fuertemente progresivos y la creación de un banco estatal que centralizase el crédito. Cuando estalló la gran estafa capitalista que ha dado lugar a esta crisis, muchos creyeron llegada, por fin, la hora de enterrar para siempre las políticas económicas neoconservadoras y retomar otras que apartasen al hombre del camino de la jungla y lo recondujeran al de la justicia social, un camino dónde nadie necesitase ni fuese capaz de pisar a nadie para ser alguien, para sobrevivir con dignidad. El sueño del eterno retorno a la senda del progreso, entendido tal como se hacía hace un siglo, habitó de nuevo entre nosotros por unos meses cuando todo parecía irse al carajo y los Estados enterraban billones de euros en las criptas de los bancos de todo el mundo para evitar el colapso total y conseguir que todo siguiese el rumbo que Dios, que es todopoderoso y el más listo de la clase, tiene señalado en ese cuaderno de bitácora que algunos dicen inescrutable y escrito sobre renglones torcidos, pero que es el más diáfano y comprensible de cuantos ser humano o divino haya escrito: El rumbo de la explotación creciente.
Cuando se llevan años andando por el desierto, los espejismos se hacen cada vez más evidentes, más claros, más reales, y aquellos deseos, aquella furia por volver a leer a Marx y Engels, a Bakunin y Kropotkin, han quedado en eso solamente, en un deseo evanescido al contacto con la realidad que imponen los incontestados dueños del mundo. Era un sueño, un anhelo, una necesidad que latía en el pensamiento de cuantos ansiamos ver desaparecer un sistema esencialmente injusto, cruel y despótico, un sistema basado, sin eufemismos de ningún tipo, en la explotación de la inmensa mayoría de los hombres por una minoría de homínidos desalmados. Hoy, cuando algunos hablan de recuperación económica, de salida del túnel, de brotes verdes, son de nuevo legión los políticos, periodistas y teóricos de la economía que vuelven a hablar de las recetas antiguas, de aquellas recetas que inventó el hombre de Atapuerca y que cobran de nuevo vigor al calor de la indiferencia de los trabajadores, divididos en castas irreconciliables según el nivel de sus ingresos o su posición social, y de la credibilidad que le otorgan los grandes medios de comunicación. Después de lo ocurrido, escuchar a determinados doctores de la iglesia neoconservadora asegurar que la política del actual gobierno es un desastre y que existen otras mucho más modernas y eficaces como las que predican la desregularización total del mercado laboral, la reducción del papel del Estado a la mínima expresión, es decir la del Estado policía al servicio de los más pudientes, o la bajada de impuestos que inevitablemente conlleva privatizaciones y drásticos recortes en las prestaciones sociales básicas, es para liarse a montar barricadas en la Cibeles, en Canaletas o en la calle Mayor de mi pueblo, que se llama Caravaca y tiene por patrona a la Santísima Cruz del Castillo. Yo estaría dispuesto a ir con mis maderos, mis sacos terreros y mis adoquines, pero mucho me temo que nos veríamos unos cuantos, como siempre ocurre, contra las fuerzas del orden y la ley vieja, deseosas de acabar con su trabajo cuanto antes para hacer lo que hace la buena gente: Ver el furbó nuestro de cada día, que es una de las pocas cosas que une a los trabajadores de todas las clases y territorios. De modo que mientras unos cuantos estaríamos a merced de las porras y las armas reglamentarias de la pasma por aquello de la revolución social, los otros, que son los más y, como decía Cervantes, saben que Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos, acallarían nuestros gritos indignados con la euforia inconteniblemente exteriorizada que provocan los goles de Messi, Kaká, Ribery o Fabiano, verdaderas nuevas divinidades de un mundo ateo-confesional.
Y no es que uno sea pesimista respecto al proceso histórico, quiá, ni mucho menos, todo lo contrario. Lo mismo que las especies evolucionan contrariando a Ratzinger, Georges W. Bush, Emilio Botín, José Manuel Lara, Aznar o Kiko Argüello, también lo hacen las sociedades y aunque se pasen periodos abúlicos como el actual, es indudable que dentro de unos años todo esto parecerá un mal sueño y esta etapa todavía primitiva y salvaje de la historia del hombre se verá superada por otra mucho más justa, libre y generosa. No quita esta reflexión para que uno se niegue a ver la realidad en la que vive y afirme, sin ningún género de dudas, que no estamos, ni mucho menos, en vísperas revolucionarias sino todo lo contrario: Pasados los primeros meses del huracán que barrió el mundo esparciendo los depósitos de las letrinas del capital entre todos nosotros, después de haber leído a tanto cándido, bienintencionados unos y malintencionados otros, anunciando el comienzo de una nueva era, de un modelo de sociedad más justa, las cosas han vuelto a su cauce, pero a un cauce diseñado de nuevo por los neoconservadores con los márgenes mucho más estrechos y limitados, un cauce que pretende que cada país tome las medidas que le vengan en gana y saque delantera a los demás aplicando recetas que supongan el traspaso masivo de rentas del trabajo a las del capital, es decir que permitan un aumento exponencial de la explotación de los trabajadores. Así las cosas, y sin dejar de escribir, mientras tenga un sitio dónde hacerlo, ni de luchar por conseguir un mundo más justo, pienso que es preciso poner los pies en la tierra y como decía en otro artículo, centrar los objetivos de quienes defendemos un cambio radical de sistema político, económico, social y cultural en unos cuantos puntos. El primero de ellos, que duda cabe, es el de la educación: No hay cambio si el pueblo no lo quiere y un pueblo analfabeto, como en buena parte lo es el europeo de hoy por muchos títulos universitarios que posea, no quiere cambios de ningún tipo ni saber nada de sus semejantes; el segundo sería, pelear por conseguir un sistema impositivo verdaderamente proporcional y progresivo que acabe con los paraísos fiscales, con las SICAV, con el inmenso fraude provocado por profesionales, empresarios y autónomos, colectivos que declaran unos ingresos medios ridículos que nada tienen que ver con la realidad, y que transforme el IVA en un impuesto también progresivo sobre el valor añadido, es decir sobre el precio que se va añadiendo a las cosas en los diferentes tramos de las cadenas de producción y distribución, consiguiendo de ese modo que deje de ser una alcabala, una sisa, un impuesto regresivo y se transforme en un instrumento útil para la redistribución de la riqueza. Sinceramente les digo que con el cumplimiento de esos tres objetivos en los próximos quince años, uno se daría con un canto en los dientes. Sería una verdadera revolución. Luchemos por ello y no nos dejemos llevar nunca por el desistimiento ni los castillos en el aire que permiten que señores como Goirigolzarri, del BBVA, se lleve, con la ayuda de dios y de los hombres sumisos, una pensión de 3 millones de euros.
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