Los ecologismos reformistas suelen hacer una prédica moralista sobre la necesidad de cambiar los modos de ser sociedad que poseemos hoy día y que amenazan con llevarnos a la extinción.
Esta posición entraña muchas veces un diagnóstico de la sostenibilidad que reduce, por ejemplo, la actitud de las trasnacionales de combustibles fósiles, la agroindustria o la petroquímica a un problema de mezquina ambición de sus dueños y accionistas, que se presentan ante nuestros ojos como unos desalmados o unos fanáticos negacionistas del cambio climático que no dudarán en conducirnos a la destrucción, porque son «malas personas».
Los ecologistas socialistas sabemos que la depredación ecológica es inherente al modo de producción capitalista y que no pueden reducirse sus dinámicas a lo moral o ideológico. El capitalismo impone a sus actores determinadas lógicas de comportamiento que pueden actuar con total indiferencia a la vida, porque es un modo de producción fetichizador, reificador. Antes bien, el origen de muchas de esas conductas, de esas políticas, de esas éticas y de esos discursos ideológicos eco-suicidas, habría que encontrarlo en esas condiciones de reproducción del capital que este impone al todo social, al premiar los valores y comportamientos que le son orgánicos e impugnar y castigar los que no lo son.
¿Qué significa que el capitalismo sea un sistema fetichizador o reificador? De modo muy sucinto, podemos decirle fetichismo a cuando los seres humanos, como sujetos, producimos un objeto material o espiritual, lo creamos, pero «olvidamos» que lo hemos hecho, y entonces comenzamos a atribuirle a ese objeto propiedades y condiciones que no poseía y a actuar en consecuencia. De ese modo lo convertimos en un fetiche, y sin darnos cuenta nos encontramos atrapados y subordinados a la lógica de algo que nosotros mismos hemos creado, que deberíamos poder dominar y no al contrario. Las sociedades humanas están repletas de fetiches: desde algo tan sencillo como un amuleto de buena suerte o una aplicación de redes sociales, hasta objetos tan complejos como el estado, el capital, los dioses o el dinero.
Todos son capaces de subordinarnos a sus lógicas de funcionamiento, a sus racionalidades, y de emplear a los seres humanos como sus medios de realización, en vez de ser ellos medio de realización de los seres humanos. El capitalismo es fetichizador porque subordina todo el funcionamiento social a las necesidades de reproducción ampliada del capital, y para ello no importa si hay que posponer adelantos biomédicos para cuando generen grandes ganancias, si hay que contaminar el planeta, si hay que desatar guerras, o si hay que lanzar toneladas de comida al mar.
Dicen Adorno y Horkheimer que «toda reificación es un olvido»[1]. En el caso del capitalismo, ¿un olvido de qué? Marx explica en El capital que, debido al fetichismo de las mercancías, sus propiedades sociales, como el valor de cambio, nos parecen todo el tiempo propiedades intrínsecas de esas mercancías —lo que hace que, incluso, la condición de mercancía de un producto del trabajo humano parezca algo intrínseco y no social—. Debido a esto el mercado también se presenta ante nosotros como un orden natural, con una lógica propia que se sustrae a la voluntad de cualquier individuo, y en correspondencia todos actuamos, lo que completa la realización del fetiche. Nótese que los fetiches no son simples engaños, sino que entrañan realidades debido a que el modo en que son percibidos por las personas hace que estas realicen «el poder del fetiche» con sus acciones. Para señalar este «olvido» Marx dice: «no lo saben, pero lo hacen». Esa frase cristaliza, en nuestra opinión, gran parte de la tragedia que es el capitalismo.
Quien está leyendo esto se preguntará por qué ocurre ese «olvido». ¿Qué hace al capitalismo especialmente fetichizador con diferencia a otros modos de producción?
El mercado es una institución social que no surgió con el capitalismo. En sociedades con otros modos de producción el mercado existió, aunque, salvo excepciones, siempre fue una instancia marginal de la producción material. Solo en el capitalismo el mercado se convierte en el corazón del funcionamiento social, en la institución estructuradora de todas las otras relaciones sociales.
La generalización del mercado como institución social tiene condiciones de posibilidad y necesidad. Las más importantes son, para Marx, el aislamiento relativo de las unidades productivas y la división social del trabajo. Las economías de la hacienda esclavista clásica o del feudo eran economías cerradas y naturales; si bien era inevitable la división social del trabajo en ellas, la sujeción personal de los productores al todo implicaba que funcionaran como una gran unidad productiva autosuficiente. Estas formas productivas no mercantiles tienen un fuerte basamento en la relación directa entre las personas: la comunidad política y económica coinciden. En el feudo, por ejemplo, el siervo está vinculado a la tierra en que nació y su señor feudal, a quien debe lealtad. En la hacienda esclavista clásica el esclavo está vinculado como propiedad a su dueño. Ambos son brutalmente explotados, pero la relación que poseen con sus condiciones de trabajo es indisoluble e inmediata, lo que hace imposible que se oculte el carácter social de la producción.
En una sociedad en la que el mercado es la institución que media todas las otras relaciones sociales, como es el capitalismo, la relación entre los productores no es directa, inmediata. El mercado aparece como un portal que comunica instancias aisladas de la producción. Podemos decir que el mercado proyecta una imagen de la sociedad en la que las personas aparecen como en las celdas de un monasterio y solo se pueden comunicar entre sí mediante el servicio de un mensajero que es el mercado.
No es casual que haya sido en la modernidad capitalista cuando se desarrolló la noción actual de individuo y el individualismo como doctrina. Este aislamiento es la razón principal de que el carácter social de la producción permanezca oculto en el capitalismo; es la razón principal de ese «olvido», de que «lo hagamos, pero no lo sepamos». Y esto, a su vez, contribuye a que el capitalismo nos domine y no nosotros a él.
No es de extrañar que, en la historia del movimiento comunista y socialista, la toma de control por parte de los seres humanos de sus condiciones de vida sea un horizonte permanente, siendo como es el capitalismo una bestia desbocada que puede responder a determinados susurros, pero que al final del día es indomable. La sociedad poscapitalista se ha postulado, imaginado y ensayado entonces como una en la que ese «caos» de la producción capitalista alcance su fin mediante la dirección consciente de los seres humanos sobre el proceso productivo. Walter Benjamin decía que las revoluciones eran «el manotazo [de la humanidad] hacia el freno de emergencia»[2] del tren en el que viajaba, el tren de la historia que en la época del capitalismo nos dirige hacia el desfiladero.
El propio Che Guevara, mientras estudiaba en el Manual de Economía Política de la Academia de Ciencias soviética el asunto de una posible ley económica fundamental del socialismo, escribió:
«Por otra parte, ¿cuál será esta ley económica fundamental, en el caso de existir? Creo que sí existe y que debe considerarse a la planificación como tal. La planificación debe calificarse como la primera posibilidad humana de regir las fuerzas económicas».[3]
Si leemos el resto del libro con atención comprenderemos que aquí el Che no está diciendo que esta o aquella forma específica de realizar la planificación sea ley alguna de la transición socialista. Antes bien, es muy enfático en el carácter nacional de determinados procedimientos propios de la URSS que no debían postularse como principios generales del socialismo. A lo que se refiere es a la «posibilidad humana de regir las fuerzas económicas».
Para los que entendemos el socialismo como un proceso de progresiva democratización, empoderamiento de las personas en todos los ámbitos de la vida, entre ellos la producción material, no es descabellado marcar la superación del capitalismo en relación a cuánto dominio consciente posee la sociedad en cuestión sobre sus condiciones de reproducción.
Ahora bien, esta perspectiva choca con otras lecturas del mercado y la planificación, y con condicionamientos de la realidad. Se ha postulado no pocas veces la inevitabilidad de la forma mercancía y, por tanto, su eternidad. Nosotros discrepamos en tanto consideramos que la mercancía y la economía mercantil son fenómenos de carácter histórico, no natural, y que, por tanto, poseen condiciones históricas de posibilidad y de necesidad ―como son el aislamiento productivo y la división social del trabajo― que pueden darse o no. No obstante, en el contexto contemporáneo realmente existente no está en el horizonte próximo la superación, al menos, de la división social del trabajo.
En el marco de una transición socialista el problema sería entonces cómo lidiar con el mercado y cómo conjugarlo con la búsqueda de una dirección consciente de la producción.
El debate plan/mercado es falso si se presenta como contradicción entre las planificaciones centralizadas ensayadas y los mercados existentes de esas sociedades. También es falso si se postula como oposición entre la planificación pura y el mercado puro. Pero no es falso si se plantea como la contradicción entre dos racionalidades contrapuestas. El mercado es un espacio con racionalidad propia gracias al fetichismo del cual se convierte, también y a la vez, en causa y consecuencia: funciona de esa manera porque así nos comportamos en él, pero si no nos comportáramos así entonces él dejaría de ser lo que es. Esa racionalidad del mercado está basada precisamente en la no conciencia —«no lo saben, pero lo hacen»—, cuando la racionalidad planificadora busca contrariamente organizar la producción de modo consciente. En la historia de los experimentos socialistas esto ha sido ampliamente discutido, aunque no siempre del mejor modo.
La transición socialista puede ser entendida como ese largo período de convivencia entre las viejas formas mercantiles (incluso capitalistas) de producción social y las formas nuevas que nacen con el sello de una racionalidad diferente. Lo que se oculta tras el debate plan/mercado es la siguiente pregunta:
¿cómo se armonizan en el socialismo dos racionalidades económicas diferentes de tal modo que el avance de la nueva racionalidad se estimule y no se impugne? O, dicho de otro modo: ¿cómo asegurar la reproducción y avance de las nuevas relaciones socialistas de producción? La respuesta de una larga tradición revolucionaria es: con el poder, empleando lo que Michael Lebowitz llama un «modo de regulación socialista».[4]
Cuando en los períodos de establecimiento del capitalismo en distintas regiones y sociedades, las relaciones capitalistas de producción no les parecían naturales a las personas que debían insertase en ellas para satisfacer las necesidades del capital, este empleó el poder de los Estados. Pero el Estado es una maquinaria de despotismo de clase, no puede ser mediante la violencia estatal que se establezcan las relaciones socialistas de producción. En otro lugar Lebowitz dice:
«mientras el capitalismo, que necesita para su reproducción el consentimiento de los trabajadores, puede utilizar el poder coercitivo del Estado para ese propósito, ese recurso es totalmente inconcebible en la sociedad cooperativa basada en la propiedad común de los medios de producción».[5]
En la transición socialista el poder revolucionario tiene la obligación de asegurar la reproducción ampliada del socialismo, de ensanchar los circuitos de reproducción social que no operan bajo la racionalidad del mercado. En Cuba, por ejemplo, la salud, que es también un espacio de producción social, está sustraída a la lógica del mercado. No obstante, el avance de las relaciones capitalistas de producción en nuestra sociedad disputa ese espacio. El modo en que, dinero mediante, se puede acceder a una consulta de un especialista muy solicitado o un tratamiento médico limitado, o el debate que de modo subterráneo se da sobre la parcial privatización de servicios de salud «para el que los pueda pagar», son manifestaciones de esa disputa, son modos en los que el capitalismo cubano intenta «crear su mundo»: eso también es reproducción ampliada del capital. Lo mismo puede ocurrir, por ejemplo, en la educación y en otras esferas de la vida nacional formalmente sustraídas a la lógica del mercado. Si el poder revolucionario sirve para algo es, en primer lugar, para proteger el socialismo de esos embates, asegurar su avance y mantener al capitalismo acotado, controlado, en los corrales dentro de los cuales las actuales condiciones históricas nos obligan a mantenerlo vivo y a alimentarlo.
Este enfrentamiento fuera del plano de la producción material es fácilmente comprensible e imaginable para la mayoría, pero también dentro de este pueden arrancársele espacios y funciones al mercado. ¿Por qué un edificio multifamiliar no puede ser autosuficiente en la ensalada que consume? ¿Cómo lograr que una familia perciba que cultivar sus propios vegetales es progreso y es bienestar, como lo perciben muchos en Europa hoy día? El socialismo es un proyecto civilizatorio, por eso un modo socialista de regulación tiene que comprenderse, no solo como un puñado de normas jurídicas y de políticas económicas, sino —y sobre todo— como una gran batalla de ideas.
La realidad del mundo posterior al derrumbe del campo socialista inclina la balanza, en el caso de Cuba, en favor de las formas mercantiles, y capitalistas, de producción. La supervivencia limita las capacidades de experimentación a gran escala y empuja a apostar por lo «seguro», todo lo que puedan serlo las viejas, «normales» y poco confiables relaciones capitalistas de producción. Eso abre más preguntas.
¿Cuánto pueden convivir formas capitalistas y socialistas de producción social? ¿Cómo pueden convivir? Algunas posiciones resuelven de un plumazo la complejidad de este asunto y asumen que si se «retrocede», retroceso que siempre es con respecto a un marco referencial, ya hay restauración del capitalismo. De esta tendencia provienen ideas como que toda propiedad privada es sinónimo de capitalismo, que lo estatal es lo socialista, etcétera.
Lo peligroso para la transición socialista no está en la mera existencia del mercado o de la propiedad privada capitalista, sino en las consecuencias que supone. Una resultante —otra más— del carácter fetichizador del capitalismo reside en que, al presentarse el funcionamiento de su economía como un orden de naturaleza, no histórico, la ciencia económica que se produce sobre el capitalismo no se percibe a sí misma de un modo historicista, como economía del capitalismo, sino como economía a secas, atemporal, tan exacta e independiente de la historia como pudiera ser la física o la química —o al menos como las comprendemos desde el paradigma cientificista de la modernidad—. En parte esto es lo que se oculta muchas veces tras expresiones como la «inevitabilidad de las leyes del mercado». La academia de economía hegemónica no entiende que su ciencia no solo es ciencia, sino también ideología: la ideología del capital, y que los economistas en todo el mundo son, en su mayoría, ideólogos, sacerdotes del capital, predicadores de sus necesidades, las cuales hacen aparecer como designios incuestionables de la «naturaleza humana» o de la «ciencia». Obviamente existen economistas críticos y heterodoxos, pero es esta economía ortodoxa la que predomina, también en nuestra academia: es ella la que da viajes, becas, publicaciones, acceso a empleos en organismos internacionales, universidades de prestigio, y empresas y bancos multinacionales.
En inglés hay una interesante distinción entre economy y economics. Este último término no se refiere a la organización social de la producción, como sí lo hace el primero, sino que alude a las técnicas, a la administración de la producción, a las políticas económicas. Las técnicas de administración del capitalismo son percibidas como técnicas de administración a secas, pero debemos saber que ellas entrañan un tipo de racionalidad que produce y reproduce el «buen funcionamiento» de la economía… ¡capitalista! En ese sentido repetimos que emplear estas técnicas «olvidando» que entrañan todo lo dicho, es decir, su historia, puede terminar por devorar a un poder cuya intención inicial fuera escapar precisamente del capitalismo:
«Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque. Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca, etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida».[6]
Por otro lado, una administración eminentemente socialista o comunista no existe como escuela económica sistematizada. Esa es una búsqueda que hay que emprender.
Hay pistas en las experiencias tanto del movimiento cooperativista como en otras formas de economía social y solidaria (propiedades comunales, empresas recuperadas…). El fomento de estas relaciones de producción material otras, puede ser el correlato económico de la promoción de una cultura diferente con el énfasis en la solidaridad, la responsabilidad colectiva, en la cooperación, etcétera. También es importante beber de las críticas que se hacen a la planificación centralizada burocrática, los efectos que esto tuvo en Europa del Este, y las propuestas de una planificación democrática y participativa. Esto apunta a superar la idea de la planificación como un proceso técnico que concierne a expertos, y pone en el centro a la planificación como un proceso político de asignación colectiva de recursos y tareas en la sociedad.
En la armonización y comprensión de las dos racionalidades económicas descritas estará la clave del avance de una transición socialista capaz de no perder la claridad de su horizonte y de sortear los obstáculos sin salirse del carril, aun cuando esas maniobras impliquen retroceder. Es preferible retroceder que zozobrar: pero nos está vedado olvidar que se trata de un retroceso y, en cuanto tal, habrá que afrontarlo.
Notas:
[1] Adorno T. y Horkheimer M., Dialéctica de la Ilustración, Valladolid: Editorial Trotta, 1998, p. 275.
[2] Benjamin, Walter, Tesis sobre la historia y otros fragmentos (trad. Bolívar Echeverría), México D.F.: Universidad Autónoma de la Ciudad de México y Editorial Ítaca, 2008, p. 70.
[3] Ernesto Che Guevara, Apuntes críticos a la economía política, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 2003, p. 102.
[4] Michael Lebowitz, La alternativa socialista. El verdadero desarrollo humano,La Habana: Editorial Ciencias Sociales, 2015, p. 103.
[5] Michael Lebowitz, ibid, p. 104.
[6] Ernesto Che Guevara, «El socialismo y el hombre en Cuba», en Justicia Global, La Habana: Ocean Press, 2002, p. 38.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/impugnaci%C3%B3n-y-disputa-en-el-socialismo-cubano-b11f9e4c0bfd
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