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In dubio pro reo: reflexiones en torno a la duda y el poder de juzgar

Fuentes: Rebelión

«Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos, y poder más en todos los negocios el favor que la virtud.» (Fray Luis de Granada: Guía de pecadores, libro 1, parte 3, cap. XXVIII)

Tengo un amigo que hace unos años se enamoró perdidamente de una mujer. Durante todo el tiempo que duró su relación no desaprovechaba ocasión para ensalzar en cualquier conversación sus muchas virtudes tanto físicas como de carácter. Tal era la pasión que demostraba por ella que yo llegué a pensar que aquello tenía que acabar necesariamente en boda. Pero para mi sorpresa este amigo mío me comunicó el abrupto final del idilio transcurridos unos meses. Motivado por mi evidente desconcierto se vio en la obligación de revelarme la causa de tan doloroso acontecimiento. Su novia compaginaba su trabajo con el estudio de la carrera de Derecho, lo que suscitaba la admiración de su enamorado por el esfuerzo y tenacidad que implicaba. En una de las últimas conversaciones de la pareja, haciendo planes para el futuro, él le preguntó a ella qué salida profesional pensaba darle a su título universitario cuando lo obtuviera. Le respondió, con la convicción de quien siente la trascendental llamada de la vocación, que su firme propósito era el de ser jueza. Unos días después mi amigo decidió que ya no era la mujer de su vida. Para él –sujeto de fuertes convicciones éticas; más de uno lo tacharía de radical– una persona cuya vocación es precisamente juzgar presenta en su alma una mácula moral que contamina su existencia entera: la soberbia de quien se cree capaz de algo que es privilegio de los dioses. Lo que paradójicamente no deja de ser un juicio, y de lo más severo, por cierto. Pero mi amigo es así, y la verdadera amistad consiste en la aceptación del otro tal como es, sin juzgar.

Sirva este cuento para colocarnos en la perspectiva de la gravedad –en el sentido de peso– que tiene eso que ciertas personas han convertido en su oficio, no por casualidad ni por curiosidad, sino por una elección que requiere de una gran firmeza de voluntad, ya que el ingreso en la judicatura exige superar el penoso obstáculo de unas muy duras oposiciones. Hasta el punto de que el coste de su preparación en tiempo y en dinero, al ser tan elevado, hace del acceso a la carrera judicial un proceso reservado a una minoría de privilegiados que cuentan con los recursos necesarios; lo que conlleva un sesgo social vinculado a uno ideológico. No se puede decir que el colectivo de los jueces se caracterice por su progresía. Las becas para opositar a juez y fiscal impulsadas por el Gobierno este año que boquea son una parte importante de la reforma para democratizar el acceso a la justicia.

Es un trabajo que por supuesto alguien tiene que hacer; es indiscutible la necesidad de que haya jueces si se quiere mantener los mínimos que permiten sustentar una sociedad civilizada. La condición humana parece imponerlo si se desea mantener dentro de unos límites soportables los comportamientos individuales y colectivos disruptivos de la convivencia. Hay que salvaguardar el orden establecido so pena de sucumbir al caos, lo que sirve de excusa a aquellos que se oponen de principio a los cambios; sobre todo a los cambios radicales, que asocian al exceso, mientras ellos ensalzan la virtud de la moderación, demasiado a menudo la excusa perfecta para no tocar nada que pueda poner en riesgo el mantenimiento de sus privilegios. De modo que existe un talante intrínsecamente conservador en la institución judicial, más aún tratándose de uno de los tres poderes del Estado. Como todo poder, tiende a retroalimentarse a sí mismo y a ser refractario a cualquier pretensión de sometimiento a un examen crítico.

Por todo lo expuesto hasta aquí, que Dios aparte de mí ese cáliz. Mi conciencia no tiene estómago suficiente para ejercer de juez. Estoy seguro de que después de cada sentencia mis digestiones éticas serían de un coste inasumible para mí. Lo sé por el sufrimiento que me causaba el proceso de evaluar a mis alumnos, un ingrediente obligado de mi trabajo docente que siempre me ha disgustado. ¿Cómo librarme del aguijonazo de la duda que entiendo consustancial al juicio? Porque todo juicio, cualquiera que sea su objeto –sobre la verdad, sobre la bondad, sobre la belleza, por citar los tres ámbitos clásicos en los que cabe juzgar– no deja de ser en mayor o menor medida un salto en el vacío. La duda es el síntoma de la conciencia de ese salto, que el prejuicio o la ciega fe anulan.

¿Han visto Doce hombre sin piedad? La película de Sidney Lumet es de 1957. La obra original de Reginald Rose es de tres años antes. Cuenta con varias adaptaciones en España en los años 1959, 1961, siendo la más famosa la de Estudio 1 –el programa de teatro de TVE– de 1973. Los paisanos de más provecta edad la recordarán seguramente por la memorable interpretación de José María Rodero en el papel del miembro del jurado número 8, que en el filme de Lumet corresponde al mítico Henry Fonda. Yo habré visto la película una decena de veces, cada vez que la he utilizado en clase como recurso didáctico.

El argumento es sencillo: un jurado compuesto por doce hombres deben decidir sobre la culpabilidad de un chico que acaba de ser sometido a juicio bajo la acusación de haber asesinado a su padre. Toda la película transcurre entre las cuatro paredes de una sobria sala de deliberación, una estancia filmada en blanco y negro, pero que cobra inusitada vida cuando los doce componentes del jurado entran en ella para dirimir sobre lo que se les ha expuesto en la sala; partiendo, eso sí, de una premisa que el juez ha subrayado antes de permitirles marchar a deliberar: si existe una duda razonable no se debe emitir veredicto de culpabilidad. Es decir, el ancestral axioma penal del derecho romano: in dubio pro reo.

El motor dramático que convierte una historia tan acotada en el espacio y el tiempo, tan poco cinematográfica a priori, en un apasionante drama judicial es el enfrentamiento dialéctico que conduce desde una postura mayoritaria favorable a la declaración de culpabilidad a la decisión final que por unanimidad asume la existencia de una duda razonable y, en consecuencia, el veredicto de no culpable. Cuando los doce miembros del jurado son encerrados en esa habitación sombría en una calurosa tarde del verano neoyorquino la impresión de la mayoría de ellos es que hay poco que discutir: el joven es culpable, sin duda ninguna. Rápidamente se monta una primera votación a mano alzada y, cuando todos confiaban en un rápido veredicto por unanimidad, ¡sorpresa!, el jurado número 8 apuesta por la no culpabilidad, lo que provoca el enfado de no pocos de los asistentes, que lo tienen clarísimo (el título original en inglés es Twelve angry men: hombres enfadados, y no sin piedad, como reza el oficial en castellano). El disidente, sin embargo, declara que tiene una duda razonable, que puede que el chico recién juzgado cometiera el crimen del que se le acusa, pero que él no lo sabe, que ellos tampoco, y que no valen como pruebas prejuicios convertidos en verdades por el abracadabra del sesgo de confirmación. A partir de aquí la historia se construye sobre el sometimiento de las pruebas a lo que el filósofo Karl Popper llamara falsación, un elemento clave del método científico. Se trata no de confirmar lo que el científico cree, su hipótesis, sino de ponerla a prueba para ver si es incorrecta, y en tanto que supere los sucesivos intentos de refutación se la podrá considerar provisionalmente válida.

Lo que vale para la ciencia es igualmente válido para las sociedades constituidas en Estados democráticos de derecho. En el ámbito judicial la falsación se traduce en que no es el acusado el que tiene que probar su inocencia sino quien acusa el que debe probar su culpabilidad. Es una convención ciertamente, pero de gran valor en las sociedades que el mismo Popper llamó abiertas, es decir, no autoritarias. Es el respeto al principio de la presunción de inocencia lo que nos mantiene a salvo de las cazas de brujas, las cuales, en su literalidad, supusieron hace siglos la persecución de miles de mujeres en su mayoría por supuestamente haber perpetrado actos imposibles. En el dominio de la política tenemos el ejemplo paradigmático de la así llamada –en sentido figurado– “caza de brujas” auspiciada por la paranoia anticomunista del macartismo en los Estados Unidos entre 1950 y 1956. Ahora seguramente nos estemos enfrentando a la enésima edición de tamaño delirio colectivo con lo que está ocurriendo a propósito de la inmigración. En todos estos ejemplos, el mismo ingrediente común que obstaculiza el buen juicio: la supremacía del prejuicio sobre la duda razonable.

Doce hombres sin piedad es un excelente recurso didáctico para enseñar lo peligroso de los prejuicios, las trampas de nuestros sesgos, en las que todos podemos caer y caemos más de lo que somos capaces de llegar a ser conscientes, el valor del debate y del sometimiento de nuestras más fuertes convicciones al examen crítico y a la confrontación con la evidencia de los hechos, la importancia de la duda razonable como salvaguarda de un juicio que respete nuestro derecho a la presunción de inocencia, y en definitiva cuán difícil es juzgar a los demás de forma ecuánime.

Tengo que pensar en las moralejas que cabe extraer de esta magnífica película estos días. La esperada sentencia del Tribunal Supremo a propósito de su polémico veredicto relativo al caso del Fiscal General del Estado le pone a uno en la tesitura de tener que digerirlo todo desde el punto de vista de la ética. Y digo y subrayo que se trata de una digestión con perspectiva ética, porque la sentencia será técnicamente impecable de acuerdo con lo que dicta la lógica jurídica –que no lo sé–. Pero hay diversidad de lógicas, cada una con su colección de premisas convencionalmente establecidas como supuestos indiscutibles. Ahora bien, el Tribunal Supremo, como herramienta al servicio de la justicia institucional, debería mostrar respeto por la justicia como valor moral. Toda la ciudadanía debería ser capaz de comprender el sentido ético de una sentencia; en caso contrario, se produce un desdoblamiento esquizoide, siempre traumático, entre la lógica del profesional de la justicia y el ciudadano, que interpreta los fallos emitidos de acuerdo con su intuición moral.

Hay algo que en un momento dado se dice en la película de Lumet que es de aplicación al caso de Álvaro García Ortiz: cuanto más grave es el delito, más poderosas han de ser las pruebas que derriben la duda razonable, que es el muro de protección de la presunción de inocencia. Dicho de otro modo: juzgar –como todo poder, que lo es, del Estado– exige un fuerte sentido de la responsabilidad. En todo acto de juzgar hay un salto, hay un ir más allá de lo evidente; exige interpretación de los hechos y evaluación de los testimonios. En el proceso protagonizado por los jueces del Tribunal Supremo existen indicios de frivolidad y arbitrariedad, ambas incompatibles con esa responsabilidad éticamente exigible. De lo primero podemos traer como prueba la banalización verbal del fallo tras una conferencia impartida en la sede de una de las partes acusadoras: el Colegio de Abogados de Madrid. El audio que lo recoge incluye risas que corresponde al tono frívolo del presidente del tribunal que concluye su charla porque –según él mismo asegura– tiene que irse «a poner la sentencia del fiscal general». La sospecha de arbitrariedad se apodera de uno al no encontrarle explicación lógica a por qué se desprecian los testimonios de varios periodistas que apuntan a una fuente de la filtración distinta al fiscal general mientras que se da valor probatorio a los indicios que lo señalan a él. No se entiende cómo no tiene ninguna consecuencia punitiva la mentira lanzada a la opinión pública por el Jefe del Gabinete de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, haciendo uso de un altavoz institucional, y reconocida ante el propio Tribunal Supremo. Esta sospechosa tolerancia de los jueces ante el descaro de Miguel Ángel Rodríguez mostrado en sede judicial avala una perversa moraleja en términos éticos: vale engañar con tal de vencer a tu oponente.

Respecto a la «convergencia de indicios», sobre la que se sustenta en gran medida la justificación de la sentencia hecha pública, es pertinente echar mano de lo dicho por Carlos Castresana Fernández, jurista de prestigio con una dilatada carrera como fiscal en la que destaca su implicación en el encausamiento penal del dictador chileno Augusto Pinochet. Recién acaba de publicar un libro titulado Bajo las togas con ocasión de lo cual fue entrevistado hace unos días en el programa radiofónico A vivir que son dos días. Al ser preguntado precisamente por el valor de la prueba indiciaria, respondió lo siguiente: «La prueba indiciaria es indispensable. Hay que manejarla bien porque es muy peligrosa. A menudo es el laberinto en el que se pierden demasiadas veces los tribunales. Para condenar tiene que haber varios indicios, plenamente probados, ser independientes entre sí y coherentes, que arrojen una conclusión, solo una, y además, indiscutible, tan sólida como la prueba directa que nos permita descartar la presunción de inocencia. Si persiste una duda razonable, porque no hay suficientemente indicios sólidos, o si estos están en contradicción, entonces no procede más que declarar la no culpabilidad». He aquí expuesto el fundamento de los votos particulares de las dos juezas discrepantes de la sentencia objeto de comentario.

Esta sentencia se suma, además, a una serie de hitos judiciales nada edificantes en un contexto de innegable politización de la justicia. Por refrescar la memoria al respecto: la discutible condena por sedición a los implicados en el Procés, la muy polémica condena a Alberto Rodríguez, diputado de Podemos, que perdió su condición de parlamentario por un delito menor con prueba incriminatoria muy insuficiente, la interpretación creativa de la ley de amnistía que dejaba al margen el delito de malversación. Todo protagonizado por el Tribunal Supremo. De aquí que el catedrático de Derecho procesal Jordi Nieva-Fenoll en un artículo recientemente publicado sostenga: «Es difícil negar que el Tribunal Supremo, con algunas resoluciones, ha estado inspirado de algún modo por la política o ha tomado decisiones, probablemente sin necesidad, que interfieren en esa vida política». A su entender, la sentencia de marras «pasará a la historia como un ejemplo del esfuerzo sobrehumano en justificar lo injustificable».

Para completar este cuadro crítico sobre la judicatura española es ineludible el punto de vista genealógico que nos remite necesariamente a la transición en la justicia tras el final de la dictadura. De su etapa franquista conserva ciertos tics que se debe corregir: resortes autoritarios, falta de transparencia, alergia a la crítica. Por no mencionar que el Consejo General del Poder Judicial no es una institución ni transparente, ni plural, ni democrática, o que existen leyes, como la todavía vigente de procesamiento, obsoletas, pues datan de finales del siglo XIX. Castresana fue taxativo en la entrevista mencionada: «Hay que abrir las puertas y ventanas y ventilar nuestros tribunales». Juzgar es un oficio de dioses que para que lo desempeñen los mortales requiere de fe ciudadana. Quienes lo ejercen deben honrarla guiándose en su práctica por un fuerte sentido. Está en juego la democracia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.