Ser sindicalista es tener una actitud ante la vida. Es apelar a la solidaridad, justicia, equidad y generosidad entre las personas. Es, sencillamente, reivindicar la bondad y la ética humana, como motores de un mundo mejor y más digno. Y actuar en consecuencia. Soy sindicalista y llevo toda mi vida conjugando el verbo indignar. Elegí […]
Ser sindicalista es tener una actitud ante la vida. Es apelar a la solidaridad, justicia, equidad y generosidad entre las personas. Es, sencillamente, reivindicar la bondad y la ética humana, como motores de un mundo mejor y más digno. Y actuar en consecuencia.
Soy sindicalista y llevo toda mi vida conjugando el verbo indignar. Elegí esta opción frente a otras alternativas que me ofrecía el destino y que, probablemente, me hubiesen reportado una mejor vida y eso que algunos denominan «reconocimiento social».
Soy sindicalista porque pienso y siento que es una buena opción para poder pasar por este cruel mundo intentando ayudar a los demás, aunque sólo sea un poco y en el marco de mis posibilidades.
Porque ser sindicalista es tener una actitud ante la vida. Es apelar a la solidaridad, justicia, equidad y generosidad entre las personas. Es, sencillamente, reivindicar la bondad y la ética humana, como motores de un mundo mejor y más digno. Y actuar en consecuencia.
Nunca ha sido fácil ser sindicalista. A muchos les ha costado la vida o la libertad por luchar y conseguir una gran parte de los derechos que la sociedad disfruta y que hoy, más que nunca, se encuentran en peligro.
En el momento actual, la labor diaria, silenciosa, sacrificada y entregada que los sindicalistas realizan para ayudar a la clase trabajadora en los centros de trabajo, en las calles, en las fábricas o en las mesas de negociación, lejos de ser reconocida, es en una gran mayoría de los casos, despreciada y ofendida, además de ser perseguida ilegítimamente en muchos ámbitos empresariales.
En los últimos años, nos encontramos en un contexto social adverso donde, desde múltiples instancias, privadas, públicas y, esencialmente mediáticas, se ha criticado duramente nuestra lucha embarrándola con los adjetivos más inconfesables, abyectos e irresponsables y que, a mi juicio, han contribuido a agredir los más elementales principios democráticos instaurados por nuestra Constitución Española.
Pero no importa. Porque en esta vida es inmoral pasar de puntillas sin echar una mano a nuestros semejantes. Aunque algunos de éstos puedan ofendernos o perseguirnos.
Conjugar el verbo indignar no es suficiente. Hay que comprometerse. Porque siempre ha habido, hay y habrá motivos para la indignación. Y el compromiso es la piedra angular de la lucha, como actitud y acción ante los desafíos de los más poderosos e insaciables.
Por eso soy sindicalista. Porque la indignación y el compromiso no pueden ser flor de un día, ni una marca exclusiva, sino una meta constante que marque tu vida y tus acciones, con responsabilidad y amor.
Salvo en las realizadas en el Gobierno de UCD y por mi minoría de edad, la indignación y el compromiso me llevaron a participar activamente en todas las huelgas de la democracia, convocadas por los sindicatos de clase, en la profunda convicción de que las mismas se hacían en contra de regulaciones lesivas para la clase trabajadora. Es satisfactorio expresar que el resultado de las huelgas de 1998 y de 2002 provocó que los Gobiernos de entonces diesen marcha atrás en esas reformas laborales lesivas.
En estos últimos años, la indignación y el compromiso hicieron que me movilizase en multitud de ocasiones en contra de la ola neoliberal que se ha adueñado de Europa; de la creciente destrucción del Estado de Bienestar, objetivo último de una crisis que me atrevo a denominar premeditada y promovida por la especulación financiera; de la preeminencia y abusos de la Banca amparada por la ausencia pretendida de regulación y control; de la pasividad y permisividad de la clase política que atiende más a los mercados que a los ciudadanos a los que se debe; de la destrucción paulatina de derechos, a los que se comienza a denominar privilegios, en contra de la clase trabajadora y de la ciudadanía; de la manipulación mediática que subliminalmente está generando odio y nos está enfrentando a todos contra todos, sin que nos demos cuenta; de la creciente destrucción de empleo y de las dramáticas consecuencias humanas que está ocasionando, sin que ninguna receta austera haya demostrado su bondad y sí su crueldad.
La indignación y el compromiso me llevaron, en junio de 2010, a movilizarme y ponerme en huelga cuando, hace poco más de un año, el Gobierno de la Nación anunció sus primeros recortes, congelando las ya de por sí exiguas pensiones y minorando el salario de empleados públicos que, en su mayoría, no alcanzaban los mil euros brutos de retribución.
La indignación y el compromiso me impulsaron, en septiembre de 2010, a realizar una huelga como consecuencia de la aprobación unilateral por parte del Gobierno de una de las regulaciones más restrictivas de derechos en materia de mercado del trabajo.
La indignación y el compromiso provocaron que mi firma se estampase en una Iniciativa Legislativa Popular cuyo contenido revertía la contrarreforma del mercado del trabajo aprobada por el Ejecutivo y que fue presentada para su tramitación ante el Parlamento, el pasado mes de junio de 2011.
Y como yo, miles y miles de sindicalistas sienten, día a día, esa indignación y ese compromiso que les hace luchar por un mundo más equitativo y justo para todos. Desde aquí, manifiesto mi más absoluto respeto y admiración por su constante labor humana, responsable y solidaria.
Sumar, no restar, es lo que importa. No dejemos que los árboles nos impidan ver el bosque. Cuando existen objetivos comunes, la UNIÓN hace la fuerza. No despreciemos, sin más, aquello que mediática o interesadamente nos han dicho que es malo y no sirve. No pensemos aquello que quieren que pensemos.
Porque existe un motivo de fondo, magistralmente velado, en esta ola de involución y exterminación del Estado de Bienestar: la destrucción del sindicalismo de clase. Simplemente, porque éste es la última frontera legítima y democrática que existe entre los trabajadores y la voracidad de los mercados especulativos. El único obstáculo que queda por eliminar una vez que el poder político se ha sometido a sus dictados.
Reflexionemos. Tengamos altura de miras y abandonemos los dogmas disfrazados de dignidad y libertad. Porque al final, en este cruel escenario, sus impulsores harán todo lo posible para dividir y, posteriormente, destruir. Y así, vencerán.
De todos nosotros depende estar a la altura de unos tiempos adversos donde el enemigo juega con nuestras voluntades, vidas y vanidades. No caigamos en su trampa. Nuestro pasado, presente y futuro se lo merecen. Una mejor democracia es posible.
Yolanda Palomo del Castillo. Sindicalista y jurista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.