La Cristina me caía a mí mejor que la otra, es decir, que la… Bueno, eso, dejémoslo ahí. En su día los medios la vendieron como una joven hacendosa con su puesto de trabajo allí, en La Caixa. Pensé que podría ser como una de esas princesas noruegas que salen a hacer la compra en […]
La Cristina me caía a mí mejor que la otra, es decir, que la… Bueno, eso, dejémoslo ahí. En su día los medios la vendieron como una joven hacendosa con su puesto de trabajo allí, en La Caixa. Pensé que podría ser como una de esas princesas noruegas que salen a hacer la compra en bicicleta, sin escolta. Pero todo era imagen. Por su despacho solo ha debido pasar para hacerse fotos y a día de hoy hasta el ratón de su ordenador es un completo desconocido para ella.
¿Y qué decir de él, de ese chavalote que despide salud y aparenta no haber roto nunca un plato, de ese noble deportista para quien lo importante no es ganar, sino competir? También parecía mejorar al otro, al Madrichalar, si bien eso tampoco quería decir mucho. Cuando se casó, el diario Egin dio la noticia en un recuadro de dos centímetros por dos reseñando: «El deportista vasco Urdangarín se casa». Ni pío sobre su señora o su suegro. ¡Qué poca consideración! Los medios vendieron una imagen de parejita modosa y sencilla y muchos picamos. No escarmentamos ni a tiros.
La siguiente decepción me la llevé con la directora de cine Pilar Miró. La Casa Real le propuso hacerse cargo de la transmisión de la ceremonia de la boda y ella aceptó. Aquello fue algo en plan inauguración de Juegos Olímpicos y visita del Papa, todo a la vez. Sencillamente vomitivo. En mi ranking particular la pasé de la casilla «a» de personas admiradas a la de la «p» de pesebreras. Me parecía imposible que quien había dirigido «El crimen de Cuenca» se prestara ahora a estas horteras fastuosidades. La vida te da sorpresas.
Pues bien, lo de ahora está superando a lo de la boda. Hemos estado quince días en los que la noticia sobre si la infanta iba a bajar andando o en coche la rampa que conduce a los Juzgados de Palma ha sido primera noticia en editoriales, noticieros y tertulias. Ni siquiera el último tramo del paseo de María Antonieta y Luis XVI antes de ser guillotinados despertó tanta expectación en los telediarios de la época. Basura informativa, vamos.
Pero volvamos al juicio de la infanta. Para exculparla de los turbios negocios compartidos con su marido, dice su defensa que desconocía todo sobre ellos por razón de su «fe en el matrimonio» y el «amor que sentía por él». Ella firmaba todo lo que su amantísimo Iñaki le ponía delante sin enterarse de nada, pues su amor era ciego y esa ceguera le afectaba también a la hora de rellenar la declaración del IRPF. Y al decir eso, la infanta ni siquiera se ha ruborizado, pues para eso hay que tener la sangre roja y la suya es azul.
Hace poco más de un año el prestigioso diario The New York Times (¿por qué se utiliza el adjetivo «prestigioso» para hablar de la prensa extranjera y no de la de aquí?) calculaba el patrimonio del rey Juan Carlos en unos 1.800 millones de euros, afirmando que se trataba de una «fortuna opaca». Lo decía, más que nada, porque cuando fue nombrado sucesor de Franco, accedió al cargo con poco más que una mano por delante y otra por detrás, ya que la paga que le daba su padre no le daba para ahorrar mucho.
Para el diario, era «un secreto cómo ha amasado su considerable riqueza personal» hasta situarse en la lista mundial Forbes, de millonarios, entre las primeras fortunas reales europeas. Porque, claro está, con los escasos 8 millones de presupuesto para toda la Casa Real, llegar a los 1.800 actuales exige tener unas muy altas habilidades en el terreno de los negocios.
Como es lógico, las explicaciones que, caso de darlas, pudiera dar el propio rey para aclarar lo anterior (según la ley no está obligado a dar cuenta alguna de su patrimonio) no pueden tener mucha credibilidad. Quien en su día juró ante Dios y los Santos Evangelios «lealtad a su excelencia el Jefe del Estado -es decir, el genocida Franco- y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino» y después se ha autoaireado como paladín de la democracia, no resulta muy de fiar.
¿Y qué decir de quien desde 1968 ha sido presidente de honor de la ONG WWF, protectora de los animales, y no ha tenido empacho alguno en pluriociosear su cargo con la participación en safaris, en Bostwana, abatiendo elefantes africanos en peligro de extinción a 30.000 euros la pieza? Luego, claro está, como le pillaron en fuera de juego, soltó entre pucheritos aquella trabajada frase que tanto nos conmovió: «Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir». Los de la ONG no le creyeron y le botaron de la presidencia. No era para menos.
Por primera vez en la historia de la familia real se anuncia el desglose de los ingresos públicos (sueldos más gastos) asignados a cada uno de ellos: el rey Juan Carlos, 292.752 euros; la reina Sofía, 131.739 euros; el príncipe Felipe, 146.376 euros y la princesa Letizia, 102.464 euros. Claro está, al margen de lo que se piense de estos sueldos, es evidente que con ellos no da ni de coña para que el patrimonio de uno alcance los 1.800 millones de euros. La explicación habrá que buscarla pues en las cordiales relaciones -llamémoslas así- que el monarca ha mantenido desde siempre con los grandes prebostes de la Banca española y las satrapías petroleras del Golfo Pérsico.
Tras la declaración de la infanta ante el juez Castro me he hartado de leer y oír en todo tipo de medios que su respuesta a las seis horas de interrogatorios se han resumido en una sola idea: ella tenía plena confianza en su marido y desconocía todo lo que éste hacía. En cualquier caso, si mal no lo he aprendido en la carrera de Derecho, la confianza plena en el pichurri conyugal no es eximente penal alguna. Pero igual cuela, ¡vaya vd. a saber!
De todas maneras, visto lo visto, hay una pregunta que queda en el aire. Caso de que la infanta sea declarada responsable y condenada por los delitos de fraude fiscal y blanqueo de capitales, ¿cuál puede ser la explicación de su conducta, el amor ciego que profesaba a su consorte o la cosa era más bien genética y le venía de casa? La respuesta está en el viento, que diría Dylan.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.