Durante tres años unas veinte personas han estado reuniéndose, leyendo, investigando, discutiendo, para hacer un informe. Son hombres y mujeres de diversas profesiones y, como en el poema de Borges Los conjurados, han tomado la extraña resolución de ser razonables. La materia de la que versa su informe tiene un nombre conocido y una improbable […]
Durante tres años unas veinte personas han estado reuniéndose, leyendo, investigando, discutiendo, para hacer un informe. Son hombres y mujeres de diversas profesiones y, como en el poema de Borges Los conjurados, han tomado la extraña resolución de ser razonables. La materia de la que versa su informe tiene un nombre conocido y una improbable definición. El nombre: libros de texto. La definición: ese lugar en donde unas generaciones dejan constancia de lo que a su entender debieran conocer las siguientes. No de todo lo que debieran conocer, pero sí de lo imprescindible, del punto de partida, el mínimo común denominador de una sociedad.
Han escogido 60 libros de sexto de Primaria y de primero de Bachillerato. Distintas editoriales y las siguientes materias: Idiomas, Matemáticas, Historia, Lengua y Literatura, Conocimiento del Medio, Griego y Latín, Física y Química, Religión, Biología y Geología, Economía, Música, Ciencia, Tecnología y Sociedad, Filosofía, Plástica y Educación Física. No han hecho un estudio comparativo entre las editoriales, no se han ocupado de la calidad o del nivel, ni siquiera de los contenidos. Lo que han analizado es lo que esos libros cuentan con esos contenidos. Y no lo que cuentan acerca de las matemáticas, o de la Historia o del inglés, sino lo que cuentan de la Tierra.
Cuando en un libro de matemáticas se pone un ejercicio sobre cuánto cuesta el equipo de montar en bici de Roberto, equipo que, por cierto, cuesta, sin contar la bici, 156,87 euros, y cuando la gran mayoría de problemas aritméticos versan sobre compras de ese tipo, no sólo se cuenta cómo se suman euros. También se cuentan cosas que tienen que ver con el sentido de lo necesario, lo útil, lo raro, lo normal.
Dicen que a las personas que viven en una isla les es más fácil imaginar en dónde viven, comprender qué significa agostar un suelo o arrasar una costa. Quienes vivimos en continentes tendemos a pensar aún que la Tierra es plana y que, una vez destrozados estos 100 kilómetros, siempre habrá otros 100 kilómetros siguientes. Olvidamos que la Tierra es también una isla, contiene el delicado equilibrio de la vida y flota, redonda y azul como una naranja, entre millones de otras islas en donde no hay vida ni podría llegar a haberla, o acaso en alguna sí la haya pero estará muy lejos.
En el informe (www.ecologistasenaccion.org/IMG/pdf/Informe_curriculum.pdf) se estudia lo que transmiten los libros de texto sobre la sostenibilidad, esto es, sobre qué hacer para que siga habiendo vida en la Tierra, incluida la vida humana. Sobre si, por ejemplo, lograremos alimentarnos de, diríamos, los intereses de la naturaleza y no del capital, puesto que una vez consumido el capital de la naturaleza ya no habrá más alimento.
Todavía resulta difícil hablar de esto. Los ecologistas son los mensajeros y aunque en principio nadie quiere matarles pues se le considera amantes de las hayas y otras criaturas benignas, el mensaje que portan no es grato. Hace algunos años optamos por pensar que los mensajeros eran unos extravagantes. Como quien recopila todas las referencias a cierto actor de cine mudo, ellos y ellas comían galletas integrales y contaban que se iban a derretir los Polos. Ahora el cambio climático, el agotamiento de los recursos, los errores fruto de la tecnología, la toxicidad de los metales pesados y tantas otras cosas forman parte la vida diaria. En lo que les conozco, debo decir que los ecologistas no se alegran de tener razón. Habrían preferido que la suciedad no se acumulase, que vivir mejor con menos fuera lo habitual y la equidad, un principio aceptado y vivido en cada vida humana.
No sólo lo habrían preferido sino que lo prefieren. Trabajan para que así sea y algunos y algunas se reúnen, discuten y argumentan, y después escriben un informe en donde dicen que los libros de textos no contienen apenas fotografías de lugares, mapas físicos, mapas lumínicos, imágenes que permitan ver en qué se ha convertido esa especie de gran superficie verde y ocre con que durante mucho tiempo se han representado los continentes. Y junto a lo que no se muestra, dicen, aún es más significativo aquello de lo que no se habla.
Los libros de texto no hablan de «las multinacionales [con la excepción de dos libros], el reparto del poder, las culturas arrasadas, las aportaciones de las mujeres, los sindicatos…, los movimientos alternativos (aunque sí las ONG de ayuda), la autosuficiencia, los proyectiles reforzados con uranio, las aficiones de bajo impacto ecológico…, los bancos, la pérdida de soberanía alimentaria, el modo en que se impone la comida basura, las patentes de semillas…, las soluciones colectivas, los dueños y los daños de la televisión…, las cargas de la policía, las mentiras de los libros de texto…».
La cita es más larga pero creo que el fragmento sirve para dar una idea del mundo que se dibuja y el que se niega. Valga, en todo caso, un ejemplo de un libro de Física y Química para condensar el talante general de exaltaciones y silencios: «Durante la Guerra del Golfo, los soldados de EEUU y de otros países aliados pudieron tomar todas sus comidas en las trincheras, calentitas y en cualquier momento, gracias a la tecnología».
A medida que se leen las 184 páginas del informe empezamos a preguntarnos qué sucedería si en los centros escolares los alumnos obtuvieran una imagen del futuro como un lugar no sólo incierto sino posiblemente catastrófico; si fueran conscientes del turbio papel de las grandes corporaciones, de la ausencia de principios que guía la mayor parte de las inversiones económicas y en especial de la ausencia del principio de precaución; si comprendieran que las soluciones individuales nunca son una solución, si se les dejara claro hasta qué punto las decisiones que afectan a su vida diaria, su salud, su ética, su espacio, sus proyectos, les han sido arrebatadas. Es posible que cada año salieran entonces de los colegios y de los institutos alumnos y alumnas más conflictivos, dicho esto en el mejor sentido de la palabra. Si la destrucción avanza habrá de ser bueno, parece, afrontarla, luchar para que no ocurra.
Hace unos días escuché contar a un padre esta escena. Su hijo de 11 años comía un yogur mientras miraba de pie el telediario. Allí se decía que el efecto invernadero provocará el deshielo de la Antártida en 2040. La primera reacción del niño fue calcular su edad y decir con asombro y satisfacción: «¡Yo veré eso!». Pero la noticia seguía y hablaba de los efectos que, algún tiempo después, provocará la desaparición de la capa de hielo en el calentamiento global: inundaciones de ciudades costeras, desplazamientos masivos, extensión de las enfermedades, aumento de los conflictos por lograr recursos, destrucción de ecosistemas, guerras. El gesto del niño fue mudando del encantamiento a la sensación de profunda injusticia por tener que heredar un mundo así.
De acuerdo, es un niño. ¿Es mejor que no sepa, que se entere por los telediarios y que en sus libros de texto le digan, no sólo a niños de 11 años, por cierto, sino también a adolescentes de 16, cosas como: «Los coches funcionarán dentro de muy poco con agua y así no contaminarán el medio ambiente» (Lengua), «Los expertos dicen que todos van a tener acceso a Internet en el año 2020» (Inglés), «La tecnología debe aportar los medios necesarios para satisfacer las necesidades humanas» (Economía), «El teletrabajo permitirá disfrutar de más tiempo libre» (Historia), «Gracias a la clonación se podría conseguir un aumento de la producción y así se podrían paliar deficiencias alimenticias de una parte de la población humana» (Biología y Geología), etcétera?
Resulta difícil defender que los libros de texto enseñen falsedades, verdades a medias, consecuencias sin causas. O decir que es útil, a los 11 y a los 16 años seguir creyendo no ya siquiera en los Reyes Magos, quienes al fin y al cabo estarían en el orden de lo imaginario, sino en que basta con soplar para que el semáforo verde se ponga rojo y así detenga el coche que viene dispuesto a atropellarte. Pero, más allá de esto, tal vez convenga recordar que la carta robada de que trata este informe, la carta que no miramos aunque está ahí, delante de nuestros ojos, no es la carta de lo que vamos a contarle a los adolescentes, sino la de nuestra propia imaginación.
Sucede que la sostenibilidad de la Tierra apenas figura en el conjunto de historias que conocemos, que circulan, que han circulado y han sido soñadas. Éste hecho es apenas un síntoma de cómo la voracidad y la codicia con respecto al planeta y a los seres más débiles tiene hoy mayor potencia que la capacidad de oponer resistencia y reemplazar esa codicia por prácticas diferentes.
Es preciso invertir la relación de fuerzas. Quizá porque lo saben, unas 20 personas organizadas, como muchas otras, en un colectivo de acción ecológica, y por lo tanto política, trabajando en común durante tres años, analizando la imaginación de los libros de texto, discutiéndola y argumentándola, no sólo han producido un informe. Han producido además una historia sobre cómo mantener el delicado equilibrio de la vida, una historia que puede circular y ser soñada y, multiplicándose por otras historias, llegar a ser real.
Belén Gopegui es escritora, autora de obras como
«Lo real» o «El lado frío de la almohada»