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Inmigrantes y derechos

Fuentes: Rebelión

Muchas veces ser inmigrante y circular con total libertad, en los tiempos que corren, puede convertirse en toda una hazaña. Primero porque el propio inmigrante se incomoda, y después incomoda a los muy respetables valedores del orden. Es una imagen habitual ver cómo los agentes de la policía nacional se abalanzan sobre todo aquel cuyos […]

Muchas veces ser inmigrante y circular con total libertad, en los tiempos que corren, puede convertirse en toda una hazaña. Primero porque el propio inmigrante se incomoda, y después incomoda a los muy respetables valedores del orden. Es una imagen habitual ver cómo los agentes de la policía nacional se abalanzan sobre todo aquel cuyos rasgos les resultan poco familiares, para pedirle su documentación con una actitud arrogante, chulesca y despectiva, rozando en muchos casos la xenofobia. Esto ocurre rutinariamente en las estaciones públicas de autobuses y trenes y en las paradas de los metros, también en las vías públicas.

«Señor, en cinco minutos tengo que estar en el trabajo» decía hace unas semanas un joven ecuatoriano en una estación de Valencia, a quien el agente contestó: «yo ya estoy trabajando, será muy breve», la brevedad duró tres cuartos de hora, y del resto ya se encargará el patrón, probablemente obligando al chico a hacer esos tres cuartos de hora acabado el horario del trabajo. «¿Por qué no paran a los demás transeúntes?» preguntó un uruguayo mientras espera su turno de identificación, «esto es un trámite rutinario, le pedimos identificación a quién consideramos que debe identificarse», contestó una agente, «me parece una humillación» se lamentó el chico, «es así en España, usted debe acatar las leyes», replicó la agente, «no me gusta», agregó el uruguayo, «si no le gusta, puede quejarse» intervino un tercer agente, «ya lo estoy haciendo, pero no veo que sirva de algo», añadió el muchacho, «por favor, no discuta con la autoridad» sentenció el mismo agente.

Mientras los policías averiguaban los antecedentes del uruguayo, surgió un conversación entre éste y yo (que esperaba pacientemente mi turno), sobre lo que nos estaba ocurriendo, que ya se ha convertido un hábito de nuestra vida. Intencionadamente hablamos en voz alto, quisimos hacernos oír, aunque de poco sirve eso. Me dijo él que nuestras obligaciones las cumplimos, y nuestros derechos los desconocemos, «siendo uruguayo -le repliqué- supongo que habrás oído o leído lo que Eduardo Galeano repite hasta la saciedad» «¿qué era?», preguntó, «que muchos tenemos pleno derecho a obedecer (todo esto en voz bien alta), y en eso tiene toda la razón, por lo menos ya sabemos alguno de nuestros derechos, que dices desconocer», «cuánta razón le asiste a mi paisano», confesó, «ya puede circular» interrumpió la agente. Pero el chico, en vez de largarse corriendo, esperó hasta que terminó mi trámite.

Cuando me llegó el turno, después de presentar mi documentación, y esperar los tres cuartos de hora, seguía conversando con el colega uruguayo, que insistía en que «estamos obligados a demostrar nuestra inocencia», «cierto, cierto, -agregué-, pero hay que acostumbrarse, tomarlo con filosofía, como si fuera un juego», «¡qué remedio!» añadió con tono resignado el amigo. Los policías se incomodaron doblemente, primero por nuestra presencia, y luego por nuestra conversación. Acabó mi trámite, ya soy limpio. Les di las gracias a los polis, les pedí perdón por trabajar y vivir en España, por ser normal, por no haber delinquido en mi vida. Pero me dio la sensación de que no les sentó bien mi cortesía.