En pleno epicentro de un severo ajuste económico que sacude con fuerza a sectores económicos clave de nuestra región que azota con particular intensidad a los trabajadores inmigrantes, y a pocos meses de que Valencia acoja el congreso de un Partido Popular que ve como se erosiona la capacidad de su líder y la credibilidad […]
En pleno epicentro de un severo ajuste económico que sacude con fuerza a sectores económicos clave de nuestra región que azota con particular intensidad a los trabajadores inmigrantes, y a pocos meses de que Valencia acoja el congreso de un Partido Popular que ve como se erosiona la capacidad de su líder y la credibilidad de un partido que ha perdido dos elecciones generales seguidas, el Gobierno valenciano trata de rescatar una de las propuestas más polémicas y cuestionadas realizadas por el PP en la pasada campaña electoral: el contrato de integración para los inmigrantes. Y posiblemente estos dos hechos sean relevantes para comprender mejor una propuesta tan disparatada en una región como la nuestra.
Bien es cierto que lo que se ha explicado sobre este pintoresco contrato se sitúa en el surrealismo, ya que se dice que será un «compromiso de integración voluntario» por el que los inmigrantes extracomunitarios (es decir, los pobres) deberán asumir el «modelo de convivencia, la escala de valores así como las tradiciones y costumbres valencianas«, mostrando el grado de integración en la sociedad valenciana que éstos están dispuestos a asumir, de forma que «el no cumplimiento del compromiso hace imposible la integración«. ¿Cabe mayor cúmulo de disparates por quien tiene la responsabilidad de favorecer la plena incorporación social y ciudadana de los inmigrantes, por quien tiene que hacer un ejercicio responsable de pedagogía política sobre un fenómeno tan complejo, y por quien tiene que desplegar los dispositivos económicos y técnicos que debieran hacer posible esa supuesta integración? La respuesta es muy sencilla, no vamos a encontrar en toda España ninguna otra comunidad en la que se esté haciendo tanta demagogia con la inmigración, alimentando de forma continua rechazos y discriminaciones injustificadas, al tiempo que las políticas, dispositivos y programas básicos de atención a los inmigrantes brillan por su ausencia.
La propuesta anunciada por el polémico Consejero de Inmigración y Ciudadanía, Rafael Blasco, pretende utilizar de manera oportunista recetas predicadas por la derecha europea que tratan de convertir la inmigración en elemento de discordia y rechazo en la sociedad, alimentando el imaginario colectivo de que los inmigrantes pobres no se integran, no respetan nuestras costumbres y no cumplen nuestras leyes. Es evidente que el minucioso ordenamiento jurídico que existe en España es de aplicación a todas las personas, cualquiera que sea su origen, al tiempo que la legislación sobre extranjería, una parte de la cual fue aprobada por el propio Partido Popular, es de aplicación en el conjunto del Estado, sin que las Comunidades Autónomas puedan ni deban interferir su cumplimiento o legislar en sentido opuesto. Por ello, la propuesta de Blasco es un simple documento voluntario que trata de comprometer algo tan vaporoso como es el respeto de las costumbres valencianas.
De esta forma, este compromiso es ineficaz jurídicamente e inviable socialmente, arrojando sobre la sociedad valenciana la idea de que los inmigrantes extracomunitarios, procedentes fundamentalmente de países pobres, están poniendo en peligro nuestras costumbres y tradiciones. La propuesta no deja de ser paradójica, ya que si a Blasco le preocupan los espacios de segregación y autoexclusión de inmigrantes, o el mantenimiento de costumbres bárbaras, bueno sería que se diera una vuelta por numerosos municipios de Alicante. Podrá participar en las algaradas que habitualmente protagonizan ingleses o irlandeses donde se ejercitan costumbres como arrojar enseres desde los balcones o ver quien llega al piso más alto lanzando botellas de cerveza. Encontrará urbanizaciones cerradas solo para alemanes o ingleses, donde toda la rotulación es en sus propios idiomas y no se habla una palabra de valenciano o castellano. Incluso podrá visitar pueblos pequeños y hermosos, cuidados con primor por sus vecinos desde hace generaciones, en los que inmigrantes de países comunitarios viven en casas aisladas sin querer hacer vida con sus convecinos, sin respetar los monumentos y espacios más queridos. Claro que todo ello no le preocupa al Conseller Blasco porque sus protagonistas son inmigrantes con dinero, procedentes de países ricos, mientras que es mucho más rentable políticamente arremeter contra los pobres que siempre aguantan todo sin rechistar.
Parece, cuanto menos irresponsable, que quienes exigen a los inmigrantes el respeto y la adaptación a algo tan difuso como los rituales y costumbres de nuestro país hagan dejación de sus obligaciones más elementales en materia de integración y ciudadanía, impidiendo con ello el ejercicio de derechos básicos. Por ello, en la Comunidad Valenciana, el mayor riesgo de exclusión sobre la población inmigrante se deriva precisamente de la carencia de actuaciones e intervenciones básicas sobre este colectivo así como de la utilización irresponsable de la inmigración. Estas deberían ser las preocupaciones reales de un Gobierno y de un Conseller que quisiera trabajar realmente a favor de la cohesión social de la sociedad valenciana.
Carlos Gómez Gil es Doctor en Sociología y Director del Observatorio Permanente de la Inmigración de la UA.