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Inteligencia para una buena vida solidaria: del decir, del hacer y del decir haciendo

Fuentes: Rebelión

>Déjenme que inicie mi intervención con una nota de optimismo y contando tres historias.  La nota de optimismo: los neurólogos siguen avanzando en el conocimiento experimental del cerebro humano y se sabe ahora que los circuitos neuronales activados por algo que se percibe como una injusticia, cualquier injusticia, son, como ha señalado el poeta y […]

>Déjenme que inicie mi intervención con una nota de optimismo y contando tres historias.  La nota de optimismo: los neurólogos siguen avanzando en el conocimiento experimental del cerebro humano y se sabe ahora que los circuitos neuronales activados por algo que se percibe como una injusticia, cualquier injusticia, son, como ha señalado el poeta y ecologista Jorge Riechmann, «los mismos que están asociados con la repugnancia, el puro asco físico, que a todos nos produce la ingesta de alimentos en descomposición o la fetidez de unos calcetines sucios».

 Es buena señal, no estamos hechos con malos cimientos bioquímicos. También es sabido que los seres humanos poseemos un radar de infantes, una sensibilidad extrema ante los rasgos en animales o en objetos que recuerdan los de un bebé y que da lugar a una reacción automática de afecto y protección (la publicidad conoce el tema).

 Las tres historias. No les extrañará que en este año mozartiano, que sin duda es un pleonasmo, les recuerde un breve paso de La flauta mágica. El siguiente:  Comoquiera que las pruebas a las que va a ser sometido Tamino entrañan enormes dificultades, el primer sacerdote del Templo, temeroso de que no sea capaz de superarlas, pregunta inquieto al gran Sarastro: «¿Soportará Tamino las duras pruebas que le aguardan?». Y añade: «No lo olvides: es un príncipe». Sarastro, sin pensárselo dos veces, le rectifica inmediatamente, en apenas un nanosegundo: «¡Más todavía! ¡No sólo es un príncipe, es un ser humano!».  El segundo apunte es menos musical y nos traslada a Noruega. Mi fuente es un artículo de El País de 7 de febrero de 2006. Un paciente muy anciano, poco antes de fallecer, comentó a su médico que la mujer que venía cada mañana a limpiar su habitación era un poco extraña. ¿Por qué?, le preguntó el médico. ¿Qué quiere usted decir con extraña? Pues que viene cada día pero no limpia nada. ¿Qué hace entonces?, inquirió nuevamente el médico. «Simplemente, se sienta a mi lado, me coge de la mano y me acompaña. ¡Le agradezco tanto lo que hace! La quiero». El médico noruego comentaba: «Probablemente esta mujer que se encuentra entre los empleados de este hospital con menor educación y salario, y que no hace el trabajo por el que se le paga, demuestra tanta o más competencia que cualquier otro ya que da al paciente que se está muriendo lo que más necesita». Se lo señalo: el médico es médica y, además, se lo recuerdo, es noruega.  La tercera historia tiene que ver con el color del dinero y con la enseñanza de la Ética en la Escuela de Negocios de Harvard. Como fuente un artículo del The Washington Post, de agosto de 2002, de Amitai Etzioni, que precisamente fue profesor de Ética en la HBS entre 1987 y 1989. Cuenta Etzioni que un estudio de Aspen sobre 2.000 graduados de las principales trece escuelas de negocios norteamericanas halló que la educación en estas instituciones no sólo falla en mejorar los valores morales, la inteligencia y capacidad éticas de los estudiantes, sino que la deteriora. Así, el porcentaje de los estudiantes que creen que la maximización del valor de los accionistas de las empresas es la principal responsabilidad de una corporación, sea cual sea (insisto: sea cual sea) el medio utilizado para ello, crece del 68% entre los alumnos de ingreso al 82% al finalizar el primer año. Conjeturen, intentando el sosiego, el porcentaje de los que piensan así al finalizar sus estudios en Harvard.  Aún más, en otra investigación posterior, los estudiantes fueron consultados sobre la siguiente cuestión de claro marchamo ético: existiendo un 1% -sólo un mísero 1%- de probabilidades de ser detectados y enviados a prisión por un año, ¿intentarían a pesar de ello realizar un acto no ya inmoral sino netamente ilegal que podría reportarles a ellos y a su compañía ganancias de más de 100.000 dólares? ¡Más del 34%, más de 1/3, respondió afirmativamente!  Acaso podemos convenir que el breve comentario de aquel sacerdote mozartiano, con saber y sabor ilustrados, la inmediatez y veracidad de su decir, es prueba de inteligencia y prudencia éticas. Del comentario de la amiga noruega, qué decir aparte de que las varias inteligencias -si es permitido hablar así- pueden alimentarse mutuamente, para bien del propio sujeto y de la comunidad en general. El tercer ejemplo se comenta por sí mismo: horror, terror y pavor.  Así, pues, por si hiciera falta una prueba inicial de existencia, por si fuera necesario justificar que el asunto del que estamos hablando tiene pobladores, que no es un insignificante conjunto vacío, hay en lo dicho un ejemplo claro de que en los humanos, aunque sean humanos tan singulares como el sacerdote masónico de una ópera deslumbrante, puede darse la inteligencia ética (no aislada) aunque, como el tercer ejemplo señala, ese tipo de inteligencia no esté siempre muy extendida y a veces, en determinados núcleos, se presente en franco deterioro. En el límite, cercana a cero.  Sobre este tema quiere hablarles pero, lo admito, no voy a poder decirles nada sustantivo, no voy a poder defender ninguna tesis original; más bien voy a mostrarles mis inquietudes y algunas de mis provisionales creencias, recordando, inicialmente, que nuestra tradición cultural (la que toma su origen en la Grecia clásica), o una de nuestras tradiciones, nació fusionando dos vías, una, si quieren, más intelectual, teorética, y otra de orden más bien moral. Si pensamos en el mito de la caverna, en aquellas personas encadenadas al fondo de aquella oscura cueva, en el instante en que son desencadenadas y vueltas hacia la luz, se enfrentan ante un instante estrictamente moral: seguir avanzando a pesar de que les queman los ojos y quedan cegados, o bien pararse, volverse a mirar aquello que les tranquilizaba, lo que ya sabían desde antiguo, seguir en la situación a la que estaban acostumbrados; momento, dilema este, que no es intelectual sino moral, de decisión, e incluso, en algunas interpretaciones de la tradición platónica (la tradición plotiniana, por ejemplo) religioso, místico.   Pues bien, déjenme hacer dos observaciones más. La primera: la inteligencia emocional es el tema central de estas jornadas, y yo no sólo no voy a hablar de ello, sino que incluso no creo que sea correcto subsumir el tema de ésta i.e., la ética, dentro de la otra i.e, la emocional, o a la inversa, aunque sin duda haya interrelaciones: puede admitirse sin riesgos visibles que una persona con alta y cuidada inteligencia emocional pueda ser también una persona con comportamientos inteligentes en el ámbito ético pero no veo ninguna implicación necesaria en ello.  Aún más, una teoría filosófica que relaciona directa, casi biyectivamente, el mundo ético con el mundo de las emociones -el emotivismo ético- no es un santo al que yo tenga devoción extrema. Yo no creo que los enunciados éticos sean simplemente proposiciones emotivas. Coincidamos o no con ellas, no creo que afirmaciones éticas del tipo «Blair es un primer ministro que ha mentido conscientemente a la ciudadanía británica en repetidas ocasiones y eso no me parece correcto», o «Explotar sin límite no es la mejor forma de comportamiento cívico y humano», sean oraciones que, básicamente, manifiesten sentimientos de índole moral: no son sólo eso aunque pueda haber algo o mucho de ello: valorar, emitir una afirmación ética, no es tan sólo mostrar una emoción, un sentimiento; hay algo más, o puede haber algo más que sentimiento o en emoción en ello.  En segundo lugar, y esto acaso sea más importante para al ámbito de sus emociones, el enfoque de lo que aquí voy a defender básicamente ya está anunciado desde hace ahora unos 350 años (concretamente, 342) por John Milton, quien en aquel lejano 1664 sostuvo: «Allí donde existe mucho deseo de aprender, habrá inevitablemente muchos debates, muchos escritos, muchas opiniones; ya que la opinión no es más que conocimiento en proceso (…) Seguir buscando aquello que no sabemos a través de lo que sabemos; seguir amando la verdad con la verdad a medida que la encontramos. Esto es lo que compone la mejor de las armonías, y no la unión forzada y externa de mentes frías, neutrales e internamente divididas».  Hasta aquí Milton y hasta aquí lo que voy a intentar defender, con algún énfasis en planos no meramente teóricos sino prácticos, de interrelación, bajo el presupuesto, fácilmente compartible, de que en el ámbito ético la mejor forma de decir es hacer; incluso, si me apuran, que la única forma de decir es hacer. El parloteo, aquí, está de más.  Si ustedes miran en San Google verán que el número de entradas sobre el tema es casi infinito. En una de las búsquedas, se señalaban unas 630.000 entradas sobre el tema. Se lo confieso con rubor, pero ustedes me entenderán: no las he podido leer todas. En una de ellas, en un texto de Salvador Robles Mira, se afirma:  «Un cambio en la idea que se tiene de la inteligencia provoca un cambio en toda la cultura. La inteligencia de la que se habla en este libro no es la que nos permite obtener matrículas y sobresalientes, o resolver problemas teóricos, o escalar hasta la cúspide de la pirámide social. A veces, también es eso, pero generalmente no necesita de situaciones tan extremas para manifestarse. La inteligencia vital es la que, encarnada en traje de faena, sale al encuentro de la realidad para hacer la vida más digna de ser vivida. Es una inteligencia ética que se preocupa por la felicidad del otro. «Tu felicidad es mi felicidad, mi felicidad es tu felicidad». La felicidad, como la verdad, no es una cuestión personal. Es una cuestión que afecta a la humanidad. La inteligencia vital lo sabe y actúa. Los problemas verdaderamente importantes, existenciales, a diferencia de los matemáticos, no tienen una solución forjada de antemano, la solución se crea en la práctica. Los inteligentes vitales -libres, responsables, empáticos, autodidactas, solidarios, bondadosos – lo saben y obran en consecuencia».  Pasemos por alto lo que el autor señala de los problemas matemáticos que, sin atisbo posible de duda, está lejos de cualquier consideración informada y veraz sobre el tema, o su discutible creencia de que en ética no hay problemas estrictamente teóricos. Aparcados estos puntos, creo que acierta plenamente en varias cuestiones:  1. Que la inteligencia ética tiene que ver con la dignidad de la vida, tenga o no mercado publicitario este tema y sea éste un concepto de difícil definición, aunque sea una categoría altamente borrosa.  2. Que la inteligencia ética tiene también que ver con la felicidad, por muy polisémica que pueda ser esta noción (y admitiendo que tenga también que ver con otros temas clásicos: con el deber, con la responsabilidad, con la bondad).  3. Que la inteligencia ética nos lleva inmediatamente a la relación con los otros: una mónada aislada, un ser absolutamente separado, acaso no tenga necesidad de cultivar ese tipo de inteligencia, aunque, por otra parte, ya el trato que uno dispensa a sí mismo también tiene, o puede tener, connotaciones éticas, por no hablar de la forma de relacionarse con otras especies vivas no humanas, que también debe estar incluidas de nuestro ámbito ético hasta ahora muy humano, demasiado humano.  Y en cuarto lugar, que lo que llamamos inteligencia ética tiene que ver con la vida, con la acción, con la práctica, por usar una palabra hoy en desuso, que, como el autor señala, exige que nos pongamos prendas de trabajo, no traje festivo, aunque esta tarea también pueda ser gozosa.  La palabra ‘práctica’ viene utilizándose por los filósofos desde la época antigua. Señalan con ella el campo de la acción social, el ámbito de las relaciones entre los seres humanos. Así, el mismo Aristóteles en su clásica división del saber habló de ciencias teóricas, prácticas y poéticas -theorein, praxis, poiesis-. Es posible, con los matices que se quieran, que entre los griegos se considerara que la teoría, el conocimiento contemplativo, era superior a la acción práctica (indudable sesgo patricio de su epistemología), pero ello no fue impedimento para que la filosofía práctica de la civilización antigua estuviera muy desarrollada y fuera extraordinariamente refinada. De ellos hemos heredado una sabia delimitación: el objetivo de la práctica humana, a partir de la vida moral, es el logro de la felicidad, de la vida buena. Sobre ello tres consideraciones:  1. Que la filosofía occidental, la filosofía que continúa la tradición griega, si bien se inicia preguntándose por el origen y composición de todo lo existente, la pregunta por el arjé, por el principio, cuestiones pues de filosofía natural, de física si se quiere, tiene muy presente desde el principio la reflexión y el cultivo de la inteligencia ética. Por ejemplo, el famoso aforismo de Heráclito -«El saber muchas cosas dispersas no enseña sabiduría, no nos hace sabios»- es un excelente consejo para el cultivo de este tipo de inteligencia.  2. En la clasificación aristotélica, se priorice o no el saber contemplativo, se habla de ciencias prácticas, de saber, de conocimiento en el ámbito moral y en el ámbito político. No es cuestión sólo de probar, de intuición, de citas a ciegas, de moverse sin norte ni guía, sino que podemos saber, aprender y transmitir sobre estas áreas, aunque las formas de adquisición y transmisión de ese saber puedan ser distintas y acaso no tan unívocas como en ámbitos pura o estrictamente teóricos.  3. El mismo Aristóteles, y seguramente otros muchos más, ya vio la dificultad de este campo y su misma singularidad: uno puede estudiar las propiedades de la suma de los ángulos externos de un triángulo euclidiano, pero no por ello pretende ser un triángulo, o incluso puede no tener ninguna intención de construir un objeto que cumpla esas propiedades o de usar ese saber geométrico en alguna ocasión, sin embargo, en el caso de la ética, las cuestiones que importan no son meramente teoréticas: no queremos saber qué es la virtud por tomar nota, por tener un ítem más en nuestro currículum epistémico o por tener un apunte sobre ello, sino porque aspiramos a ser buenos, porque deseamos practicar la virtud. El autor de la Etica a Nicómaco lo expresó así: «No se trata meramente de saber definir la virtud sino de ser virtuosos». That´s the question.  Entonces, si nuestra tradición ética es tan antigua como acabamos de señalar, ¿hay entonces un fuerte desarrollo intelectivo en este ámbito? ¿Sabemos más que los antiguos sobre estos asuntos como sabemos más en el ámbito de la geometría plana o de la física del movimiento? Pues, no siempre. Les pondré un ejemplo actual, actualísimo, de una neta dificultad en este campo de la inteligencia ética. Sea la siguiente reflexión, por ahora anónima. Cito literalmente:   Entre tú y yo, ¿no crees que el Banco Mundial debería fomentar una mayor migración de las industrias contaminantes a los países menos desarrollados? La lógica económica que se esconde tras el vertido de grandes cantidades de residuos tóxicos en el país que menores salarios tenga es impecable y deberíamos reconocerlo… Evidentemente, la preocupación por un agente que provoca un cambio dramático en las posibilidades de sufrir cáncer de próstata será mucho mayor en un país en el que la gente sobrevive lo suficiente como para sufrir cáncer de próstata que en un país en el que la mortalidad infantil es del 200 por mil».  ¿Quién creen que es el autor de esta afirmación? ¿Es acaso, piensan, un texto apócrifo? ¿Una broma estúpida, parte de un juego no menos estúpido, a lo Tarantino y sus secuaces? ¿Es su autor una persona desinformada, cínica, clínicamente estúpida? ¿Militante extremo de una derecha extrema de un pragmatismo ciego en extremo?  Pues, no en principio. El autor no es ningún paniaguado ni ninguna persona desinformada y, desde luego, su decir no es un sarcasmo. No lo interpreten así, aunque les parezca mentira va en serio. Es una propuesta…una propuesta de Lawrence Summers, ex-presidente de la Universidad de Harvard y antiguo economista en jefe del Banco Mundial.    Convendrán conmigo que esta declaración es una prueba, no falsada hasta la fecha, de que una potentísima inteligencia procedimental o incluso teórica, el saber supuestamente excelente por antonomasia, no se corresponde siempre con la sabiduría emocional y, desde luego, con la ética, sea lo que sea lo que ésta pueda ser o cómo la podamos considerar. Puede existir una relación armoniosa entre los ámbitos racional, emocional y ético, pero la posibilidad de desajustes entre los vértices de este triángulo es incuestionable.  Aparte del cinismo, de una falta mínima de visión para la vida o del pragmatismo economicista que no suele tocar nunca la realidad de los seres sobre los que planea o diserta, hay, en mi opinión, otro aspecto que dificulta el desarrollo de la inteligencia ética. El siguiente: el relativismo moral que es moneda corriente, posición asumida, incluso entre gente activa y muy admirable, la creencia de que nada es bueno o malo, que todo depende del color o de la perspectiva con que se contempla.  No comparto ese punto de vista por varios razones y una de ellas es que confunde, sin duda en ocasiones con buenos propósitos, el plano de la aceptación sensible de la diversidad cultural, de las costumbres, de las creencias, de las normas sociales, el ámbito de la diversidad si se quiere, con el ámbito de la valoración. Aunque no pueda ser demostrado con la rotundidad con que puede ser probada la falsedad de la afirmación de que la suma de 5 y 6 es 2006, creo que en el ámbito de la ética también existen afirmaciones verdaderas y no vale la consideración de que todo depende, que esa norma puede ser verdadera para ti pero no tiene por qué serlo para los demás. Por decirlo en términos no dramáticos: yerra tanto quien cree que la meta más alta de la vida de un ser humano -y, por tanto, de la suya o la de sus próximos- es amasar la mayor riqueza posible en el menor tiempo posible, preferentemente haciendo morder el polvo a los demás, como quien cree que Ronaldhino Eto Deco es el nombre de un dramaturgo noruego de vanguardia, recientemente propuesto para el Premio Nóbel de Literatura.  Hay otros dos puntos sobre los que no puedo detenerme pero que valdría la pena señalar:   El primero: es posible que haya personas con poco «oído ético», como hay personas con poco «oído musical», incluso sordas éticamente; si es así, y seguramente es así, hay que reconocer que la tarea no es trivial. Si alguien piensa sin mala intención que Auschwitz es una patraña sin sentido o que Allende fue un asesino de chilenos que merecía su castigo, pues entonces no sé bien qué estrategia puede tener algún éxito; igualmente, si alguien sostiene que la existencia de Auschwitz justifica los asesinatos de Estado selectivos de supuestos terroristas, tampoco en este caso el sendero es plano. Pueden y deben esgrimirse razonamientos e informaciones históricas elementales para combatir posiciones así (la memoria no acuña su moneda en ningún ámbito, menos, mucho menos, en el de la historia), pero lo confieso: la tarea no es tan sencilla como admirar la inmensa labor de Paco Gallardo, el director y amigo de este Instituto en el que celebramos nuestro encuentro.  En segundo lugar: una de las concepciones que afectan más a la reflexión y a la inteligencia ética es un dogma, tomado como afirmación antropológica indiscutible, como postulado esencial por la teoría neoclásica moderna: un agente económico (a veces, sin más matices, un ciudadano) es racional si y sólo si extrema la búsqueda de su beneficio propio en toda circunstancia (sin tener en cuenta ninguna otra consideración esencial). Si la racionalidad es eso, si uno piensa sin discusión posible, como axioma central, que un ser es racional cuando tiene esta norma como norte, pues entonces, como es algo tarde, apagamos la luz y nos deseamos buenas noches sin haber cenado.

 Como todos los decálogos también este puede resumirse. Si eficacia, rendimiento y competitividad, que no dejan de ser tres nociones poliéticas, son los valores supremos sin discusión a los que todo lo demás ha de subordinarse, entonces se ha perdido la partida. Pero, y este es el punto que nos relaciona con la inteligencia ética, en ningún punto, en ningún libro laico o sagrado, ni en un ninguna estrella lejana o cercana, está escrito que éste sea nuestro destino. De hecho, no hay destino. La inteligencia ética es también un procedimiento aconsejable para resistirse a la crueldad y enfrentarse a los crueles.  A toda esta disquisición, por llamarla de algún modo, no se lo oculto, subyace un principio de realismo moral: no hay distinción tajante, en mi opinión, entre enunciados morales y enunciados descriptivos. El campo de la moral no es el reino de la subjetividad incontrolada y, sobre todo, indiscutible, sino también el de la argumentación racional y su alimentación emotiva. Es tan falso afirmar que París es la capital de Mozambique como afirmar que todos los ciudadanos colomenses son inferiores antropológicamente a los neoyorquinos que escuchan a REM las noches de los jueves festivos. La moral no es una cuestión que nos encierre en una cárcel privada ni en el silencio ni en la falta de argumentación.  Pregunta necesaria que espero que ustedes no formulen: ¿son aceptables nuestras actuales circunstancias para el desarrollo de la inteligencia ética? ¿Construyen entre ellas un buen marco de posibilidades? En el discurso de Harold Pinter ante la academia sueca de 2005, discurso que como se sabe no pudo leer personalmente, señaló: «La invasión de Irak ha sido un acto de bandidaje, un acto de descarado terrorismo de Estado, mostrando un absurdo desprecio por el derecho internacional».  Cualquiera de los aquí presentes, lo afirmo sin atisbo de duda, no ignora la veracidad de la afirmación de Pinter pero es posible que nos sorprenda o incluso rechacemos la contundencia de esa verdad o, peor aún, la consideramos estridente, acaso inútil. ¿Por qué? Porque la falsedad está tan extendida que la verdad chirría. Por eso, desear un desarrollo de la inteligencia ética exige, como condición necesaria, desde luego no como condición suficiente, un marco que posibilite, que no la obstaculice. Y eso, claro esta, conllevaría, entre otras cosas, hablar de inteligencia política pero esto es tema delicado, que, además, es posible que hayamos abandonado, pensando que es un sendero imposible, corrupto per se o acaso, un inabarcable campo de minas.  «En las orillas más hinóspitas de la academia, el interés por la filosofía francesa ha dejado paso a la fascinación por el beso francés. En algunos círculos culturales, la política de la masturbación ejerce una fascinación mucho mayor que la política en Oriente Próximo. El socialismo ha ido perdiendo terreno frente al sadomasoquismo. Entre los estudiosos de la cultura, el cuerpo es un tema que está de moda, pero, por lo común, se trata del cuerpo erótico, no del cuerpo famélico. Hay un interés entusiasta por los cuerpos copulando, pero no por los cuerpos trabajando. Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas. Nada podía ser más comprensible. Trabajar en la literatura del látex o en las consecuencias políticas de hacer un piercing en el ombligo significa tomarse al pie de la letra el sabio adagio de que el estudio debería ser divertido. Es un poco como escribir la tesis doctoral sobre el aroma comparativo de los whiskies de malta o sobre la fenomenología del estar tumbado en la cama todo el día. Esto produce una continuidad sin fisuras ente el intelecto y la vida cotidiana… Las cuestiones intelectuales han dejado de ser un asunto para encararse en una torre de marfil y han pasado a pertenecer al mundo de los medios de comunicación y las grandes superficies comerciales».  Que Ustedes estén aquí, a estas horas de la noche, es prueba neta de que los dioses, Eagleton incluido, aún siendo inteligentes e incluso aun siendo máximamente inteligentes éticamente, pueden errar. Aquí no hay medios ni superficies sino seres motivados en discutir sobre la inteligencia en sus diferentes variantes. Felicitémonos por ello. Les felicito pues y me permito agradecer su cortés atención con un cuento breve, cuyos nombres no tomen en consideración. Se lo escuché (y leí más arde) un día muy lejano a Fernando Savter::  «En Asgaard, un reino de dioses, reinaba la felicidad. Odín era un ser especial. Todos los respetaban. Divertido, bondadoso, complaciente. Tal era el respeto que se le tenía que el resto de los dioses decidió hacerle inmortal. En los banquetes, en sus encuentros, jugaban a lanzarle objetos. No sentía nada, nada podía herirle.  Hoki, el dios de mal, supo de la situación. Si él se salva de la muerte, pensó, se vence a la muerte, me vencen a mi. Se acercó a la madre de Odín; le agradó los oídos, hasta que le preguntó por los límites de la seguridad de Odín. ¿Nada puede dañarle? Nada, nada… contestó su madre; bueno sí, el muérdago, pero es insignificante, no puede pasar nada, no hay de qué preocuparse.  Hoki preparó una lanza con muérdago en su punta. Se la dio a Hooker, un dios ciego, quien, jugando, sin mala intención, la lanzo contra Odín. Cayó fulminado. La desolación fue terrible en Asgaard.  La madre de Odín rogó al padre de Odín, que se resistía, para que suplicara al dios de los muertos la salvación del hijo. Lo consiguió. Pero exigió sólo una condición: que los habitantes de Asgaard, todos ellos, lloraran sentidamente la muerte de Odín. Entonces lo resucitaría.  La tarea parecía elemental. Todo el mundo lloraba la pérdida. ¿Todo el mundo? No. Thonk, una ogresa, no quiso hacerlo. Razonó así: ¿Odín es alguien de mi familia? ¿Le conozco de algo? ¿Le debo algo? ¿Tiene acaso mi aspecto? ¿Qué saco yo a cambio? ¿Me reporta algún beneficio? Esto son tonterías pérdidas de tiempo. Tengo mucho trabajo. Dejadme en paz».  Desde entonces, como saben, existen el mal y la muerte. No es necesario que les diga que estoy convencido, absolutamente convencido, de que ustedes jamás hubieran razonado como la ogresa, su inteligencia ética no se lo permite, y que, además seguramente piensan que su razonamiento no sólo es abyecto sino falaz, que es un mal razonamiento. Vamos, digámoslo claramente, que Thonk y sus partidarios, que a veces son legión, no se enteran. Nota: Este texto es un resumen de una intervención sobre «Inteligencia ética» realizada en el marco de unas Jornadas sobre inteligencia emocional celebradas el 24 y 25 de marzo de 2006 en el I.E.S. Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona