Aulas vestidas con el crucifijo y el retrato de Franco. Alumnos rezando el padrenuestro y cantando el himno falangista Cara al sol. Niñas sometidas a vejaciones. Y, cuando tocaba, explotación laboral. Los colegios y sanatorios de Franco estaban diseñados para someter y adoctrinar. Como una solución contra el ‘gen rojo’, prolongada en la dictadura. Como […]
Aulas vestidas con el crucifijo y el retrato de Franco. Alumnos rezando el padrenuestro y cantando el himno falangista Cara al sol. Niñas sometidas a vejaciones. Y, cuando tocaba, explotación laboral. Los colegios y sanatorios de Franco estaban diseñados para someter y adoctrinar. Como una solución contra el ‘gen rojo’, prolongada en la dictadura. Como un experimento donde cultivar niñas esclavas.
Los internados franquistas dibujan una cruda realidad. Un escenario que dividía a sus actores entre ricos y pobres, ofreciendo una educación diferenciada. Con una mano en los libros para los hijos de clase acomodada, de afines al régimen. Con la otra, señalando el camino de la servidumbre a los menores de familias excluidas, de los ‘rojos’.
Las condiciones en estas «cárceles» eran «terribles», según denuncian las víctimas. Como ocurría, también, con los preventorios antituberculosos. Unas colonias infantiles que la dictadura puso en marcha como una suerte de «campos de concentración».
Los testimonios de alumnos e internas revelan vejaciones y malos tratos sistemáticos en centros, muchos, bajo tutela de instituciones religiosas. Abusos sexuales, comida en mal estado, higiene insuficiente, censura en las cartas enviadas a sus casas… Y, también, trabajo forzado: desde limpiar edificios a lavar coladas o bordar ajuares para ricos.
La imputación forma parte de la única causa judicial abierta en el mundo contra los crímenes del franquismo, la Querella Argentina. Porque eran centros, coinciden las víctimas, fabricados para perpetuar la «venganza» contra los derrotados en la guerra civil. «Para anularnos solo necesitaban conocimientos fascistas, y hacerse expertas en lavar cerebros infantiles con jabones de sumisión patriótica y estropajos clericales», define Victoria Madrera, interna en el Preventorio de Guadarrama.
Las ‘rojas’, a «lavar, planchar y tender»
La diferenciación entre niños ricos y pobres era una constante en la dictadura de Francisco Franco. Las condiciones higiénicas, alimenticias o educativas no eran las mismas. Ni el trato de los educadores o «cuidadoras». A las niñas de familias empobrecidas, marcadas como ‘rojas’, les esperaba la sumisión.
«Pelar patatas, fregar todo lo que dejaban los ejercitantes que iban a hacer los ejercicios espirituales… aquello era un hotel para ricos», resume Luz (nombre ficticio) su estancia en una residencia religiosa en Andalucía que hacía las veces de colegio para niñas de familias humildes.
«Nos metieron para limpiar, como camareras de piso», cuenta. Las pequeñas kellys del franquismo mantenían «todo reluciente, también la iglesia, la capilla… éramos 30 niñas usadas como mano de obra». El colegio franquista estaba dividido «entre ricas y pobres». «Las monjas nos levantaban bien temprano y teníamos que hacer la faena antes de ir a clase», rememora.
«Yo tenía 11 años, entré en el 63», dice Luz. Un ejemplo literario, basado en hechos reales, aparece en la novela Las tres bodas de Manolita de Almudena Grandes. En esas páginas está la historia de Isabel Perales, «una niña que cree la van a poner a estudiar y lo que hace es lavar, planchar y tender, con la particularidad de que lavaban con sosa y se comía las manos, la piel, la carne…», contaba la escritora a eldiario.es.
El escenario es la escuela de la calle Zabalbide de Bilbao. Allí, como en otros muchos colegios franquistas, las niñas ricas reciben educación y las pobres son amaestradas como sirvientas. Las hijas de los rojos siguen siendo explotadas. «Esas historias, las más salvajes, las más radicales, son las verdaderas», exponía Almudena Grandes.
Los «niños-presos» de Franco
Estas colonias infantiles «cobraban del Estado, los explotaban laboralmente y satisfacían con ellos sus instintos más violentos», escribían los autores del documental Los internados del miedo, Montse Armengou y Ricard Bells, como recogía Heraldo de Madrid. En esos espacios los menores eran convertidos, dicen, en «niños-presos».
«La infancia más vulnerable fue la gran víctima» durante décadas de un régimen franquista «que los abandonó a la suerte de unos centros» -la mayoría religiosos- dedicados a «sacar provecho» de los menores. En la cinta atestiguan «malos tratos físicos y psíquicos, abusos sexuales, explotación laboral y prácticas médicas dudosas» sufridas por «miles de niños» hasta «bien entrada la democracia».
Con su trabajo, Armengou y Bells confeccionan «una base de datos con los escalofriantes relatos de centenares de niños». La coincidencia en las «prácticas violentas» solventaba la «ausencia de un documento que pudiera probar los malos tratos». Una «terrible experiencia» ampliada a la «cercanía generacional» de personas nacidas en las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado. La democracia, apuntan, amnistió aquellas prácticas con un velo de silencio.
«Cárceles» para niñas
Los golpistas fundaron el Patronato Nacional Antituberculoso durante la guerra civil. El propio Francisco Franco firmaba un decreto en diciembre de 1936 para su constitución, y luego fue un organismo autónomo del Ministerio de la Gobernación. Los sanatorios, repartidos por todo el país, tomarían velocidad de crucero a partir del final de la contienda.
Como los preventorios de Madrid, el Divina Pastona o el Doctor Murillo en Guadarrama. O el de La Sabinosa (Tarragona), Niño Jesús (Almería), Torremanzanas y Alcoy (Alicante). Y más, con lazaretos como el de Tarrasa (Barcelona), Agramonte en Tarazona (Zaragoza), La Barranca en Navacerrada (Madrid) o el de Sierra Espuña (Murcia).
Decenas de mujeres han denunciado las condiciones que sufrieron en estos internados de la dictadura. Edificios donde las niñas de familias pobres quedaban sometidas bajo un férreo sistema: corte de pelo y «desinfección» como bienvenida, higiene insuficiente, comida en mal estado, censura en las comunicaciones con las familias y malos tratos continuados. Y abusos sexuales, según algunos testimonios.
Las menores, cuentan, eran reclutadas por vías diversas. Podían acceder a ellas a través de sus propios hogares y colegios, o bien por tener a familiares en contacto con la enfermedad de la tuberculosis. O atraídas por la propaganda de la Sección Femenina de Falange y desde los dispensarios médicos.
El «campo de concentración» de Guadarrama
Uno de los más célebres preventorios fue el de Guadarrama. «Un campo de concentración para niñas en el franquismo», relata Victoria Madrera (76 años). Victoria tenía 13 años cuando penó seis meses en 1956 en el centro ubicado en la sierra madrileña. Padeció, y fue testigo, de las vejaciones.
En aquella «cárcel» algunas internas eran obligadas a realizar trabajos. «Me ponían a coser, eran ajuares para ricas, supongo, nunca nos dijeron para quienes estábamos cosiendo», reconoce. «Manteles, servilletas», una pieza tras otra. «Nos ponían a las que sabíamos bordar». Todo con menores de edad y sin conocimiento de sus familias.
«Lo peor es que se ha quedado sin justicia, que es lo que te rebela. Ni en la democracia se ha hecho nada… y esto con niñas, por dios», denuncia Victoria. Algunas víctimas, personadas en la Querella Argentina contra los crímenes franquistas, consideran que los métodos usados en las colonias preventoriales de la dictadura contravenían los derechos humanos y de la infancia.
Una de estas niñas, Ángela Fernández, declaró en diciembre de 2013 en Buenos Aires ante la jueza que dirige la única causa abierta en el mundo contra el franquismo, María Servini de Cubría. La magistrada conoció las «torturas» en el sanatorio antituberculosos.
Victoria y Ángela coinciden en que estos centros servían como «venganza» contra los derrotados. «La forma de erradicar ese ‘gen rojo’ era apartar a los niños de sus familias para inocularles ‘la nueva España'», declaraba, como recogía la Agencia Nacional de Noticas Jurídicas del Ministerio de Juscitia y Derechos Humanos de Argentina. Como Chus Gil y Paloma Fernández, internadas en 1971.
Y Alicia García Romera (70 años), que declaró en julio de 2015 ante el Juzgado de Instrucción número 14 de Madrid a petición de la jueza argentina. Era la primera de una serie de declaraciones en diversas sedes judiciales españolas, como señalaba entonces la Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina (CeAQUA). Y relató idénticas vejaciones: comida insalubre, higiene escasa, desprecio y sometimiento. Alicia también estuvo en Guadarrama, en 1957. Tenía ocho años.
Fuente: http://www.eldiario.es/sociedad/ninas-esclavas-franquismo_0_923208532.html