Las concepciones institucionalistas, elitistas y participativas de la democracia han prevalecido en la región en distintos momentos de las últimas décadas. La primera visión defiende un modelo de mejoras cívicas, políticas y sociales paulatinas, ignorando las tendencias regresivas del capitalismo. Olvida que el intento de consumar estos avances en tres estadios diferenciados fracasó reiteradamente y ha resultado particularmente inviable en la periferia.
Tres visiones diferentes de la democracia han predominado en América Latina en las últimas décadas. Durante los 80 prevaleció el institucionalismo, que reivindica las cualidades formales del régimen constitucional y su capacidad para expandir los derechos civiles, estabilizar el sistema político y mejorar el nivel de vida de la población. Este enfoque perdió relevancia a medida que las grandes crisis económicas socavaron la autoridad de los presidentes, empobrecieron a los pueblos y generalizaron el desengaño con los gobiernos post-dictatoriales.
De esta decepción emergieron las concepciones elitistas que acompañaron el ascenso neoliberal de los 90. Estas tesis conciben a la democracia como un mecanismo de selección de gobernantes que administran el sistema político con criterios de mercado, aprovechando el sostén pasivo de la ciudadanía. Presentan este tipo de gestión como un destino inexorable de la globalización y afirman que el ensanchamiento de la desigualdad social es el precio del progreso.
Este enfoque quedó seriamente afectado por las movilizaciones sociales que en los últimos años favorecieron el desarrollo de una visión participativa de la democracia. Esta concepción asocia la soberanía popular con la reducción de la inequidad, promueve la intervención activa de la población, el control de los funcionarios y la implementación de formas de gestión directa.
El correlato político de estos enfoques no es unívoco, pero las tres posturas tienden a sustentar respectivamente los planteos moderados, derechistas y progresistas. Estas fronteras son menos nítidas a nivel teórico, especialmente entre los autores que combinan distintas visiones o han pasado de una postura a otra. Analizar las tesis institucionalistas, elitistas y progresistas facilita la comprensión de los cambios políticos registrados en Latinoamérica y esclarece, además, qué tipo de democracia rige actualmente en la región.
LAS ILUSIONES INSTITUCIONALISTAS
Varios defensores del constitucionalismo estiman que los mecanismos republicanos contribuyen al progreso paulatino de la sociedad, a través de sucesivas etapas de liberalización (ampliación de derechos), democratización (conquistas ciudadanas) y avance social (mejores prestaciones públicas). Consideran que estos avances «consolidan la democracia» a medida que mejora la «calidad institucional»[1].
Esta visión recoge varios aspectos de la teoría marshalliana, que propone alcanzar la ciudadanía plena al cabo de tres estadios de progreso civil, político y social. Postula expandir los principios democráticos a todos los ámbitos de la sociedad para reducir la desigualdad en el marco del capitalismo, mediante reformas paulatinas que no atemoricen a las clases dominantes[2].
Esta tesis es muy afín a la tradición socialdemócrata e ignora que las realizaciones populares crecientes están bloqueadas por la dinámica intrínsecamente regresiva del capitalismo. Bajo este sistema la competencia por beneficios surgidos de la explotación impide el progreso colectivo, como un simple contagio de una esfera hacia otra. La rivalidad por las ganancias obliga a recortar periódicamente los derechos sociales y el incentivo al enriquecimiento individual obstruye la disminución perdurable de la inequidad. Por esta razón la igualdad política no se extiende a las distintas áreas de la vida social y los derechos formales se distancian de los reales.
El capitalismo permite a los trabajadores sufragar libremente, pero no cuestionar su condición de asalariados sojuzgados por los industriales. Este sometimiento es incompatible con la humanización del sistema que proponen los tres estadios marshallianos. En un régimen asentado en la compra-venta de la fuerza de trabajo, los capitalistas gozan de un atributo de contratar y despedir empleados, que es incompatible con la democratización de la sociedad. Mientras el sustento del grueso de la población continué dependiendo de la lógica despótica que impone el mercado laboral, el avance evolutivo de mejoras cívicas a progresos políticos y sociales será una ilusión.
Los derechos populares siempre surgen de conquistas de los oprimidos. Estos logros chocan con la lógica competitiva, que induce guía a los empresarios a implementar atropellos periódicos contra los trabajadores. Las tesis marshallianas ignoran esta compulsión porque se apoyan en una mirada angelical del capitalismo. Repiten la vieja propuesta de mejorar lentamente a este sistema, olvidando las frustraciones populares que siempre ha generado esta expectativa.
El institucionalismo presenta las agresiones neoliberales de las últimas décadas como una excepción y desconoce los cimientos de estas acciones en dinámica regresiva del capitalismo. Desconecta los padecimientos que soportan los asalariados de las tendencias de un sistema estructuralmente opuesto a las mejoras populares.
LA APLICACIÓN REGIONAL
La tesis marshalliana fue utilizada por numerosos institucionalistas para justificar los pactos concertados con los militares durante los años 80. Presentaron esos acuerdos como un requisito para gestar los regímenes constitucionales que permitirían recorrer en Latinoamérica las tres etapas de la democracia plena. Pero los compromisos con las dictaduras solo generaron sistemas maniatados y con muy poco margen para transitar los avances hacia la liberalización, la democratización y la mejora social.
Esta secuencia tampoco despuntó posteriormente, cuándo la crisis económica, la resistencia popular y la inestabilidad política demolieron los pactos con los gendarmes. En ningún país se alcanzaron las metas socialdemócratas y los propios promotores de estos objetivos registraron este fracaso. Reconocieron que los derechos civiles apenas despuntan, los políticos son muy limitados y los sociales han quedado seriamente deteriorados[3]. En lugar de contagiosas mejoras de un campo hacia otro, la vía constitucionalista desembocó en una arremetida general contra el nivel de vida de los oprimidos.
Este resultado demostró cuán ilusoria es la creencia de erigir un régimen político con legitimidad popular, en un escenario de miseria y concertación con las viejas dictaduras. El empobrecimiento de la mayoría y las concesiones al autoritarismo militar deterioraron la estabilidad del constitucionalismo y bloquearon cualquier evolución ulterior en la dirección marshalliana.
La universalización de derechos que propone este esquema de segmentar choca la tendencia a la fragmentación que impera en el capitalismo contemporáneo. Como resultado de esta fractura, una minoría goza parcialmente de los tres atributos, otro sector intermedio recibe por goteo algunas porciones de esos logros y la mayoría queda excluida de cualquier beneficio significativo.
Esta polarización presenta en Latinoamérica un alcance dramático. La región lidera un ranking de mundial de inequidad que fue acentuado en las últimas décadas por las «democracias excluyentes». Este resultado ha corroborado que la ciudadanía integral no puede construirse a costa de las conquistas inmediatas. Postergar las mejoras sociales -esperando asegurar primero la vigencia de derechos civiles o políticos- impide avances significativos en todos los terrenos[4].
«PROFUNDIZAR LA DEMOCRACIA»
Los marshallianos de la región pretendieron medir el progreso de los tres estadios evaluando la «consolidación de la democracia». Pero esta noción indica grados de estabilidad constitucional y no escalones de genuina democratización. Solo ilustra el afianzamiento o deterioró de la supremacía política que ejercen las clases dominantes. Al desconocer esta función, los institucionalistas presentaron la estabilidad como un valor supremo de la comunidad, omitiendo cómo benefició a los poderosos.
Pero todas las reflexiones sobre la «consolidación de la democracia» condujeron a enredos irresolubles. Nadie pudo entender lo que se debatía, ni tampoco exhibir algún barómetro consistente para medir ese afianzamiento. Solo florecieron las ingenuas comparaciones con los modelos políticos de Europa o Estados Unidos que fueron tomados como referencia para esa evaluación[5].
El deslumbramiento con estos esquemas se apoyó en la expectativa de repetir el camino transitado por los países avanzados durante la post-guerra. Pero esta imitación quedó frustrada por las adversas condiciones imperantes en América Latina durante los años 80 y 90. El endeudamiento externo, la preeminencia del neoliberalismo y la fuerte ofensiva del capital sobre el trabajo impidieron esbozar alguna reproducción del «estado de bienestar».
Esta frustración no obedeció solo a causas coyunturales. También expresó el obstáculo que afronta una región atrasada para reproducir el curso de los países centrales. El capitalismo latinoamericano no tolera una escala de reformas sociales equiparable a los países avanzados. La inserción dependiente en el mercado mundial ha tornado difícil repetir incluso el desarrollo observado en la periferia de la Unión Europea.
Los institucionalistas omitieron estos problemas y optaron por un análisis puramente formalista. Se limitaron a desenvolver estudios comparativos, investigaciones sobre liderazgos y evaluaciones de elecciones, parlamentos y partidos. Intentaron explicar la crisis pos-dictatorial por la fragilidad de estos mecanismos, sin indagar nunca las raíces estructurales de la crisis regional.
FALSOS DILEMAS
Al desechar los términos capitalismo o dependencia, los institucionalistas han navegado por la superficie de los regímenes constitucionales. Atribuyeron las tensiones de estos sistemas a su juventud y estimaron que esta inmadurez condujo a la decepción de una población impaciente, que exigió soluciones inmediatas para problemas de largo aliento. Enfatizaron la precocidad de los nuevos regímenes olvidando su favoritismo hacia los poderosos.
Otros teóricos consideraron que los sistemas políticos quedaron desbordados por las «demandas excesivas de la población». Estimaron que estas exigencias provocaron la parálisis de los «gobiernos sobrecargados», que no pudieron cumplir con las promesas enunciadas desde el llano. Observaron esta fractura como una escisión inevitable entre lo deseado y lo posible[6].
Pero esta cisura se ha tornado un rasgo corriente de la política burguesa contemporánea, que potencia el divorcio entre los anuncios y las realidades. El engaño es necesario para sostener la credibilidad de la ciudadanía en sistema que favorece a los acaudalados.
La crisis que arrasó a las economías latinoamericanas potenció esta dualidad. Pero la pérdida de legitimidad popular de los regímenes post-dictatoriales no condujo al temido retorno de las dictaduras. Al contrario se mantuvo la continuidad de los regímenes constitucionales en un marco de miseria, descontento popular y desgarramiento gubernamental que desconcertó a los institucionalistas. Siempre habían considerado que la pobreza, la indignación social y la fragilidad de los mandatarios eran incompatibles con la perdurabilidad del sistema. La nueva coexistencia aumentó su perplejidad y los indujo a preguntarse si estos regímenes podrían subsistir.
Algunos autores contestaron afirmativamente, otros negativamente y la mayoría recurrió a fórmulas intermedias del tipo: «el sistema puede persistir, pero no consolidarse»[7]. Pero a medida que transcurrió el tiempo se tornó evidente que el propio interrogante institucionalista estaba mal planteado. Los regímenes post-dictatoriales fueron artífices y no víctimas del empobrecimiento popular y por eso han perdurado junto a la expansión de la tragedia social. Lejos de afectar los intereses de los opresores, el constitucionalismo brindó el marco de seguridad jurídica para los negocios que las dictaduras ya no aportaban. Este sistema evitó incluso las perturbaciones que genera el totalitarismo, cuándo reduce el espacio de flexibilidad requerido por el capital para invertir, competir o acumular.
Los institucionalistas presentaron el gran dilema regional como una disyuntiva entre «democracia y dictadura». Difundieron esta oposición como una polaridad absoluta entre proyectos progresistas o regresivos, sin notar que el constitucionalismo burgués ha sido compatible en América Latina con una amplía variedad de modelos semi-despóticos. Al utilizar en forma indiscriminada el término democracia -sin diferenciar modalidades formales y sustanciales de este régimen- se alejaron de cualquier comprensión de los temas en debate.
El institucionalismo eludió problemas y solo introdujo adjetivos para ilustrar las insuficiencias del régimen político. Jamás explicó la raíz capitalista de esa limitación. Propagó calificativos para aludir a la fragilidad de las estructuras constitucionales (democracias precarias, inciertas, no consolidadas), a sus limitaciones (democracias restringidas, delegativas, tuteladas) o a su mal funcionamiento (democracias truncas, fallidas, de baja intensidad).
Algunas caracterizaciones resaltaron los incumplimientos de las expectativas iniciales y otras subrayaron los contrastes con sus equivalentes de los países desarrollados. Todos aceptaron el divorcio entre la ciudadanía política y la des-ciudadanía social, pero muy pocos hablaron de imperialismo y dependencia. Durante esta etapa predominó una gran reacción intelectual contra las concepciones, que en los años 70 explicaban las raíces de la crisis latinoamericana por la inserción periférica de la región en el mercado mundial. Los institucionalistas atribuyeron esa inestabilidad a la fragilidad histórica del constitucionalismo.
Con esta mirada florecieron las caracterizaciones que retrataron a los gobiernos «sin política» (por su alineamiento con una sola opción), «sin inclusión» (por la explosión de pobreza), «sin cohesión social» (por el aumento de la desigualdad), «sin autoridad» (por la crisis de la dirigencia) o «sin legitimidad interior» (por su dependencia de una bendición externa)[8].
Pero estas descripciones no aportaron explicaciones. Por un lado omitieron la fragilidad estructural de América Latina y por otra parte ignoraron el vaciamiento político que produce la hostilidad del constitucionalismo contemporáneo a los derechos sociales. Este sistema acentúa la tendencia capitalista a disociar la esfera económica de cualquier avatar político relacionado con demandas populares. Por esta razón gran parte de los negocios son sustraídos de cualquier debate en el parlamento, los partidos o los comicios. Los capitalistas buscan proteger sus intereses de resultados electorales imprevistos, candidatos conflictivos o demandas sociales repentinas. Pero este blindaje torna intrascendente al sufragio y diluye los elementos democráticos del sistema constitucional.
«¿DEMOCRACIA DELIBERATIVA»?
El gradualismo institucionalista levantó la bandera del diálogo como un recurso clave para consolidar los regímenes post-dictatoriales. Asoció este afianzamiento con la calidad de la comunicación ciudadana y ponderó la convivencia. Promovió la construcción de «democracias dialogantes», que debían armonizar los intereses de todos los actores de la sociedad.
Pero estos llamados no convocaron a construir la soberanía popular, sino a gestar un sistema permeable al autoritarismo militar y al neoliberalismo. Bajo la cobertura de un inocente intercambio de opiniones se disuadió la lucha por la democracia plena, que exige acción consecuente de los oprimidos y no consensos pasivos con los opresores[9].
El enfoque deliberativo omite registrar la desigualdad de fuerzas que rodea al diálogo entre opresores y oprimidos. Basta solo comparar la influencia que tienen ambos sectores sobre los medios masivos de comunicación, para notar el alcance de esa inequidad. El acto de conversar no tiene, por otra parte, efectos mágicos, ni resuelve las tensiones de una sociedad asentada en la explotación. Ningún intercambio verbal disipa el antagonismo que opone al capital con el trabajo. Por esta razón, el diálogo es un instrumento de clarificación pero también de engaño y no reemplaza a la acción directa para el logro de conquistas populares.
Los teóricos institucionalistas ignoraron estos condicionamientos y supusieron que todas las desinteligencias podrían zanjarse con razonamientos. Olvidaron que los debates expresan variedad de opiniones, pero también intereses sociales divergentes, que no se disuelven en coincidencias verbales. El universo de la comunicación no anula, ni reduce estos conflictos. Solo permite traducirlos a un lenguaje compartido.
Algunos promotores de la armonía argumentativa conciben esta acción como un paso hacia un ideal de entendimiento. Consideran que esa meta podría alcanzarse extendiendo la racionalidad comunicativa frente a la racionalidad instrumental, que impone la primacía de los intereses materiales, la producción y el consumo. Estiman que este progreso permitiría coronar el avance de la modernidad hacia formas más plenas de civilización[10].
Pero en esta visión del diálogo como determinante de la evolución humana, el lenguaje asume una preeminencia arrolladora sobre cualquier otra esfera de la vida social. Esta supremacía desconoce el rol determinante que tienen las fuerzas sociales en el desenvolvimiento de la sociedad y en las transformaciones históricas. Las funciones comunicativas son dotadas de una inexplicable capacidad para definir este devenir.
Esta idealización del diálogo es coherente con la inocencia que transmite el proyecto institucionalista. Su mirada contemporizadora del capitalismo es muy acorde con el papel que otorga al lenguaje en la construcción de la sociabilidad. Las tensiones sociales y los sufrimientos populares quedan completamente relegados en un esquema tan amigable, como divorciado de la realidad.
EL GIRO DE LOS 90
La decepción con los regímenes post-dictatoriales indujo a muchos institucionalistas a un viraje elitista, afín al rumbo neoliberal que prevaleció en América Latina durante la década pasada. Este curso fue abiertamente promovido por algunos intelectuales -como F.H. Cardoso o Jorge Castañeda- que sustituyeron el reformismo por el social-liberalismo. Adoptaron el discurso de la Tercera Vía y afirmaron que la globalización obliga a promover a los capitalistas, en desmedro de cualquier mejora colectiva[11].
Este viraje se consumó en una coyuntura signada por el generalizado deterioro de los regímenes constitucionales. La población observó como la alternancia de distintos presidentes, ministros o legisladores mantenía inalterable el manejo del poder en manos de las clases dominantes. Experimentó también como funcionan los comicios, el parlamento y la competencia de partidos al servicio de los mismos intereses capitalistas y observó como las reglas institucionales facilitan la perpetuación de esta supremacía. Notó que los banqueros e industriales gobiernan desde la trastienda del poder, sin necesidad de recurrir a una figura suprema (autocracia), a un grupo selecto (oligarquía) o a una minoría influyente (poliarquía).
Este control se tornó más desembozado durante los tormentosos períodos de crisis económica. En los picos de estas turbulencias, los poderosos recurrieron al chantaje financiero y a la desestabilización de las monedas para hacer valer sus exigencias. Impusieron el voto calificado que transmiten los «mensajes de los mercados», los desplomes de la Bolsa o las abruptas salidas de capitales. El efecto de estas advertencias fue más contundente que cualquier discusión parlamentaria o propuesta electoral. En esas circunstancias las normas formales de la igualdad ciudadana quedaron sometidas a las reglas brutales del costo-beneficio.
La desilusión con el constitucionalismo se amplió en un contexto de apatía política y descreimiento electoral. Las expectativas socialdemócratas se diluyeron y muchos institucionalistas pasaron del tibio cuestionamiento a la resignada aceptación de la dominación capitalista. Compartieron el desencanto de la población y avalaron la indiferencia ciudadana, interpretando el distanciamiento con el sistema político como una manifestación de madurez institucional. Las caracterizaciones valorativas perdieron peso, en favor de las observaciones meramente descriptivas del vaciamiento político regional.
Este marco incentivó la preeminencia de la teoría schumpeteriana, que presenta el gobierno de las elites como un rasgo inexorable de la sociedad moderna. Esta preeminencia es atribuida a la expansión de la burocracia, al liderazgo carismático o la decadencia de los procedimientos electivos[12]. Los mismos autores que apostaban a una evolución marshalliana de Latinoamérica reforzaron la tónica elitista de su «teoría contemporánea de la democracia», que combina institucionalismo con fuerte descreimiento y manifiesta hostilidad a la presencia popular en los procesos políticos[13].
LAS CAUSAS DE LA APATÍA
Las visiones elitistas presentan la indiferencia política como un defecto genético de la población, omitiendo que esta actitud obedece a la decepción con el constitucionalismo y al impacto del neoliberalismo. Consideran que la ciudadanía avala el orden vigente, sufraga pasivamente y elige a sus representantes sin evaluar las propuestas en disputa. Observan este desinterés como un rasgo ajeno al capitalismo, olvidando la evidente conexión de esta actitud con un régimen que genera periódicos cataclismos de pobreza y desempleo.
Este enfoque estima que los regímenes post-dictatoriales han quedado afectados por la burocratización que impera en todas las sociedades contemporáneas. Considera que la población se retiró de la actividad pública por cansancio, luego del primer despertar que generó el fin de las dictaduras. Estima que esa fatiga cívica se impuso neutralizó el primer impulso de gran participación[14].
Pero estas deducciones son completamente arbitrarias y no se basan en ninguna evidencia de comportamientos cíclicos de los individuos frente a los asuntos de la comunidad. La apatía de los 90 no obedeció a esta periodicidad. Lo que falló fue el sistema político y no la conducta de la población. Al invertir esta causalidad se justifica el status quo, con los mismos argumentos que en el pasado se utilizaban para avalar la permanencia de las dictaduras en América Latina.
Es falso presentar a toda la población como responsable de los actos de los gobernantes. Con esta acusación se exculpa a las clases dominantes que controlan el régimen constitucional y se desplaza al universo de la psicología social, lo que debe ser analizado en términos políticos. En lugar de caracterizaciones concretas se recurre a consideraciones abstractas sobre la condición humana. Con este razonamiento se atribuye también la llegada del neo-liberalismo al péndulo de atracciones y repulsiones que guía toda la vida política.
Los fanáticos del mercado van más allá de esta interpretación y explican el repliegue ciudadano a el deslumbramiento que generan el consumo y el entretenimiento. Estiman que la política es una actividad menor frente a este tipo de satisfacciones. Afirman que las cualidades del individuo -como inversor inteligente, ahorrista activo o consumidor soberano- nunca encuentran paralelo en el campo institucional.
Por eso suponen que la transferencia de la gestión política a un grupo especializado permitiría a la población usufructuar plenamente de las gratificaciones del mercado. Pero es obvio que este razonamiento proyecta a toda la sociedad el modelo del capitalista exitoso. Transforma la excepcionalidad del éxito empresario en un patrón de realización colectiva, que carece de sentido fuera del imaginario neoliberal.
Esta postura también avala la despolitización que generó en América Latina el desmoronamiento de los partidos tradicionales. Aprueba la profesionalización de estas estructuras y justifica su copamiento por una minoría de expertos muy permeable a los negocios particulares. Observa este desplazamiento de los afiliados por los recaudadores de dinero, como un efecto natural de la especialización laboral contemporánea.
La declinación del individuo-elector es aceptada con la misma resignación que se pondera el diseño de los candidatos por las encuestas, en la nueva «democracia de opinión». La raíz capitalista de este vaciamiento del sistema político es invariablemente omitida.
ARISTOCRATISMO DESPECHADO
Bajo el impacto de revueltas populares -que a fines de los 90 sacudieron al neoliberalismo- los teóricos elitistas afianzaron el giro a la derecha. Acentuaron su oposición a los movimientos sociales, a la izquierda y a los nuevos gobiernos nacionalistas radicales. Se sumaron a la gran campaña contra el «populismo» que el establishment promueve para relanzar los Tratados de Libre Comercio, la apertura comercial y las privatizaciones[15].
Este viraje selló un definitivo pasaje del optimismo marshalliano al cinismo schumpeteriano, que intensificó su despechada crítica a las mayorías populares. Algunos autores han reprobado con especial contundencia la subordinación de los «estratos sociales bajos al trueque clientelar» y objetan este «intercambio de prebendas por legitimación del poder[16].
Pero nunca explican las causas del sometimiento que denuncian. Un individuo puede aceptar esa sujeción por muchas razones: obediencia, coerción, consentimiento pragmático, acuerdo normativo o atadura a cierta tradición. Los teóricos elitistas desconocen estos impulsos, evitan discriminarlos y no aclaran cuál de ellos ha prevalecido en América Latina. Tampoco formulan interpretaciones de la manipulación que objetan. A lo sumo aluden a la tradición paternalista de la región o a la idiosincrasia autoritaria de la población.
Tampoco se detienen a indagar los cambios de alineamiento popular que se han registrado en la región en rechazo al neoliberalismo. Este giro no es un efecto de discursos, poses o demagogia. Es una reacción frente a los fracasos económicos y las frustraciones institucionales de la década pasada.
Los teóricos elitistas ignoran estas condiciones y nunca relacionan las inclinaciones populares con experiencias políticas concretas. Olvidan la decepción acumulativa provocada por los regímenes institucionalistas y neoliberales que atropellaron a los oprimidos. Omiten que estos gobiernos demolieron conquistas sociales, generalizaron la miseria y crearon un fuerte resentimiento contra el formalismo constitucional. En lugar de analizar las consecuencias de esta agresión, arremeten contra las víctimas del atropello capitalista.
Pero esta violenta crítica al caudillismo es contradictoria con su promoción del elitismo. En los hechos no les molesta la supremacía de un líder o el predominio de pequeños grupos en el poder, sino la pérdida de influencia de las clases dominantes.
Todos sus planteos están orientados a justificar a los gobiernos conservadores embarcados en desterrar cualquier presencia popular en la vida política. Ya no avalan el gobierno de los más capacitados (Michels), la primacía de los elegidos sobre los electores (Mosca, Pareto), las ventajas de los especialistas (Weber) o la irrelevancia de la soberanía popular (Schumpeter). Pero retoman el fantasma hobbessiano de enfrentamientos sociales que obliga a los individuos a transferir sus derechos a los funcionarios, para asegurar un mínimo de orden social.
En última instancia el cuestionamiento a los «estratos bajos» se apoya en una mirada elitista, que observa al pueblo como un segmento inmaduro para gestionar su propio futuro[17].
LA COMPARACIÓN CON EL MERCADO
Las tesis neoliberales más extremas asignan al régimen político constitucional la función prioritaria de proteger los bienes de los acaudalados. Estiman que el egoísmo empuja a maximizar el interés particular en desmedro de la comunidad. Consideran que la igualdad es contraproducente, porque desalienta la codicia de los ricos y el trabajo de los pobres. Además, conciben un modelo de individuo que actúa fuera de cualquier contexto social y personifica siempre las preocupaciones de los capitalistas.
Este enfoque identifica la acción del estado con la destrucción de las capacidades creativas de las personas. Pero impugna solo las funciones sociales de esta institución, ya que las garantías jurídicas y físicas que aporta a la gran propiedad son invariablemente ponderadas.
La visión elitista presupone que el gobierno de los privilegiados se asienta en una competencia de méritos por la conducción de la sociedad. Afirma que los ciudadanos seleccionan a los líderes premiando estas cualidades, aunque al mismo tiempo estima que los electores no pueden cumplir un rol activo en la definición de los programas o las políticas de los dirigentes. La razón de esta incapacidad es un misterio, desde el momento que se enaltecen las facultades electivas de los mismos individuos. En las tesis schumpeterianas nunca se entiende porqué los ciudadanos pueden elegir conductores y no cursos de acción.
Algunos teóricos neoliberales explican esta contradicción por las dificultades que enfrentan los sistemas políticos para imitar el mercado. Estiman que estas estructuras alcanzan su mejor funcionamiento cuando logran copiar los mecanismos comerciales. Con esta semejanza los candidatos se adecuan a los parámetros de la oferta y los electores se amoldan a la dinámica de la demanda. Consideran que esa situación es ideal, ya que se obtiene un comportamiento de los votantes como consumidores y una conducta de los políticos como empresarios.
Pero esta analogía carece de validez porque la democracia genuina y el mercado tienden a guiarse por principios opuestos. La primera institución apunta a conectar a los integrantes de una comunidad por medio de la participación y la igualdad inclusiva y la segunda relaciona a compradores y vendedores en intercambios competitivos que amplifican la desigualdad y la selectividad. El afán de justicia que anima a la democracia es contrario a la búsqueda de réditos que caracteriza al mercado. Lo ocurrido con los regímenes latinoamericanos durante los años 90 es un ejemplo contundente de esta oposición.
Pero hay que reconocer, además, que el sistema político constitucional es más afín a las reglas del oligopolio que a las normas de la competencia. Las rivalidades no se dirimen entre infinitos agentes, sino entre pocos aparatos que manejan recursos multimillonarios. Especialmente en la pugna electoral no participa una multitud de pequeños agentes, sino el puñado de poderosos que tiene acceso privilegiado a los medios de comunicación.
El modelo elitista es descarnado y evita la duplicidad del formalismo institucionalista. Como ha renegado de la hipocresía moral que afecta a la tradición constitucionalista, ofrece a veces retratos acertados del sistema político contemporáneo. Reconoce la preeminencia de la alta burocracia, la pérdida de gravitación de los electores y describe como actúan los distintos lobbys a espalda de la ciudadanía. Estos grupos definen el rumbo de cada administración, al margen del sufragio y la deliberación parlamentaria[18].
Pero lo que se describe acertadamente es un manejo despótico del sistema político a favor de los grandes bancos y empresas. No se presenta ningún argumento que demuestre el carácter conveniente o inevitable de este funcionamiento. Como toda apología del status quo, esta forma de realismo tampoco percibe las contradicciones del escenario que retrata. Por eso no ha podido registrar su propio fracaso, al calor del gran descrédito que ha padecido el neoliberalismo latinoamericano durante la última década.
LA VISIÓN PROGRESISTA.
La decepción institucionalista y las inconsistencias del elitismo ampliaron la influencia de una tercera visión proclive a la democracia participativa. Este enfoque considera que la intervención ciudadana es imprescindible para revitalizar el sistema constitucional y permitir una incidencia creciente de la población en la toma de decisiones.
Es una visión enfáticamente opuesta al modelo schumpeteriano. Rechaza la identificación mercantil del elector con el consumidor y desaprueba la equiparación del voto con una alternativa de compra. Pero también crítica la idílica mirada institucionalista del acto comicial como una ceremonia sagrada.
El enfoque participativo estima que el sufragio es un momento de la acción política y remarca que el acto rutinario de votar no tiene gran significado, si el sufragante carece de poder real. Contrasta la debilidad del ciudadano corriente con el peso de las grandes empresas y estima que la intervención activa de la comunidad es indispensable para imprimirle al régimen político perfiles progresistas[19].
Esta concepción propone transformar al ciudadano en un actor real del proceso político, mediante la introducción de mecanismos de control sobre los elegidos. Auspicia incrementar el alcance de las competencias legislativas en desmedro de las ejecutivas, promueve la proporcionalidad de la representación y también la implementación de formas acotadas de democracia directa, junto a la rendición de cuentas de los gobernantes. Estima que estos cambios facilitarán la reducción de las desigualdades sociales y permitirían extender los principios democráticos a todos los ámbitos de la sociedad[20].
Ciertos autores han analizado los efectos positivos de esa intervención en varias experiencias nacionales. Presentan estos ejemplos como indicios de la disposición popular a un mayor compromiso con los asuntos públicos. También subrayan la conveniencia de generalizar las consultas masivas y periódicas[21].
El fundamento teórico de esta teoría se remonta a las concepciones reformistas, que desde mediados del siglo XIX postularon numerosos autores anglosajones. En oposición a las tesis utilitarias, la democracia es reivindicada con argumentos de tono moral que ponderan el auto-desarrollo de las capacidades humanas. Al igual que los institucionalistas se promueven mejoras sociales compatibles con el capitalismo, pero desde una óptica más crítica de este sistema que además rechaza la pasividad ciudadana.
EL EJE DISTRIBUCIONISTA
La visión progresista comparte el desconocimiento marshalliano de los límites que interpone el capitalismo al logro de una ciudadanía plena. Ignora que este sistema solo tolera reformas compatibles con la supremacía de las clases dominantes y acota la participación popular dentro de rigurosas fronteras. Este veto al protagonismo ciudadano es particularmente estricto en las áreas económicas estratégicas para el capital (empresas, bancos, servicios esenciales) y en los sectores relevantes de la estructura estatal (ejército, justicia, administración central).
Estas restricciones no impiden conquistar iniciativas de referéndum, revocación de mandatos o supervisión de cuentas públicas. Pero el uso de estos instrumentos para obtener mejoras populares crecientes plantea batallas con mayores connotaciones anticapitalistas. La tesis participativa desconoce (o minimiza) este alcance. No reconoce la intensidad que presentan estos conflictos, ni su desemboque en grandes choques sociales. Tampoco registra que la ausencia de perspectivas socialistas diluye el contenido de las demandas populares y conduce a su absorción por parte del régimen burgués.
Algunos autores soslayan estas tensiones. Consideran que «el contenido de la democracia está dotado por los agentes que intervienen en el ordenamiento constitucional»[22]. Con esta visión conciben a los sistemas políticos flotando en el aire y al margen de sus condicionamientos sociales. Suponen que estos regímenes pueden ser amoldados a las exigencias populares, a través de una mera alteración de las relaciones de fuerza, como si fueran estructuras plásticas que se ensanchan y reducen por simple presión. No perciben que este sistema se asienta en la propiedad capitalista y el manejo burocrático del estado, es decir en dos cimientos que no se remueven con pequeños cambios políticos.
El enfoque progresista supone que la participación ciudadana alcanza para avanzar hacia la igualdad social, si se impulsan transferencias de recursos que mejoren la distribución del ingreso. Pero no toma en cuenta que esta inequidad tiene raíces capitalistas, que hacen prevalecer una presión competitiva por la explotación de los trabajadores. Por esta razón, los logros populares enfrentan límites tan severos como la propia participación ciudadana. Ambas restricciones solo pueden superarse mediante la gestación de un proyecto para avanzar hacia el socialismo.
LA REHABILITACIÓN DE LA POLITICA
El planteo progresista es promovido por dos corrientes significativas: el republicanismo social y el liberalismo igualitarista. El primer enfoque resalta la dimensión cívica de la participación popular y reivindica el compromiso ciudadano, los deberes públicos y las responsabilidades colectivas, como actividades que abonan la realización del individuo. En oposición al elitismo liberal y a la idolatría del mercado remarca la gratificación que genera la dedicación a la comunidad[23].
Pero estos ideales republicanos no contribuyen por sí mismos a los intereses de las mayorías populares. Frecuentemente amplifican la ilusoria imagen del capitalismo, como un sistema favorable al bien común. Estas visiones ocultan que la división de poderes, la acción de la justicia y los mecanismos electivos operan al servicio de los acaudalados. El republicanismo social contiene una dimensión igualitaria que recoge las tradiciones humanistas, resiste la privatización neoliberal y enfrenta las tendencias autoritarias del presidencialismo contemporáneo. Pero solo converge con el proyecto de una democracia plena, cuando confronta con los mitos capitalistas que difunde el republicanismo conservador[24].
El mismo dilema enfrenta el liberalismo igualitarista con su par derechista. Esta corriente plantea una defensa de los derechos positivos (necesidades básicas universales) en oposición a los derechos negativos (no interferencia en la propiedad), que sostienen los conservadores y propone transformar específicamente el sistema jurídico sobre estos pilares[25]. Pero estos cambios no son factibles sin acciones tendientes a erradicar un sistema dominado por las grandes empresas y bancos.
Tanto el republicanismo social como el liberalismo igualitarista enfatizan la necesidad de rehabilitar la política. Destacan el rol de esta acción para dirimir las grandes alternativas de la sociedad y rechazan la denigración neoliberal de la política, como actividad asociada con la corrupción, las prebendas o el enriquecimiento personal. Promueven revitalizarla con prácticas comunitarias e ideales cívicos.
Pero la participación ciudadana y la honestidad no alcanzan para romper círculo vicioso de impotencia e indiferencia que genera el constitucionalismo contemporáneo. Al margen de un proyecto de transformación social, que reduzca la desigualdad y erradique la explotación, la rehabilitación ética pierde consistencia. Solo este contenido podría reavivar en forma perdurable el interés popular por una actividad esencial, para que los oprimidos generen un proyecto propio. Si los ideales cívicos son recreados en una práctica convergente con los explotadores, la política se perpetúa como un ámbito de engaño, desilusión y desprestigio.
«DEMOCRATIZAR EL ESTADO»
Algunos teóricos progresistas proponen encarrilar la participación ciudadana hacia la «democratización del estado». Promueven modificar las normas y cambiar las instituciones para promulgar nuevas leyes que permitan consumar los objetivos igualitaristas.
Pero estas iniciativas nunca pueden transformar cualitativamente a un estado burgués, que jamás operó como arena neutral de disputa entre proyectos diferenciados. Esta institución conforma una estructura que favorece a las clases dominantes, a través de su control de los mecanismos coercitivos y administrativos de la sociedad. Si se refuerzan estos cimientos capitalistas, ningún aumento de la participación cívica democratizará ese enjambre. Más de un siglo de intentos socialdemócratas confirman esta conclusión[26].
Ciertos autores promueven «democratizar el estado» para reconstruir los organismos que el neoliberalismo ha socavado. Proponen contrarrestar la tendencia espontánea de los mercados a ensanchar la desigualdad con la acción de un «estado fuerte», que revierta la desintegración económica y la fractura social registradas en las últimas dos décadas[27].
Pero el fortalecimiento del estado como instrumento de la acumulación es manifiestamente opuesto a la participación popular. Si se favorece a los capitalistas con subsidios industriales, auxilios financieros, impuestos regresivos o normas de competitividad contra los rivales extranjeros, la presencia ciudadana tiende a decrecer o cumple una función adversa a los intereses populares.
Por otra parte, el reforzamiento del estado a favor de los capitalistas siempre es complementado con mayores poderes para los funcionarios privilegiados de la alta burocracia. Esta consolidación es opuesta a cualquier avance hacia la democratización de la vida social. Es un contrasentido promover el fortalecimiento del estado al servicio de los poderosos e imaginar la conversión de esta institución en un ámbito de soberanía y deliberación popular. Si se afianza el peso de las elites que controlan las instituciones oficiales, no hay forma de expandir la participación popular genuina.
Las visiones «estatalistas» han recuperado predicamento al cabo de una década de desarreglos neoliberales. Pero este resurgimiento solo es afín a un proyecto de mayor participación real, si confronta con las estructuras que manejan las clases dominantes. No basta con forjar un «estado presente» con funcionarios eficientes para cambiar la sociedad.
Es cierto que bajo el capitalismo este grupo de administradores puede asumir un perfil de cierta independencia y embarcarse en conflicto con los propietarios de los medios de producción. Pero esta acción no desborda la relación de asociación que mantienen con los dueños de las tierras, las empresas y los bancos. Un planteo participativo, democrático e igualitario exige apuntar hacia otra dirección.
«EXPANDIR LA SOCIEDAD CIVIL»
Una vertiente del progresismo propicia avanzar hacia la democratización desde la sociedad civil. Estima que la burocratización, el desprestigio de la política y la decadencia de los partidos impiden comenzar el proyecto participativo desde la órbita estatal. Considera que el debilitamiento de esta estructura por efecto de las políticas neoliberales ha potenciado la vía «societalista». Postula «reinventar la democracia», reconstituyendo el contrato social que socavó la globalización neoliberal.
Pero la remodelación de ese contrato exigiría que los ciudadanos establezcan libremente las reglas de este convenio a partir de un consenso democrático. Esa libertad de opción nunca ha existido en la sociedad de clases y se encuentra estructuralmente bloqueada en un régimen social dominado por los acaudalados. El esquema contractualista imagina un acuerdo de partes para consensuar reglas de funcionamiento comunitario, que resulta inviable en el universo capitalista.
Los defensores de la sociedad civil habitualmente eluden definir el contenido esta entidad. Olvidan que en cualquiera de sus acepciones -esfera de las actividades económicas o ámbito de las instituciones del orden social- este campo se encuentra sometido a la dominación capitalista. Lejos de reunir los ingredientes de un futuro libertario, incluye todos los pilares de la opresión. Allí se localizan los industriales que extraen plusvalía y acumulan capital. La coerción estatal que ejercen los policías, los jueces y los burócratas solo complementa la sujeción que imponen los capitalistas en el área de la producción.
La idealización de la sociedad civil como una esfera benigna es un viejo mito de los liberales que identifican a esa órbita con el mercado. Suponen que en este campo se consuma la realización del individuo que vende y compra sin ninguna interferencia estatal. El paradójico deslumbramiento con la sociedad civil que exhiben los críticos de esta concepción es un efecto del clima anti-estatatista, que ha florecido en las últimas décadas.
El «societalismo» participativo e igualitario es muy hostil a su equivalente elitista y mercantil. No elogia a la sociedad civil por su incentivo del mercado, sino por sus potencialidades democratizadoras. Pero ambas visiones se remiten a una raíz común y comparten pretensiones igualmente imaginarias.
La contraposición liberal entre sociedad civil (auspiciada) y estado (denigrado) ha sido transformada por el «societalismo» participativo en un choque entre esferas democratizadoras y opresivas. De este contraste surgen las difundidas oposiciones de libertad versus coerción, opinión pública ante información manipulada, ONGs frente a gobiernos o consensos contra reglamentaciones.
Pero el mismo listado de virtudes y defectos podría presentarse de manera invertida, ya que la sociedad civil y el estado conforman dos mitades de una misma estructura capitalista. La primera entidad no orbita en una galaxia distanciada de la segunda institución. Ambas esferas conforman polos complementarios de un mismo régimen social, cuya democratización enfrenta los mismos obstáculos capitalistas. Suponer que la sociedad civil es un ámbito de «todos» y que el estado un reducto de «pocos» constituye una simplificación de la realidad clasista presente en ambas esferas.
Entre la sociedad civil y el estado existen importantes diferencias, pero no una oposición de desenvolvimientos. El capitalismo se asienta en ambos cimientos y la dominación económica que las clases opresoras ejercen en la sociedad civil requiere una dominación política equivalente en el área estatal.
Para desenvolver una batalla por la democracia plena es indispensable percibir al capitalismo como totalidad. La lógica de este sistema se esfuma, si su análisis es fragmentado en componentes que aíslan la dimensión privada del radio estatal. Superar este divorcio es importante para encarar un proyecto democratizador antagónico al elitismo, opuesto al institucionalismo y diferenciado del participacionismo. Este programa se plasma en la democracia socialista, que analizamos en el texto siguiente.
Claudio Katz es economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
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[1] O´Donnell Guillermo, Schmitter Philippe. Transiciones desde un gobierno autoritario. Conclusiones tentativas, vol 4, Paidos, Buenos Aires, 1988, (cap 2).
[2] Marshall T.H. Ciudadanía y clase social. Alianza, Madrid, 1998.
[3] O´Donnell Guillermo. «Sobre los tipos y calidades de democracia». Página 12, 27-2-06, Buenos Aires..
[4] Mientras que en Suecia, Noruega y Finlandia la diferencia entre el 10% más rico el 10% más pobre es de cuatro veces, esta relación alcanza 157 veces en Bolivia, 57 en Brasil, 31 en Argentina, 76 en Paraguay, 67 en Colombia y 46 en Ecuador. Zaiat Alfredo. «Wal-Martinización». Página 12, 31-3-07, Buenos Aires.
[5] Un activo participante de estos debates reconoció el callejón sin salida que genera esa discusión. O´Donnell Guillermo. Contrapuntos, Paidos, Buenos Aires, 1997. (Prefacio y cap 11).
[6] La teoría de los «gobiernos sobrecargados» constituyó un debate clásico de las ciencias políticas de los años 70. Un resumen de estas discusiones presenta: Held David. Modelos de democracia. Alianza, Madrid, 1991, (cap 7)
[7] Por ejemplo: Weffort Francisco. «Nueva democracias. ¿Qué democracias?». Sociedad n 4, 1994, Buenos Aires.
[8] Fleury Sonia. «Ciudadanías, exclusión y democracia». Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004, Caracas.
[9] «Todos dialogan porque no hay intereses en choque. Los participantes se han convertido en almas puras bajo la magia armonizadora del mercado». Franz Hinkelamert, citado por Lander Edgardo. La democracia en las ciencias sociales latinoamericanas contemporáneas. Faces UCV, Caracas, 1997.
[10] Estas tesis retoman el pensamiento de: Habermas, Jurgen. Ensayos políticos. Península, Barcelona, 1988.
[11]El inspirador de esta postura fue: Giddens Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000, (cap 2, 3, 4).
[12] Schumpeter Joseph. Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Folio, 1984 (cap 20, 21, 22 y 23)
[13] O´Donnell, Schmitter, Transiciones, (cap 6)
[14] O´Donnell, Schmitter. Transiciones, (cap 3, 5 y 6)
[15] Hemos analizado este tema en: Katz Claudio. «Gobiernos y regímenes en América Latina». Los 90. Fin de ciclo. Retorno de la contradicción. Buenos Aires, Editorial Final Abierto (en prensa).
[16] Dirmoser Dietmar «Democracia sin demócratas. Sobre la crisis de la democracia en América Latina». Nueva Sociedad n 197, junio 2005, Caracas.
[17]Las raíces teóricas del elitismo son expuestas por: Greblo Edoardo. Democracia. Ed Nueva Visión, Buenos Aires, 2002, (cap 7)
[18] Las teorías más contemporáneas del pluralismo y del corporatismo dan cuenta de esta gravitación de sectores intermedios en el control de los regímenes políticos. Held David. Modelos de democracia. Alianza, Madrid, 1991, (cap 6).
[19] Un resumen y defensa de estas tesis plantea Macpherson C.B. La democracia liberal y su época, Alianza, 1981, Madrid, (cap 3 y 5).
[20] En este terreno retoma las propuestas que planteó: Bobbio Norberto. El futuro de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 1984, (cap 2)
[21] Dahl Robert. «Los sistemas políticos democráticos en los países avanzados: éxito y desafíos», en Nueva Hegemonía Mundial, CLACSO, Buenos Aires, 2004.
[22] Lozano Claudio, Grabivker Mario José. «Prologo» Presupuesto participativo y socialismo, El Farol, Buenos Aires, 2002.
[23] Vitullo ofrece una síntesis de esta concepción. Vitullo Gabriel. «Teorías alternativas da democracia. Un analise comparada», Universidad Federal do Rio Grande Do Sul, Porto Alegre, 1999, (cap 3. punto 1).
[24] El legado del republicanismo varía significativamente en cada país y difiere sustancialmente por ejemplo en Francia o Irlanda, en comparación a Estados Unidos. En América Latina tiene pocas raíces por su conexión histórica con la dominación oligárquica. Un interesante debate sobre las relaciones contemporáneas entre republicanismo y socialismo desarrollan: Picquet Christian. » Derangeant Republique. Critique Communiste «, n 174, hiver 2004. Artous Antoine. «La republique dans la tourmente». Critque Communiste n 171, Hiver 2004. Joshua Isaac. «Commentaires sur La Republique». Critique Communiste n 172, Printemps 2004.
[25] Es la visión de Gargarella Roberto, Ovejero Félix. «El socialismo todavía». Razones para el socialismo, Paidos, Barcelona, 2002. (Introducción). Gargarella Roberto «Liberalismo frente a socialismo», en Boron, Atilio, Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano. CLACSO, Buenos Aires, Marzo de 2002.
[26]Algunos partidarios de este rumbo no desconocen este resultado. Es el caso de: Przeworski Adam. Capitalismo y socialdemocracia, Alianza, Madrid, 1988. (post-scriptum)
[27]En esta visión se apoya también las concepciones que convocan a recuperar la función explicativa del estado en la interpretación de procesos sociales. Skocpol Theda. «Bringing the state back», Evans Peter, Bringing the state back. Cambridge University Press, New York, 1985.