Teníamos que haber reservado un poco de ingenuidad para esta ocasión. Los últimos años nos han ofrecido un repertorio tal de horrores que se nos ha constipado la conciencia. España se estremeció con el derribo de las Torres gemelas y sus 3000 muertos; se estremeció con las bombas de la estación de Atocha y sus […]
Teníamos que haber reservado un poco de ingenuidad para esta ocasión. Los últimos años nos han ofrecido un repertorio tal de horrores que se nos ha constipado la conciencia. España se estremeció con el derribo de las Torres gemelas y sus 3000 muertos; se estremeció con las bombas de la estación de Atocha y sus 200 sencillos peatones despedazados; se estremeció incluso con los misiles sobre Bagdad y las torturas de Abu-Gharaib y se ha estremecido con las escenas de la Nueva Orleans volteada por el agua y abandonada por su gobierno. Y sin embargo mucho más impresionante que todo esto -como interpelación y como imagen- es el tratamiento zoológico dispensado a los africanos en el telón de acero de Melilla. El tiroteo, deportación y enjaulamiento de miles de personas que pedían ayuda, eso que llaman «política migratoria» como Hitler llamaba «política demográfica» al traslado a Auschwitz de los judíos europeos, impugna de hecho, ante los ojos del mundo, la legitimidad, viabilidad y justicia del orden político y económico vigente. Al mismo tiempo, la reacción de nuestros políticos, nuestros medios de comunicación y nuestra opinión pública impugna nuestro derecho a la riqueza, nuestro derecho a instituciones democráticas y, sobre todo, nuestro derecho presente y futuro a sentirnos buenos. Después de todo, el dolor del 11-S y el del 11-M pueden atribuirse a «malvados terroristas»; y el dolor de los niños de Bagdad cabe atribuirlo a «malvados imperialistas». Pero en el caso de Melilla no hay duda: hemos fotografíado el sistema mismo, hemos fijado para siempre la imagen de un orden que tiene que tirotear al que pide ayuda, que no puede dejar de tratar como animales a los que tienen hambre, que no puede permitirse siquiera la hospitalidad. Que los africanos vengan a pedir socorro a los mismos que les roban demuestra su desesperación; que los que les roban reciban su demanda de socorro con balas y palos demuestra la irrevocable ignominia del capitalismo. Podemos hacer guerras lejanas, imponer programas de ajuste estructural, firmar en un despacho un acuerdo comercial y destruir diez países sin violar en apariencia ningún mandamiento. Pero si llaman a nuestra puerta unos hombres que tienen hambre y sed, entonces no nos queda más remedio que romperles la cabeza, dispararles y abandonarlos en el desierto. Se crea o no en Dios, esto es un pecado y un pecado tan vergonzoso, tan sucio, tan abyecto, tan despreciable, que no es raro que hagamos un esfuerzo tan grande por ocultarlo, olvidarlo o justificarlo. Zapatero ha mandado al ejército español a asesinar a un mendigo que extendía la mano, como hacen las bandas de neonazis con los que duermen entre cartones, y España aplaude o calla. Carlos Fernández Liria nos reproducía en estas mismas páginas (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=21127) la broma de la católica COPE, celebrada por miles de oyentes, sobre la prueba olímpica de «salto a España»; José Daniel Fierro nos recordaba los delirios bellacos de Libertad-Digital sobre esta «invasión» que no se rechaza con la suficiente contundencia; y basta leer los titulares, noticias y comentarios de El País y de El Mundo para ver trocarse toda esta vergüenza indisimulable en eufemismos, perífrasis e hipérbatos tan complicados y frágiles como un churro de vidrio: «Melilla está viviendo de cerca el drama de la inmigración», como si fuesen los melillenses las víctimas y como si se tratase sencillamente de vivirlo de lejos; «doble perímetro de impermeabilización fronteriza», eufemismo siniestramente sanitario que encubre bajo un tecnicismo aséptico una valla erizada de pinchos y deshumaniza a los que intentan saltarla; «algunos han muerto en el intento y otros llevan en el cuerpo las secuelas de esta acción desesperada», como si se hubiesen herido solos en una prueba de alpinismo; «su situación pone en cuestión la moralidad del reino de Marruecos», porque el reino de España preferiría, en efecto, que los mataran por el camino, según lo acordado, dejando para los musulmanes un trabajo que los cristianos no pueden hacer sin que se resienta su sentido de la moral y se les atragante el polvorón de la democracia y los derechos humanos con que se llenan eternamente la boca.
Hay contradicciones que sólo pueden salvarse con un relleno de vacío; es decir, con más y más nihilismo armado. Si un soldado se dedica a torturar prisioneros y, al volver a casa por las tardes, quiere ser un ejemplo para sus hijos, esos prisioneros tienen que ser nada. Si una sociedad elige ininterrumpidamente la pobreza de Africa y tiene que contenerla a golpes cuando amenaza nuestro culpable bienestar y quiere, además, conservar sus valores y su superioridad moral, tiene que convencerse de que esos africanos se merecen su destino como nosotros nos merecemos nuestros supermercados y nuestros móviles. La valla de Melilla es tan natural como el mar Mediterráneo y tan justa como la luz del día.
Pero esa valla, que corta el mundo en dos sin umbrales ni transiciones, es también una pantalla donde se reflejan indisimulables dos contradicciones que es más fácil olvidar en otras partes. La primera tiene que ver con la dirección y posibilidad misma de los desplazamientos individuales en un espacio económico desigual en el que los Estados-Nación, formalmente homogéneos, tienen una capacidad desigual para imponer su soberanía. Convenciones internacionales y constituciones locales, con arreglo a los principios de la ONU, reconocen y exigen respetar el derecho individual de los ciudadanos a salir de sus países. Pero esas mismas convenciones y constituciones, con arreglo a los principios de la ONU, dejan en manos de los Estados el derecho de entrada. Salir es un derecho individual; entrar es un derecho de Estado. En un espacio económicamente desigual donde la soberanía está también desigualmente repartida, si los españoles parecen tener el derecho individual a entrar en Marruecos o en Indonesia es sólo porque el Estado español tiene la suficiente fuerza para debilitar o doblegar la soberanía marroquí o indonesia; si los senegaleses, los nigerianos o los propios marroquíes parecen, por el contrario, no tener el derecho a salir de Africa es sólo porque la soberanía española es lo suficientemente soberana para impedirles entrar en España. De hecho, los españoles pueden entrar en Marruecos o en Indonesia porque no son individuos sino manifestaciones impersonales de un Estado soberano; de hecho, los senegaleses no pueden salir de Africa porque son sólo individuos indefensos desprendidos de Estados sin soberanía. Paradójicamente y contra las apariencias, la libertad de movimientos sólo está prohibida a los individuos.
Esta contradicción, en cualquier caso, permite a los Estados occidentales -mientras no se les obligue a disparar contra las vallas- escandalizarse moralmente por las restricciones impuestas en otro tiempo en la Unión Soviética o en la RDA a los que querían salir de su país y al mismo tiempo suspender de facto ese derecho, sin violar ningún mandamiento ni conmoverse en sus valores, impidiendo la entrada, por todos los medios, legales y/o violentos, a los que salen individualmente de sus naciones intervenidas y deshilachadas (convertidas en verdaderos «contenedores» mediante acuerdos bilaterales con gobiernos más que dudosamente democráticos). Pero esta contradicción determina también, y es la condición, de un doble desplazamiento en el espacio, en direcciones contrarias, ascendente y descendente, que coincide con esas figuras activamente políticas que llamamos respectivamente turista e inmigrante. Millones de turistas occidentales entran libremente todos los años, como depositarios abstractos de un poder superior, en Egipto, Bali, Marruecos, Túnez, mientras millones de inmigrantes latinoamericanos y africanos son rechazados, como puros individuos desamparados, en las fronteras de EEUU y de Europa. De hecho, y en términos estructurales, los inmigrantes lo son desde su nacimiento, ahora y siempre, en su propio país, aunque no salgan de sus fronteras, como lo demuestra el hecho de que los turistas, por su parte, viajan provistos, e imponen allí donde van, sus vallas melillenses: hoteles blindados con fuertes medidas de seguridad, playas privadas, circuitos cerrados protegidos de los nativos, los cuales sólo pueden penetrar agachados y clandestinamente y a los que siempre se juzga importunos, molestos o sospechosos. Pero de esta manera, en el contexto aceptado por todos de una desigualdad de soberanías que veta los desplazamientos individuales -y sólo éstos- y que enfrenta a turistas e inmigrantes con independencia de dónde estén, las bombas de Bali, Egipto o Kenia son sólo el equivalente, a escala menos dañina, de las medidas «migratorias» occidentales que, únicamente en el Estrecho de Gibraltar y en la frontera de México con EEUU, han matado en los últimos diez años a 35.000 personas. La lógica de Libertad-Digital, de la COPE, de El Mundo y de El País, de nuestros políticos y de la opinión pública española, obliga a considerar los atentados terroristas contra turistas occidentales como legítimos dispositivos de soberanía restrictora, a igual título que los telones de acero, los disparos y las deportaciones contra los subsaharianos en Melilla. La valla de Melilla es, pues, una invitación a la bomba y una legitimación de sus efectos.
La segunda contradicción de la Valla es una prolongación de la primera y tiene que ver con la ya conocida paradoja de los Derechos Humanos. Contra los principios universales de la Revolución francesa, el reaccionario Joseph de Maistre recordaba que en el mundo no había nada que pudiésemos llamar hombres sino sólo españoles, franceses, ingleses e incluso persas (si es que se aceptaba el testimonio de Montesquieu, que había escrito sobre ellos). Esta burla certera desnudó, siglo y medio después, las consecuencias absurdas y trágicas de pretender defender los derechos humanos en un espacio económico desigual regido formalmente por el Estado-Nación. Ya Hannah Arendt llamó la atención sobre el hecho de que, una vez desprovistos de patria, de familia, de dinero, reducidos a su pura condición humana, los apátridas y refugiados de la Segunda Guerra Mundial quedaban por eso mismo al margen de todo derecho. Individuos puros, los hombres que saltan la valla de Melilla y destruyen su pasaporte para que no se les devuelva a sus naciones minusoberanas, privados por tanto de toda tutela, sin recursos y sin nacionalidad, se convierten en hombres, en hombres a secas, y no tienen más que su desnuda condición humana para resistir. Y precisamente a partir de ese momento y por eso mismo dejan de ser sujetos de derecho y su destino es el desierto. El reaccionario Joseph de Maistre tenía razón y quien se la da es el mismo neoliberalismo capitalista que, al mismo tiempo, sigue proclamando el carácter sagrado y universal de los derechos humanos. Los hombres, en cuanto que hombres, no tienen aquí y ahora ningún derecho y todo el que no sea algo más que hombre, todo el que no sea algo más que un individuo -español o millonario o mafioso o alguna combinación de estas tres cosas- sólo puede aspirar a que lo encarcelen o lo maten. Los españoles que se pasean ufanos y orgullosos por la plaza de Marrakesh en sí mismos no son nada; y su seguridad en sí mismos, y el desprecio de los otros, y su invulnerabilidad asumida, no es el resultado de nada que hayan hecho o merecido sino exclusivamente de la posesión de un pasaporte cuyo valor aleatorio puede, de pronto, desaparecer.
Los apaleamientos e insultos a los subsaharianos en Melilla son algo más radical y temible que el racismo; son la manifestación de un anti-humanismo beligerante y potencialmente homicida. Lo peor que se puede decir de alguien es que es sólo un hombre; lo peor que se puede hacer con alguien es tratarlo como si fuera un hombre. No hay nada más peligroso en este mundo que ser sencillamente un hombre. O quizás sí, quizás es aún peor ser… senegalés.
Propongo a la COPE que proponga a los organizadores del rally París-Dakar bonificar con algunos segundos de premio a los pilotos que, en su vertiginoso correr por el desierto, atropellen a un niño africano que así ya no podrá viajar a España en el futuro. Y propongo a Al-Zawahiri que proponga a Al-Qaida bonificar con unos segundos más de paraíso a los nativos que le rompan la pierna a un turista en una tienda de souvenirs de Bali o de El Cairo, para que no vuelva a estos países de vacaciones. El nihilismo de unos y de otros forma parte de la siniestra lógica de las cosas, aunque también la inocencia de las víctimas es desigual y al revés de lo que nos parece. La diferencia entre el integrismo occidental y el islamista, en cualquier caso, es que en Occidente el integrismo ya está en el poder y es seguido, votado y aplaudido por la mayor parte de la población, la cual, además, se pasea por todos los rincones del mundo, sin que nadie se lo impida, en pantalones cortos.
Traducción al inglés:
http://peacepalestine.blogspot.com/2005/12/santiago-alba-rico-immigration-and.html
http://www.axisoflogic.com/artman/publish/article_20360.shtml