Recomiendo:
0

Irak y Aznar en la conciencia de cada español

Fuentes: Rebelión

La invasión continúa y, en cada muerto, hay una parte de culpa de la España que no se opuso a la agresión. Si el rencor les sirve de algo, úsenlo


Nota para el lector: Como me voy a tomar unas vacaciones y pienso apagar el portátil durante algunas semanas, confío en que el lector de Rebelion.org me permita escribir un artículo tan extenso como este. Si le resulta muy largo podrá leerlo poco a poco a lo largo de lo que queda de mes de agosto. Espero que el lector disculpe también que me haya tomado cierto énfasis personal en la redacción -y el abuso de la primera persona- del primer párrafo pero puede estar seguro que el fondo es el mismo que el del resto del año. (La ventaja de escribir en un medio digital es que la presión de ocupar un espacio determinado es mucho menor que en la prensa escrita -hay un medio en papel que me exige 1.400 caracteres casi clavados- por eso puedo escribir esta nota sin que me apure un redactor jefe o un maquetador. Como dice el profesor del MIT Nicholas Nigroponte en su libro ‘El mundo digital’, hemos pasado del universo de los átomos al universo de los bits, y eso tiene sus ventajas a la hora de escribir).

Hace unos días, como de costumbre, fui con una amiga a nadar al mar a última hora del día, cuando quedan cuatro gatos en la playa y el sol está tan escondido que, aunque haya algo de luz, el agua se muestra opaca, como un océano de tinta. Lo cierto es que ese día no me encontraba muy cómodo ante tanta oscuridad; me sucede en ocasiones por algún temor infantil que reaparece. En un momento dado, a cierta distancia de la orilla, me detengo y recibo un golpe no muy fuerte pero con empuje que recorre toda la espalda de un lado a otro. Giro la cabeza y me da en la nariz una aleta de color negro bastante más grande que mi cabeza, que se volvió a sumergir y a merodear a mi alrededor. Tuve un ataque de pánico de los que hacen historia, no lo vamos a negar. Antes de comprobar que se trataba de un delfín, ya había llegado a la playa a una velocidad olímpica, convencido de que el jefe Brody escapaba del tiburón de Spielberg por los pelos. Lo importante de todo este suceso es que, en medio del terror, sólo me preocupé de mí y dejé totalmente abandonada a mi mejor amiga, por la que siempre pensé que yo me dejaría comer por un león para ayudarle. Fui como una bestia más, no le di un ápice de mi vida hasta llegar a la orilla. Puede parecer una tontería, pero me afectó mucho mi reacción, me llevó a pensar cómo somos los humanos en situaciones límite. La reflexión que me atormenta es ese rasgo de nuestra especie que en momentos extremos nos convierte en egoístas implacables, capaces de todo por propio interés o propia supervivencia. Salvando las distancias, hay situaciones radicales en las que tenemos disculpa por determinadas atrocidades, por eso no hay que perdonar nunca a aquellas personas poderosas que, desde la tranquilidad de un despacho, toman decisiones que envían a miles de personas a situaciones fuera de control, convertidos ya en depredadores a los que, en situaciones extremas, no podemos culpar del todo.

Y este es el motivo de este artículo, no sólo para no olvidar sino, por supuesto, para no perdonar a los personajes que persisten en movilizar a los ejércitos en batallas a las que nunca enviarían a sus hijos, en batallas en las que los hombres se vuelven -siempre, y los que los envían lo saben- locos para sobrevivir. No hay que olvidar a personajes como Aznar y sus seguidores, cuyo gesto en Azores -decidido con frialdad, sin hambre y sin trincheras de por medio, con la certeza de que iban a matar personas- contribuyó en determinada medida a un nuevo drama en el mundo. Y, lo más importante, sigue contribuyendo.

Ahí va una historia interesante que no forma parte de la Historia; sólo es la historia de un hombre. Curiosamente, las historias de grandes personajes representan a muy pocas personas, mientras que las pequeñas historias como esta bien podían ser la de millones y millones de seres humanos anónimos. La propia redacción de la Historia ‘oficial’ se sostiene sobre principios insolidarios y antidemocráticos, pues habla poco del sufrimiento de los pueblos y mucho de sus líderes, mejores o peores. Jacob Walter fue un soldado raso de Napoleón. Sin vinculación patriótica con el militarismo de Bonaparte -fue reclutado en las levas forzosas de Westfalia, estado satélite de la Confederación del Rhin sometida por la Francia imperial- el militar escribió un honrado, minucioso y aséptico diario de todo aquello que veía en primera persona durante las campañas en las que participó. Fue uno de los poquísimos que volvió de Rusia en la debacle de 1812. Uniformado en la ‘Grande Armée’, describe una serie de hechos sin ninguna pretensión literaria, lo que hace cada párrafo demoledor por lo real, tan real como los otros cientos de miles de compañeros auténticos.

La recuperación y publicación de este manuscrito es un logro formidable. El libro incluye algunas cartas enviadas por otros soldados desde el frente, lo que aumenta el interés por este documento. Es un caso único en la época de escritos realizados por una persona de a pie, que cuenta cómo caen por miles los hombres de Napoleón y los de las monarquías europeas que se enfrentan a él. Cuenta Walter que, si un hombre logra sobrevivir batalla tras batalla, un soldado podría permanecer en filas hasta 18 años (ocho de ellos en infantería, lo peor de lo peor), toda una vida, su única vida. Cuenta actos de pillaje horrorosos pero asumibles por humanos que han sido colocados por sus superiores en una situación extrema. En situaciones así, casi cualquiera puede matar a su hermano por unas bolas de pan duro, pero para poner a hombres en este extremo hace falta ser alguien especialmente monstruoso. Es sólo un detalle sobre el que muchos no habíamos caído hasta que se lo leímos a Walter, pero las balas de cañón de aquella época no explosionaban sino que iban avanzando a gran velocidad y haciendo un agujero en huesos y carnes hasta que se frenaba en el brazo catorce, la pierna ocho o la cabeza tres. No es el tema de este artículo, pero el relato de la retirada del frente ruso -murieron nueve de cada diez hombres del ejército más grande del mundo hasta la fecha- es espeluznante y conviene ser leído por aquellos que observan hazañas bélicas donde sólo hay miseria humana. Es la cara opuesta a la epopeya de Shackleton, por ejemplo.

Francia, un país que ha escrito algunas de las páginas más solidarias y ejemplares de la Historia y el Pensamiento, conmemora durante esta década el bicentenario de algunos hechos relevantes de Napoleón -en tanto que exportador de un nuevo modelo de clases frente a la aristocracia europea- y deja a un lado las otras historias, con minúscula, que son las que en teoría deberían haber cobrado protagonismo con el ánimo que inspiró la Revolución de 1789, que consistía en dar la soberanía a la gente, al ciudadano, a Jacob Walter, a las víctimas de Irak. La Historia -una determinada manera de escribirla y explicarla- ha hecho que lo ‘real’ sea, siga siendo, Napoleón. Pero lo real es Jacob Walter, y esta discrepancia es la que divide al mundo en tres grupos, llamémosles azules, verdes e insípidos. Para los rusos y para muchos otros pueblos, Napoleón fue un criminal voraz, un invasor fanático. Igual que con otros pueblos de Europa, no tuvo compasión con los esclavos de Haití (la rica colonia francesa de Santo Domingo), que lucharon con Toussaint L’Ouvertoure por la Revolución Francesa con la noble aspiración que la ‘egalité’ incluiría a los negros.

La historia de Walter es muy importante para hacer las reflexiones de las siguientes líneas. Creo firmemente (no está mal: yo pienso y creo en algo improbable; otros rezan y creen en algo imposible) que algún día, los libros de Historia contarán las historias de los Jakob Walter y renunciarán a los Napoleones de turno. Los personajes no serán Napoleones sino la abrumadora mayoría: la gente real como usted y como yo. Está en nuestras manos cambiar los valores con los que se escribe la Historia, ignorando al soldado raso, a los pobres, a las mujeres, a los que no son blancos, a esa inmensa mayoría que son las víctimas, la infantería, la ciudadanía, el Cicerón indeciso que es pisoteado por Antonio, Octavio y Lépido; el Castellio aplastado por Calvino. He aquí el sentido de este artículo, que trata sobre la responsabilidad colectiva e individual en la invasión de Irak y la historia que se escribirá para nuestros hijos. Quien piense que ya está rancia una reflexión sobre este enésimo crimen debería recordar que todavía existe un país criminalmente invadido y secuestrado en el que se producen asesinatos a diario, y nuestro país -una parte de nosotros- contribuyó a que hoy se siga matando. Había, es cierto, determinados y discutibles intereses estratégicos, geopolíticos y de política interior de España, que fueron esgrimidos para atacar aquel país. Pero no tengo ninguna duda, ninguna, de que la mayor motivación -una motivación extraordinaria, una pulsión que le delata- que impulsó a José María Aznar a lanzarse a la cumbre de Azores fue de índole exclusivamente personal, de necesidad íntima e individual de satisfacción personal, aun a costa de vidas humanas. Creo sinceramente que se sintió fascinado, tentado, por la posibilidad de entrar a formar parte de ese grupo escogido de personajes que conforman la Historia Universal, uno de esos que Stefan Zweig llamó «momentos estelares de la Humanidad», en los que el escritor vienés coloca sobre los hombros de un único ser, durante un brevísimo espacio de tiempo, el peso de alterar el futuro de la Humanidad. Este miserable no tenía otro atajo que atarse a las Azores para hacerse con un destello mediático (que el mundo hable de mí, aunque sea mal). No hay nada en el mundo más hipnótico, más peligroso y catastrófico para los pueblos, que la vanidad emborrachando a un poderoso. Esa tentación tiene que provocar un arrojo sin igual en el adulado, porque cree que la Historia, en el remoto caso de que le hiciera un guiño, le hace inmortal y su propia vida pierde valor, pierde humanidad. Aznar sigue siendo el único de los tres de Azores que no ha admitido errores ni para justificarse. La Historia, aspiro, lo pondrá en su sitio, del mismo modo que los historiadores dieron lustre a Cicerón y silenciaron a los tres tiranos de Roma.

Queda así descartado -como se dice de Bush y, en cierta medida, de Aznar- que exista una causa mesiánica para comprender la invasión y otras agresiones internacionales de ‘los aliados’. En el caso de EEUU prevalece un interés económico evidente (ya he comentado en otras ocasiones la perversión contable de pagar la guerra con fondos públicos y gestionar las indemnizaciones de guerra con empresas privadas) que no acontece en la España de Aznar. Hay un segundo interés en Estados Unidos que es la inercia cultural y sicológica de un imperio, que consiste en expandirse «si se puede, si hay sitio para hacerlo». Es una inercia de muchos Estados a lo largo de toda la Historia, un empuje que les lleva a probar su maquinaria bélica con todo pueblo que muestre síntomas o apariencia de debilidad. Lo mismo sucedió con los sucesivos imperialismos europeos anteriores, además del soviético y el japonés. En el caso de España, es que no se encuentra más motivo que el personal.

Hace cuarenta o cincuenta años, los libros de historia españoles todavía trataban con cierta benevolencia a Mussolini, convertido hoy por cualquier analista serio en un personajillo de tercera fila que apenas tuvo protagonismo en el rumbo de la II Guerra Mundial. Fue un mediocre, un iluminado desconfiado y de quien desconfiaban sus cargos más próximos y que nunca llegó a dominar su propio país aunque nunca abandonó sus gestos de ‘César Imperator’. A mí me recuerda al Aznar de Azores, aspirando a las migajas de la pitanza organizada por unos señores feudales. Algún día se sabrá la influencia que esta acción del ex presidente español tuvo sobre países pequeños que no tuvieron valor de enfrentarse a la presión de la Administración Bush y se vieron arrastrados a enviar tropas a Irak, las cuales se retiraron en cuanto España dio el primer paso. Hoy nadie habla de Mussolini, ni siquiera mal.

Si se siguen de cerca las declaraciones que realizan los iraquíes más formados del país (Irak, pese a sus males, era el país del mundo árabe con mayores niveles de educación, de laicismo, de menor fanatismo religioso, integración de la mujer, asociacionismo) y sus comentarios sobre la que se les ha venido encima, se refieren siempre a Estados Unidos y Gran Bretaña como potencias atacantes. A mí, a mi sentido de la vergüenza, me produce cierto alivio que se hayan olvidado de la contribución española a su desgracia. Supongo que ser ignorado hasta por sus víctimas tiene que ser duro para un presidente que buscaba algún tipo de gloria.

Se trataba, también, de hacer patria, de convertir la bandera en una excusa y en un fin en sí mismo. Al contrario que otros pensamientos que exigen cierta solidaridad y concesiones, el discurso del nacionalsocialismo (beneficio social nacional a costa de otras naciones o grupos sociales, o capitalismo de grupo) fue siempre más fácil que el de la cordura porque reporta beneficios directos e inmediatos a sus militantes. Hay que insistir en que es a costa de terceros, siempre a costa de terceros, como muestran los estudios sobre la planificación económica y el régimen fiscal de los dirigentes nazis Schwerin von Krosig y Reinhardt. No dista mucho de la práctica estadounidense, con un modelo que enriquece a su país -aparenta solidaridad interna- a costa de continuas víctimas externas (insolidaridad real). Es muy fácil de detectar si el espectador se mantiene frío y objetivo, pero es absolutamente imperceptible cuando se agita y se calienta a propósito a la sociedad con frases hechas, exclusivamente emocionales, banalidades. Por eso un sector de la derecha española -y Aznar en su momento de antigloria- necesitaron y necesitan mantener tensa a la sociedad, para atizar impulsos emocionales, egoístas, antes que racionales y solidarios. Salvando las distancias que se quieran, a mí esto me recuerda -e insisto en ello- que las personas normales, cuando son atizadas con demagogia, pueden llegar a ser monstruos, aunque eso no exime de toda la responsabilidad individual. En buena medida, el nazismo se propagó porque la expansión beneficiaba directamente a las familias alemanas de clase media, con una calidad de vida y unas ayudas públicas -a costa del saqueo exterior- únicas en el mundo a comienzos de los años cuarenta. Así, el ciudadano medio estadounidense se ha beneficiado de la invasión de Irak, lo cual puede animarle a continuar la política imperialista. Pero, en el caso de España, la adhesión a Estados Unidos es una bajeza todavía menos explicable si no es por las ansias personales de protagonismo mundial del entonces presidente, pues el país se quedó como estaba, sin beneficio, aunque éticamente comprometido.

Con frecuencia, me sigo preguntando cuál es nuestro grado de responsabilidad en este proceso imparable para comerse el mundo. Hace unas semanas, un viejo funcionario iraquí explicaba en una entrevista, con gran serenidad, que la invasión no era un simple ataque a su país sino el principio de un plan neocolonial para Irán, para Siria y, a medio plazo, para cualquier parte del mundo que despierte el interés estratégico del actual imperio. Me sigo preguntando cuál será el alcance de este nuevo ciclo intervencionista y cuándo llegará la crisis interna que, pienso, será la que ponga fin a esta dominación de Estados Unidos. Es aterrador comprobar, como sucedió en Vietnam, que al final son los miles de muertos los que paran las balas con su carne y no nosotros con nuestros artículos y nuestras manifestaciones. Como entonces, la opinión pública mayoritaria sólo reaccionará cuando en la balanza haya ‘demasiados’ muertos de su país. Hasta ese momento y también después de ese momento, las víctimas del país invadido siguen siendo irrelevantes.

Está vigente, es como volver al pasado, leer hoy los debates suscitados entre los intelectuales de Estados Unidos sobre el fin de la guerra de Vietnam. Suena a repetido, pero en EEUU -y en España, no vayamos de altruistas- ha primado la teoría del mal menor, de la rentabilidad («esto nos cuesta muchas vidas propias») sobre la teoría de hacer justicia. Con el mismo argumento -detestable y etnocéntrico- de Arthur Schlesinger contra la rentabilidad de mantener la masacre de Vietnam, los politicastros de la actualidad centran el debate sobre la posible salida de Irak en el número de muertos propios, los costes de ocupación o la oposición de la opinión pública. No se ha escuchado una única intervención relevante en el sentido de admitir la culpa, la comisión de un acto criminal. Así le sucede a algunos sicópatas clínicos que, sin empatía, son incapaces de ponerse en el lugar de sus víctimas.

Por todo lo anterior, reivindico el derecho de las víctimas de Irak -y las víctimas de las secuelas en todo el mundo, la patente de corso planetaria- a mantener vivo su odio y su rencor al que fue presidente del Gobierno de España, que decidió ser cómplice de atacar Decidió, por tanto, atacar. Reivindico el derecho a desearle el peor de los sufrimientos, pues hay hoy miles de muertos contantes y sonantes, de mutilados y de desplazados, provocados por un gesto de arrogancia. Reivindico el derecho de todas estas personas a dejarse de pompas y palabras diplomáticas y emplear las palabras más duras, los peores verbos y adjetivos y deseos, a combatir las balas y los misiles de los que han ordenado invadir y saquear su país. Aznar podría haber dedicado un esfuerzo similar, podía haber hecho el machote, combatiendo miles de causas humanitarias que, por desgracia, perviven en todo el planeta, pero no ha movido un dedo por los muertos de hambre del mundo. Ha preferido el otro camino.

También para odiar hay que aprender a perder el miedo, porque es una expresión políticamente incorrecta. Yo no tengo necesidad de odiar porque soy un privilegiado, pero las víctimas tienen derecho a odiar a aquellos que nos llevan a aunque sea una única muerte más, un único asesinato más. Con esos tipos hay que tener esto que los snobs llaman ahora «tolerancia cero». Si el odio les sirve para algo -como a mí el desprecio- úsenlo.

Bibliografía relacionada con este artículo:

-Diario de un soldado de Napoleón. Editorial Edhasa. Autor: Jacob Walter
-La utopía nazi. Cómo Hitler compró a los alemanes. Editorial Crítica. Autor: Gotz Aly
-Los nuevos intelectuales. Editorial Península. Autor: Noam Chomsky
-Los jacobinos negros. Editorial Turner. Autor: CLR James
-La otra historia de los Estados Unidos. Editorial Hiru. Autor: Howard Zinn
-La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas. Editorial Anagrama. Autor: Robert Hughes
-Aquí Bagdad. Crónica de una guerra. Velecio editores. Autora: Olga Rodríguez
-Atrapados en el hielo. Editorial Planeta. Autora: Caroline Alexander
-Momentos estelares de la Humanidad. Editorial Acantilado. Autor: Stefan Zweig
-Fidel Castro. Biografía a dos voces. Editorial Debate. Autor: Ignacio Ramonet
-Matanza y cultura. Batallas decisivas en el auge de la civilización occidental. Editorial Turner/Fondo de Cultura Económica. Autor: Victor Davis Hanson
-Los ejércitos de la noche. Editorial Anagrama. Autor: Norman Mailer.