Acto I. Rajoy La entrevista a Mariano Rajoy tuvo lugar una hora antes que el primer capítulo de la serie «Isabel». El presidente del gobierno apareció en la pequeña pantalla a las 21:30. El concepto «aparecer» no se corresponde, en esta ocasión, con el lenguaje televisivo sino que es literal: Rajoy apareció verdaderamente. Inmediatamente después […]
Acto I. Rajoy
La entrevista a Mariano Rajoy tuvo lugar una hora antes que el primer capítulo de la serie «Isabel». El presidente del gobierno apareció en la pequeña pantalla a las 21:30. El concepto «aparecer» no se corresponde, en esta ocasión, con el lenguaje televisivo sino que es literal: Rajoy apareció verdaderamente. Inmediatamente después de la autopromoción de la cadena, vimos a un señor anodino pero bien vestido, impecable en azules como ideológicamente le corresponde, en un plano americano, sentado en un sillón que parecía dejarlo en el aire, tal y como está en la vida política- .
La cámara tomó después a María Casado, muy mona y muy pasiva, que hizo un simulacro de presentación hablando de generosidad de los periodistas en cuanto al tiempo interno de preguntas y turnos, en vez de hablar de la eficacia para que los cinco enviados que allí se encontraban junto con ella (La Vanguardia, El País, La Razón, El Mundo, ABC) fueran «todos uno». Me sorprendió ese espíritu de mosqueteros porque siempre pensé que en la prensa lo mejor es la disidencia, la diversidad, los criterios opuestos y la libertad de los profesionales para ir cada uno por su cuenta.
Fue al escuchar a María Casado cuando empecé a cantar interiormente a Alberti -«se equivocó la paloma, se equivocaba…» y continué tarareando la canción pese a saber que Alberti estaba allí fuera lugar y yo también pero me pudo la curiosidad-.
Al día siguiente, en los distintos medios se comentó que la entrevista fue «lo de siempre». Sin embargo, a mí me pareció ver que el programa encerraba toda una simbología. El decorado era un cráter negro, que haciendo una descripción interpretativa, imaginé como signo de nuestro futuro si seguimos así. Estaba sostenido por unos barrotes azules que hacían honor al ideario represivo de Mariano y sus ministros. Con periodistas apocados y sin ganas de insistir o rebatir -por si las moscas-, con una presentadora que estaba como Santa Teresa, «viviendo sin vivir en mi» y con un presidente dubitativo que no supo dar otra cifra que el peso de Bolinaga: 47 kilos.
«Se equivocó la paloma, se equivocaba…». El mensaje de Rajoy fue menos ambiguo y más concreto de lo que pensamos. Porque el presidente, aunque habló con soltura y fluidez, no sabe dirigirse a los ciudadanos -por eso aparece tan poco en televisión-. Cuando se expresa, aunque sea correctamente, se desprende de sus palabras un tedio que adormece. Saber dominar el arte de la oratoria es un don y Rajoy y su gobierno saben, gracias a su fe, que los dones proceden de Dios y lo peor no es que se resignen sino que nos obliguen a nosotros a interpretar las vaguedades de sus discursos.
Insisto en que el mensaje fue claro: él mismo reconocía que había producido zozobra a los españoles pero había sido por su bien y obligado por la «realidad» -a los artistas les inspira la «musa», a Rajoy le da marcha la «realidad»-, pero que, como el rey cuando se disculpó, no volvería a hacerlo y en cuanto pudiera lo enmendaría. Sólo que mientras el rey cazaba elefantes, Rajoy pretendía pescar ciudadanos que se pueden ahogar.
En resumen: un programa irrelevante, aburrido y mal conducido, con una convencional realización y un protagonista que ayudaba muy poco . ¡Y yo que esperaba sacar algo en claro de tan ansiado acontecimiento!
«Se equivocó la paloma, se equivocaba…
creyó que el cielo era el mar y la noche la mañana
Se equivocaba, se equivocaba…».
Acto II. Isabel
«De Isabel y Fernando y el espíritu impera
Moriremos besando la gloriosa bandera…»
Cantaban las tropas nacionales en la Guerra Civil
El gran evento de la temporada, la serie mimada y de alto costo, fue un bodrio espectacular que pretendía presentar a los espectadores, sin conseguirlo, una época de la historia de España y a una reina modélica a cuyo coraje y vocación de unidad se debe la del «reino de España», de esta España de Machado que se rompe en pedazos. El guión era incomprensible en sus dos vertientes: tanto por su pésima estructura como por las dificultades que el relato presentaba para poder seguirlo los espectadores. Tampoco ayudaba el desajuste entre la elección de los actores y actrices con sus respectivos personajes; mucho menos los diálogos, inadecuados para la época y de una gran vulgaridad.
Costaba trabajo saber quién era Doña Juana – no la loca sino la otra- y por qué, a pesar de estar cuerda, se le aparecía Don Álvaro de Luna, ya ejecutado. Desconcertaba igualmente que La Beltraneja no fuera hija de Enrique sino de Beltrán. Su eminencia no tenía nombre ni se comprendía por qué ostentaba tan altas funciones y era difícil distinguir de Don Alfonso a Don Pedro y a éste de Don Enrique y los dos de Don Beltrán.
Para no ser tediosa, me limitaré a dos momentos especialmente absurdos de este primer capítulo de la serie:
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Un médico del siglo XV insemina con una simple jeringa a la reina -no a la Católica sino a otra- y consigue la primera inseminación in vitro de la historia. Sólo en clave de hipótesis podemos entender que la jeringa era «orgánica» y pertenecía a Don Beltrán. Todo con mucho pudor porque Isabel no sólo era católica, también pretendía que lo fuera su corte.
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Al hermano de Isabel se le cae en el comedor el café y la reina para humillarle quiere obligarle a limpiar el suelo. Isabel, que es ñoñita pero descaradilla, y eso sí, con mucha disposición, -algo así como Esperanza Aguirre cuando era joven- expresa con mucha dignidad que su hermano y ella son hijos de reyes y que no limpiarán el suelo. Después se retira a sus aposentos de donde sale ya de noche, no se sabe por qué. En el largo y lujoso pasillo se encuentra con numerosos hombres desnudos que corren de un lado para otro. Y entonces la reina, se va a a llorar a su cuarto.
En conjunto, tal y como está producida la ficción televisiva, se asemeja más a una burda comedia que a una seria y rigurosa adaptación de hechos históricos. El personaje de Isabel la Católica está tan mal definido que es difícil adivinar dónde está y para qué está. Fiel reflejo, por otra parte, de lo que ocurre en la actualidad con el gobierno.
El pueblo dedicó a otra Isabel esta canción:
«Isabelita me llamo
soy hija de labrador
y aunque voy y vengo al campo
no le tengo miedo al sol»
A esta Isabel (emblema de tantas heroínas anónimas) nadie le hará una serie pero somos muchos quienes la preferimos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.