Pasado el impacto provocado por el atentado terrorista contra la revista Charlie Hebdo, repudiable desde cualquier punto de vista, cabe dedicar unas líneas a analizar el denso mar de fondo que se mueve en torno al tema. Lo primero a señalar es que, aunque no lo parezca a simple vista, más que una cuestión sobre […]
Pasado el impacto provocado por el atentado terrorista contra la revista Charlie Hebdo, repudiable desde cualquier punto de vista, cabe dedicar unas líneas a analizar el denso mar de fondo que se mueve en torno al tema. Lo primero a señalar es que, aunque no lo parezca a simple vista, más que una cuestión sobre libre expresión estaríamos ante un tema de respeto a la visión que otros (1.400 millones de musulmanes) puedan tener sobre las caricaturas del profeta Mahoma.
Para situarnos, contaré una anécdota. Regresando a mi domicilio de un programa en La Tuerka, me tocó en suerte un taxista marroquí, con quien conversamos sobre ciertas particularidades del Islam, que lo distinguen notoriamente del cristianismo. Me contaba el colega taxista que en Marruecos -y, en general, en el mundo islámico- no se cuentan ni se hacen chistes de ningún tipo sobre Mahoma, como nosotros los hacemos sobre Jesucristo o Dios. Que es una idea tan profundamente arraigada que a nadie se le pasa por la cabeza burlarse -menos aún hacer mofa o chacota- del profeta. Eso en Marruecos, quizás el país musulmán más influenciado por Europa del contorno.
Hace pocos años, mi hijo mayor y yo hicimos un viaje de más de un mes de duración, mochila al hombro, de Turquía a Irán, pasando por Iraq. Nuestro desconocimiento del Islam era tal que ignorábamos que ese agosto tocaba el Ramadán, de lo que nos enteramos en Estambul. No narro esto para que sepan del viaje, sino para dar testimonio de lo siguiente: a lo largo del viaje, sin excepción alguna, eran increíbles los niveles de religiosidad de musulmanes turcos, iraníes, iraquíes y kurdos. Mezquitas llenas el día entero, calles vacías durante el día, cerrado todo lo que eran restaurantes o tiendas de comida. Gente amable avisaba que no comiéramos por las calles, porque era una grave irreverencia. Kurdos turcos, viendo nuestra desesperación tras un día de sol de fuego, nos llevaron al fondo del segundo piso de su restaurante, para servirnos comida, asegurándose antes de que nadie pudiera ver tal irrespeto. Nos atendían, comentaron, porque, aun siendo musulmanes, los kurdos se tomaban el Islam menos rigurosamente.
Es difícil explicar, y para muchos entender, desde una Europa cada vez más descreída y laica, el valor que la religión tiene para los musulmanes. Habría que retroceder más de dos siglos, para ver en este continente una religiosidad similar. Si a la pérdida de fe agregamos el sustrato pertinazmente vivo de la idea de Europa como el continente ‘civilizado’ por excelencia, tenemos un cóctel que puede ser explosivo para quienes no entienden ni saben que somos sociedades de fe devaluada. Que nuestra irreligiosidad genera escaso respeto por los símbolos del cristianismo (en esto me incluyo, pues no tengo pizca alguna de religiosidad y con dificultad recuerdo el Padre Nuestro) y que, por extensión y desconocimiento (o muy a sabiendas) hay menos respeto hacia otras religiones. Que muchos europeos (occidentales) creen que lo suyo es irreverentemente sacro y que los demás pueblos y religiones les deben pleitesía porque son los ‘buenos’.
También es pertinente recordar que hay un conflicto abierto y sangrante entre la OTAN (a la que pertenece casi toda Europa) y el Islamismo. Un conflicto abierto por eso que llamamos ‘Occidente’ en 2001, con la invasión de Afganistán, profundizado hasta los tuétanos por la invasión y destrucción de Iraq y remachado con el criminal y gratuito ataque contra Libia, todos países musulmanes. Centenares de miles de seres humanos perdieron la vida en esas guerras de agresión. Millones perdieron hogares, familiares, trabajo y tuvieron que convertirse en refugiados y parias dentro y fuera de sus países.
Desde entonces, el terrorismo pasó de ser un fenómeno insignificante y reducido a unos pocos puntos, a ser un problema de primer orden para Occidente. Este dato conviene recalcarlo. El terrorismo no es un problema mundial -como podría serlo el hambre o el sida-, sino un problema que afecta al mundo musulmán y a Occidente. Latinoamérica está libre de esa lacra. Oceanía también, así como más de la mitad de África. El «arco del terrorismo islamista» sale del Cáucaso, cruza Oriente Medio y Próximo, alcanza el norte de África y llega hasta Nigeria. Esa zona concentra casi el 100% de atentados.
Los informes anuales del Departamento de Estado de EEUU sobre atentados terroristas prueban la relación causa-efecto. Según esta fuente, en 2002 se contabilizaron 198 atentados; en 2004 fueron 651 y 8.500 en 2012. Los atentados aumentaron, en 2013, un 43%, es decir, hubo más de 12.000 atentados ese año. Es imposible negar la relación directa entre crecimiento exponencial del terrorismo islamista y las invasiones armadas de países musulmanes. Lo cruel y perverso del terrorismo islamista es que se ensaña contra su propia población, algo inexplicable desde parámetros racionales. No menos cierto es que la resistencia armada en Afganistán e Iraq derrotó a la todopoderosa OTAN a base de atentados, un arma para la que Occidente sigue sin tener respuesta.
Todos los que hemos estudiado Derecho sabemos que la libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás y que, por eso, todos los derechos tienen limitaciones, incluyendo la libertad de expresión. Sabemos que esa libertad debe respetar el honor y la integridad moral de las personas, su intimidad y decoro. En 2007, la Audiencia Nacional ordenó el secuestro de un ejemplar de la revista El Jueves, acusada de atentar contra el honor de los entonces príncipes de Asturias. Era el tercer secuestro que sufría dicha revista. De vez en cuando, otras revistas son multadas con cifras considerables por vulnerar derechos de otras personas. ¿Se viola la libertad de expresión? Es claro que no. Simplemente se aplican normas que la limitan legalmente. ¿Cuesta tanto entender que temas que a nosotros nos dan risa ofenden profundamente a otros? ¿Tan difícil es comprender desde la etiqueta de ‘civilizados’ autoadjudicada, que vale tanto o más el honor de una persona como las sensibilidades religiosas de otros? ¿Que el respeto al derecho ajeno es la paz, como decía el insigne mexicano Benito Juárez?
¿Hablamos, en fin, de libertad de expresión o de una versión actualizada de las cruzadas imperialistas de los ‘civilizados’ europeos occidentales contra los bárbaros y salvajes de Oriente, a quienes se les despojaba de todo, incluyendo su condición humana? ¿Tienen Europa y EEUU, culpables de crímenes de lesa humanidad y que apoyan ciegamente a un Estado terrorista, como es Israel, autoridad moral en el tema? ¿Netanyahu en la manifestación por Charlie Hebdo? ¿Qué del infierno de Guantánamo?
El terrorismo (que es concepto de geometría variable: Nelson Mandela fue muchos años ‘terrorista’, luego dejó de serlo), es casi siempre un problema político, que debe recibir soluciones políticas, como se sabe bien en España. Francia ha enviado un portaaviones para combatir al Estado Islámico. Gesto de fuerza tan espectacular como inútil, tras los fiascos en Afganistán, Iraq y Libia. Una paz sólida sólo puede construirse sobre el respeto. Curiosamente, de respeto es de lo que menos se ha hablado en los días pasados.
Augusto Zamora R. es Profesor de Relaciones Internacionales
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.